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El reto de alimentar a 8.000 millones de personas: regenerar tierras, desperdiciar menos y comer insectos

Weronika Strzyżyńska

19 de noviembre de 2022 23:02 h

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En el mundo se producen alimentos más que suficientes para alimentar a los 8.000 millones de habitantes del planeta, pero tras una década de descenso constante, el hambre vuelve a aumentar y ya afecta al 10% de la población mundial. Según el Programa Mundial de Alimentos (PMA) de Naciones Unidas, los efectos de la pandemia de COVID-19 y la guerra en Ucrania han contribuido a una de las peores crisis alimentarias en décadas. En 2019, otras 200 millones de personas en todo el mundo se vieron afectadas por inseguridad alimentaria aguda, debido al aumento de los costes de los alimentos, el combustible y los fertilizantes.

Esto no es todo; se avecinan problemas mayores. El mundo ya tiene más de 8.000 millones de habitantes y se prevé que alcance los 10.000 millones en 2050. Los agricultores, los gobiernos y los científicos se enfrentan al reto de aumentar la producción de alimentos sin agravar la degradación del medio ambiente y la crisis climática, que a su vez contribuye a la inseguridad alimentaria en el sur global.

La ONU prevé que la producción de alimentos a partir de plantas y animales tendrá que aumentar un 70% en 2050, comparado con 2009, para satisfacer la creciente demanda de alimentos. Sin embargo, la producción de alimentos ya es responsable de casi un tercio de las emisiones de carbono, así como del 90% de la deforestación en todo el mundo.

“Utilizamos la mitad de la tierra de cultivo del mundo para la agricultura”, afirma Tim Searchinger, investigador de la Universidad de Princeton. “Eso es sumamente perjudicial para el medio ambiente. No podemos resolver este problema pasando a una agricultura más intensiva porque eso requiere más tierra”. “Tenemos que encontrar una forma de disminuir nuestros recursos [tierra] y al mismo tiempo aumentar nuestra producción de alimentos”, indica.

Lo cierto es que no existe una fórmula mágica para lograr este objetivo. Será necesaria una revisión de cada paso de la cadena de producción de alimentos, desde el momento en que se plantan las semillas en el suelo hasta el momento en que los alimentos llegan a nuestras mesas.

El cambio hacia la agricultura regenerativa

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, el modelo predominante ha sido la agricultura de subsistencia: la población cultivaba cosechas y ganado para alimentar a sus hogares en lugar de venderlos para obtener beneficios. Esto empezó a cambiar tras la Revolución Industrial y la aparición del capitalismo de mercado, que presenció también el aumento de la agricultura de plantación, posible gracias a la colonización de tierras de ultramar y a la mano de obra esclava.

La agricultura industrial no sólo aumentó la escala de los cultivos, sino que cambió las técnicas utilizadas por los agricultores. En lugar de rotar los cultivos cada año, se dedicaban plantaciones enteras a un solo cultivo. Este enfoque de monocultivo, unido a los modos intensivos de cultivo, condujo a la destrucción de la biodiversidad local y a la degradación de la tierra: en pocos años los campos dejaban de producir frutos.

Según Frank Uekötter, profesor de humanidades medioambientales de la Universidad de Birmingham, las plantaciones de los siglos XVIII y XIX eran un plan para hacerse rico rápidamente, más que una inversión estable a largo plazo. Los propietarios de las plantaciones sacaban el máximo beneficio de sus tierras en un corto periodo de tiempo. Una vez que un campo quedaba inservible, simplemente se trasladaban a otras tierras. “Hasta finales del siglo XIX, la modernidad global todavía no había reclamado amplias franjas de nuestro planeta”, afirma Uekötter.

Esta mentalidad de la época colonial persiste, mientras nos quedamos rápidamente sin tierra de cultivo. “El paradigma agrícola actual es que la tierra es barata e infinita”, subraya Crystal Davis, del Instituto de Recursos Mundiales. “La mayoría de los agricultores se limitan a talar más árboles, cuando se necesitan nuevas tierras”.

“Pero para cumplir nuestros objetivos ecológicos, tenemos que detener la conversión de los ecosistemas naturales en tierras de cultivo”, dice Davis. “Podemos conseguirlo en parte devolviendo a las tierras degradadas su integridad ecológica y su productividad”.

La restauración de la tierra no tiene por qué significar devolverla a su estado original, anterior a la agricultura. “Hay una solución híbrida en la que estamos devolviendo los árboles y otros elementos naturales al paisaje a la vez que integramos los sistemas de producción”, dice Davis. “Los sistemas integrados con árboles y otras plantas suelen ser más sostenibles y productivos a largo plazo”.

Davis señala la iniciativa 20x20, por la que 18 países de América del Sur y el Caribe, entre ellos Argentina y Brasil, se han comprometido a restaurar 50 millones de hectáreas de tierra para 2030. La iniciativa incluye una serie de proyectos destinados a introducir prácticas agroforestales en las explotaciones de cacao y café de Colombia y Nicaragua, donde se insta a los agricultores a cultivar e introducir más árboles en sus tierras.

Reducir el kilometraje de los alimentos

El transporte es una parte clave, aunque a menudo se pasa por alto, de la cadena de producción de alimentos. Los cultivos se transportan desde las granjas hasta las plantas de procesamiento antes de que los alimentos lleguen a las tiendas. El envasado y el transporte de alimentos son responsables del 11% de todas las emisiones de gases de efecto invernadero de la industria alimentaria. Las emisiones no sólo se deben a la gasolina utilizada por los camiones, que transportan los alimentos a través de países y continentes, sino también a los sistemas de refrigeración necesarios para mantener los productos frescos en su viaje.

El transporte de mercancías contribuye significativamente a la huella de carbono de las frutas y hortalizas, liberando casi el doble de gases de efecto invernadero que el proceso de cultivo. Por este motivo, para reducir el impacto medioambiental de la producción de alimentos, el cambio hacia dietas basadas en plantas en los países más ricos tiene que ir acompañado de más productos cultivados localmente.

“En el Reino Unido, aproximadamente la mitad de los alimentos proceden de este país y la otra mitad de otros lugares del mundo, lo que implica una gran huella de carbono”, afirma Madeleine Pullman, profesora de sostenibilidad e innovación de la Universidad de Sussex. Según la experta, una solución para países como el Reino Unido, es aumentar la diversidad de los alimentos que se producen en el país asignando subvenciones a los agricultores para que cultiven una mayor variedad de frutas y verduras.

En los países de renta baja con climas cálidos, el transporte plantea un reto diferente, ya que la refrigeración de los productos durante el tránsito es costosa, lo que significa que gran parte de los alimentos se estropean o incuban bacterias antes de llegar a los clientes.

“No siempre es apropiado replicar un sistema de refrigeración de estilo occidental a un lugar de, por ejemplo, África”, dice Pullman. Señala el caso de Ruanda, que introdujo una estrategia nacional de refrigeración en 2018. Entre otras soluciones, el plan incluye subvenciones a los agricultores para que compren equipos de refrigeración más eficientes y la prueba de instalaciones de refrigeración con energía solar. 

“En Europa, pagamos mucho dinero para que los alimentos viajen de un sitio a otro y se mantengan refrigerados, pero cuando la gran mayoría vive en la pobreza, no puede permitirse eso”, afirma Pullman.

Abdulraheem Mukhtar Iderawumi, investigador del Colegio de Educación del Estado de Oyo (Nigeria), afirma que la mejora de las infraestructuras rurales, como carreteras y puentes, haría más eficiente el transporte de los productos cosechados para los pequeños agricultores. También sugiere aumentar el acceso de los agricultores a camiones especialmente diseñados para el transporte de alimentos, así como compartir información sobre las mejores prácticas. “El transporte debería realizarse a primera hora de la mañana o a última de la tarde”, afirma. “Ese es el periodo de tiempo en el que la humedad supone un menor riesgo para los productos”.

Comer menos carne

Cambiar los hábitos alimenticios es una de las soluciones más necesarias para la crisis climática, pero también una de las más controvertidas y difíciles de introducir. Más de la mitad de las emisiones de carbono de la industria alimentaria se deben a la producción de carne y productos de origen animal. La producción de carne de vacuno emite más del doble de CO2 por kilo de alimento que otros tipos de carne, y entre 20 y 200 veces más que los alimentos de origen vegetal como el azúcar de caña o los cítricos.

En la actualidad, el 77% de las tierras agrícolas de todo el mundo se destinan a la producción de alimentos de origen animal. Esto incluye un tercio de todas las tierras de cultivo, ya que los cereales y los cultivos se cultivan para producir piensos y biocombustibles en lugar de para el consumo humano.

“Los alimentos están presentes en todos los problemas mundiales que se te ocurran”, afirma Tara Garnett, investigadora de la Universidad de Oxford. “Por un lado están los problemas medioambientales asociados a la alimentación, y por otro los relacionados con la salud, como la malnutrición, la obesidad y la diabetes”.

Garnett trabajó en la Comisión EAT-Lancet, que en 2019 publicó su informe sobre la Dieta de Salud Planetaria. “La idea era averiguar si hay una forma de alimentar a todo el mundo de forma nutritiva en este planeta, de manera que no cause daños ambientales”, dice Garnett.

La dieta puede describirse mejor como “flexitariana”. La carne y los lácteos constituyen partes importantes de la dieta, pero en proporciones significativamente menores que los cereales integrales, las frutas, las verduras, los frutos secos y las legumbres. La dieta recomienda no comer más de 98 gramos de carne roja, 203 gramos de carne de ave y 196 gramos de pescado a la semana.

“Si se siguiera esa dieta, supondría una reducción masiva del consumo de carne y, en menor medida, de lácteos en el norte global, pero en realidad daría lugar a un mayor consumo de alimentos de origen animal en muchos países de bajos ingresos”, afirma Garnett.

Sin embargo, implantar cambios en el estilo de vida de toda una población es difícil.

“[El informe] causó mucha polémica, algunos lo vieron como una especie de 'agenda vegana'”, dice Garnett. “No ha habido ningún país que haya adoptado la dieta como directriz dietética nacional”.

Y añade: “La reducción de la carne es una noción muy cuestionada y cargada de valores que quizá sea más personal que, por ejemplo, cambiar el calentador”. No obstante, sostiene que el cambio de hábitos alimentarios no puede lograrse centrándose en los individuos. “Todos los factores, los incentivos y los desincentivos, van en contra de la capacidad de las personas para comer y comportarse de forma diferente”, afirma. “Yo diría que hay que dejar de culpar al individuo. El liderazgo gubernamental y la industria alimentaria deben desempeñar un papel mucho más importante”.

Bamidele Raheem, investigador de la Universidad de Laponia, cree que los cambios drásticos en los hábitos alimentarios podrían requerir un cambio generacional.

“Las generaciones más jóvenes parecen tener más curiosidad por las alternativas”, afirma en relación con su investigación sobre la entomofagia, el término técnico para comer insectos.

Los insectos, que se comen habitualmente en partes de África, Asia y América del Sur, pueden ser una alternativa más sostenible a la proteína cárnica. “Son mucho más fáciles de criar que el ganado. Pueden producirse en un espacio mucho más pequeño y a un ritmo mucho mayor, y pueden alimentarse con residuos de alimentos”, afirma Raheem. “También son más ricos en nutrientes esenciales, como hierro, calcio y zinc”.

La población occidental, que es la mayor consumidora de carne roja, se enfrenta a considerables barreras culturales a la hora de cambiar sus hábitos e introducir insectos en su dieta. “Aquí es donde entra la mentalidad”, dice Raheem. “El enfoque para promover las dietas con insectos consiste en disfrazarlos de tal manera que no se reconozca un insecto. Por ejemplo, se pueden mezclar grillos en polvo con harina de pan para hacer productos de panadería”.

La Unión Europea ha aprobado recientemente que los grillos domésticos, los gusanos de la harina amarilla y los saltamontes se vendan en forma congelada, seca y en polvo. Raheem cree que en los próximos cinco años podríamos ver productos de panadería elaborados con los ingredientes de los insectos que se venden habitualmente en Europa.

En 2019, se calcula que solo nueve millones de personas en toda la UE consumen productos a base de insectos, pero la Plataforma Internacional de Insectos para la Alimentación y los Piensos prevé que esta cifra podría alcanzar los 390 millones en 2030.

El consumo de carne en Occidente parece estar disminuyendo, y el consumo de carne en el Reino Unido, reconocido por los consumidores, se redujo en un 17% entre 2008 y 2018. Los investigadores lo atribuyen a la concienciación sobre los inconvenientes ecológicos de la carne, más que a iniciativas específicas.

Reducir el desperdicio y la pérdida de alimentos

Se calcula que un tercio de todos los alimentos producidos no se consumen nunca, según la ONU, y que el 14% de los alimentos se pierden entre la cosecha y la venta al por menor, y otro 17% es desechado por tiendas, restaurantes y consumidores.

La “pérdida” de alimentos, más que el “desperdicio”, describe los alimentos que nunca llegan a los consumidores. Este problema es más frecuente en los países de bajos ingresos, donde los agricultores no pueden permitirse instalaciones de almacenamiento seguro y refrigeración. “Cuando no hay instalaciones de almacenamiento adecuadas, la lluvia puede destruir las cosechas”, afirma Abhishek Chaudhary, investigador del Instituto Indio de Tecnología de Kanpur.

En Kenia, por ejemplo, los pequeños agricultores que producen más del 90% de las frutas y verduras del país pierden la mitad de su cosecha antes de poder venderla. “Para mejorar las instalaciones de almacenamiento será necesario transferir mucha tecnología de los países más ricos a los más pobres y adoptar un enfoque holístico”, afirma Chaudhary.

Un ejemplo de ello podría ser la iniciativa ColdHubs en Nigeria, que permite a los agricultores acceder a cámaras frigoríficas alimentadas por energía solar de pago. La empresa opera actualmente 54 unidades de refrigeración en 22 estados del país.

Sin embargo, en el norte global, el problema del desperdicio de alimentos, es decir, los alimentos que nunca se consumen después de ser vendidos, es más frecuente que la pérdida de alimentos. Según un informe de la ONU, cada año se tiran 931 millones de toneladas de alimentos, y la mayor parte se desperdicia en los hogares.

“Es necesario concienciar a los consumidores de los países ricos de la cantidad de comida que desperdician”, señala Chaudhary. “Las grandes empresas alimentarias también tienen responsabilidad. Si pueden diseñar y etiquetar el producto de forma inteligente, los consumidores que lo compran desperdiciarán menos comida. Por ejemplo, pueden reducir el tamaño del envase. Si ponen a la venta un paquete de patatas fritas, por ejemplo, pero los consumidores no suelen comérselo todo, entonces sería mejor ofrecer un paquete más pequeño”.

Las tiendas, los supermercados y los restaurantes también pueden utilizar la recogida de datos digitales. “Mediante el uso de datos inteligentes, los minoristas pueden ver qué cosas compran los consumidores y ajustar su inventario”, dice Chaudhary: “Las familias también pueden elaborar listas diarias de alimentos para ver qué productos acaban tirando”.

Traducción de Emma Reverter