Hay algo patético en un líder incapaz de reconocer sus limitaciones. Jair Bolsonaro ha insistido durante meses en que él podía, si así lo deseaba, doblegar la democracia en el país más grande de Latinoamérica según su voluntad.
Con el presidente llamando a sus seguidores a movilizarse para que tomaran las calles, se suponía que el 7 de septiembre, Día de la Independencia de Brasil, sería un punto de inflexión. En cambio, reveló la distancia entre la percepción que Bolsonaro tiene del apoyo popular y la realidad. Ahora que ha caído en las encuestas y con obstáculos crecientes para ampliar sus alianzas políticas, el presidente apostó a que podría convocar a suficientes seguidores de base para intimidar a la clase política y, en particular, al Tribunal Supremo.
Como era de esperar, citando la novela de Gabriel García Márquez El general en su laberinto, “ni más faltaba que fuera a renunciar a su infinita capacidad de ilusión en el momento en que más le convenía”.
Tanto los partidarios de Bolsonaro como los analistas imparciales predijeron una avalancha masiva de apoyo público a los continuos esfuerzos del presidente por socavar los procesos democráticos. Incluso se creía que el 7 de septiembre podría culminar en una toma del edificio del Tribunal Supremo similar a la estridente invasión del Capitolio estadounidense el pasado 6 de enero. Unos días antes del Día de la Independencia, Bolsonaro llamó a las manifestaciones un “ultimátum” para los jueces del Tribunal Supremo y declaró ominosamente “si queréis paz, preparaos para la guerra”. Incluso insinuó una “ruptura [constitucional] que ni la gente ni yo queremos”.
¿Por qué Bolsonaro ha dirigido su ira al poder judicial y no al legislativo, como hizo Donald Trump? Porque el Tribunal Supremo —en especial los jueces Alexandre de Moraes y Luís Roberto Barroso— está investigando al presidente y a sus allegados por sus declaraciones y acciones antidemocráticas, como la de participar en una conspiración para propagar desinformación durante las elecciones presidenciales de 2018. Asimismo, el Tribunal se ha negado a eximir de la investigación a los hijos de Bolsonaro, casi todos involucrados en política. En comparación, para Bolsonaro el Congreso es territorio amigo.
Elecciones en 2022
El supuesto punto de inflexión del 7 de septiembre dejó a Bolsonaro y sus seguidores más apasionados con ganas de más. Miles salieron a las calles en Brasilia, San Pablo, Río de Janeiro y otros sitios, pero fueron muchos menos de lo esperado y, sin duda, estuvieron lejos de ser la masa crítica necesaria para convencer a otros actores políticos más cautelosos de embarcarse en la aventura radical liderada por Bolsonaro.
La historia no es una guía para el futuro pero puede ser instructiva. El único jefe de Estado brasileño que llevó a cabo exitosamente un “autogolpe” para incrementar su poder fue Getúlio Vargas, el autoritario estadista a quien se atribuye haber sentado las bases institucionales del Brasil moderno. De todos modos, no estamos en la década de 1930 y Bolsonaro no es Vargas.
Vargas era astuto y se presentaba a sí mismo como el único actor racional dentro de un sistema resquebrajado por extremistas de derecha e izquierda. En cambio, Bolsonaro es quien predica las ideas más radicales de ultraderecha, presentando su antiinstitucionalismo agresivo como la única manera de romper con una cultura política rígida y solo interesada en sí misma.
Mientras tanto, el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva se reúne con figuras influyentes de todo el arco político, buscando acabar con cualquier equivalencia entre el presidente y él. Lula, un exsindicalista moderado que gobernó hábilmente durante ocho años, lidera todas las encuestas por un amplio margen, incluso a pesar de insistir en no estar decidido a buscar un tercer mandato el próximo año. Da Silva, el favorito a ganar las elecciones presidenciales del año próximo, habla de reconciliación y de buena gobernanza. Bolsonaro y sus aliados apuntan al fantasma del regreso de Lula como el motivo principal de la continuación de su relevancia política. Sin embargo, un problema central para Bolsonaro es que, sencillamente, la retórica de campaña contra el statu quo no resulta tan potente ahora como en 2018, cuando una ola de histeria antizquierdista y una angustia antipolítica lo llevó al poder.
Ahora Bolsonaro (y sus hijos) están en la cima de la autoridad, pero apenas se los ve gobernando, ya sea sobre la pandemia, el medio ambiente, la economía o las relaciones exteriores. En este contexto, sus quejas parecen más personales que políticas. En parte, la participación del 7 de septiembre fue mucho menor a lo esperado porque la mayoría de los brasileños no están comprometidos con las batallas escogidas por el presidente. Simplemente no comparten el resentimiento del presidente contra miembros particulares de los otros poderes del Gobierno.
Precaución en el análisis
Dicho esto, debería haber cierta cautela a la hora de pronosticar la caída política de Bolsonaro.
Al fin y al cabo, logró que miles salieran de sus hogares y tomaran las calles durante una pandemia. De hecho, muchos de sus seguidores estarían dispuestos a llevar las protestas más lejos y caer en la violencia, al igual que la muchedumbre trumpista. Esa gente no desaparecerá y están, casi seguro, fuera del alcance de los otros candidatos que competirán el año próximo por reemplazar a Bolsonaro. Las persistentes y populares réplicas de las exhortaciones antidemocráticas de Bolsonaro son la verdadera razón por la que preocuparse. Pero tampoco debemos pensarlo demasiado: en relación con las expectativas del presidente y de sus seguidores, el 7 de septiembre fue un fracaso.
En los días que siguieron a las decepcionantes manifestaciones, Bolsonaro pareció dar marcha atrás e insistió en que no tenía la intención de acabar con la separación de poderes en Brasil. El vilipendiado expresidente Michel Temer, deseoso de retornar al escenario político, ayudó a mediar en una conversación entre el presidente y De Moraes.
Por ahora, la temperatura política ha descendido, aunque a costa de que Bolsonaro no afronte ninguna consecuencia por sus actos. Sin duda, continuará atizando los impulsos más peligrosos en los actores políticos de Brasil, pero es difícil ver el 7 de septiembre como otra cosa más que una derrota para el presidente y una señal de esperanza: sus días en el poder que han quedado atrás son más que los que quedan por delante.
Andre Pagliarini es profesor asistente de Historia en el Hampden-Sydney College en Virginia (Estados Unidos). Está trabajando en un libro sobre las políticas de nacionalismo en la historia moderna de Brasil.
Traducción de Julián Cnochaert.