Donde Salman Rushdie desafió a quienes querían silenciarlo hoy domina el miedo a ofender a los demás
“El trabajo de un poeta”, señala uno de los personajes de Los versos satánicos de Salman Rushdie, es “nombrar lo innombrable, denunciar los fraudes, tomar partido, iniciar debates, dar forma al mundo e impedir que se duerma”. “Y si fluyen ríos de sangre de los cortes que infligen sus versos, serán alimento para él”.
Mientras Rushdie yace gravemente herido en la cama de un hospital de Pensilvania, se percibe algo terriblemente premonitorio en su novela, cuya publicación generó una rabia que hizo derramar ríos de sangre. Incluyendo, ahora, la de Rushdie.
Lo que resulta especialmente chocante del ataque contra Rushdie no es solo su brutalidad, sino también el hecho de que se produjo cuando ya teníamos la percepción de que la fetua, impuesta por el ayatolá Jomeini de Irán el día de San Valentín de 1989, había quedado atrás. La sentencia de muerte obligó a Rushdie a esconderse durante casi una década y, aunque nunca ha sido anulada, parecía que la amenaza había cesado. Durante las últimas dos décadas, Rushdie ha llevado una vida relativamente normal. Hasta el ataque del viernes.
Los motivos de la agresión aún no están claros. Sin embargo, es difícil no ver detrás de esta acción la sombra punzante de la sentencia de muerte de Jomeini.
Rushdie celebró la ruptura de las fronteras tradicionales mientras que otros ansiaban obtener nuevos límites
La fetua contra Rushdie y la violencia desatada tras la publicación de Los versos satánicos marcó un hito en la vida política y cultural británica, sacando a la luz cuestiones como el islamismo radical, el terrorismo, las fronteras de la libertad de expresión y los límites de la tolerancia. También supuso un punto de inflexión en la forma en que muchos pensaban sobre estas cuestiones. Como consecuencia de ello, se generó una mayor hostilidad hacia los musulmanes, pero también una mayor conciencia de la inaceptabilidad moral de ofender a otras culturas o religiones en una sociedad plural.
Los versos satánicos, la cuarta novela de Rushdie, era tanto una exploración de la experiencia migratoria como del Islam, tan severa en su denuncia del racismo como de la religión. Sin embargo, lo que importaba no era tanto lo que escribió Rushdie como lo que la novela llegó a simbolizar. Los años ochenta fueron una década que vio el comienzo de la ruptura de los límites políticos y morales.
Rushdie estaba trazando un nuevo camino que le resultaba estimulante, captando la sensación de desplazamiento y desarraigo. Los versos satánicos era, según escribió en la clandestinidad, “una canción de amor a nuestro yo mestizo”, una obra que “celebra la hibridez, la impureza, el mestizaje, la transformación que se produce con las combinaciones nuevas e inesperadas de seres humanos, culturas, ideas, políticas, películas, canciones”. Muchos detractores de Los versos satánicos creían “que el mestizaje con una cultura diferente inevitablemente debilitará y arruinará la propia”. “Yo soy de la opinión contraria”, indicó el autor.
Rushdie celebró la ruptura de las fronteras tradicionales, mientras que otros anhelaban nuevos límites. El Islam fundamentalista había tenido hasta entonces poca presencia en las comunidades musulmanas occidentales. A partir de ese momento consiguió un espacio, ofreciendo una seguridad y una pureza que muchos anhelaban.
La campaña contra Rushdie fue quizás la primera gran manifestación de rabia por el deterioro de los símbolos de identidad en un momento en el que dichos símbolos adquirían un nuevo significado. Los británicos de origen musulmán que crecían en la década de los setenta y principios de los ochenta rara vez consideraban el término “musulmán” como su principal identidad. El caso Rushdie puso de manifiesto un cambio en la percepción de sí mismos y el comienzo de una identidad musulmana distintiva.
La polémica sobre la novela de Rushdie tuvo también un profundo impacto en el sector progresista, que se sintió desorientado por el desmoronamiento de las antiguas creencias. Algunos vieron en el caso Rushdie un “choque de civilizaciones” y empezaron a recurrir al lenguaje de la identidad, cuestionando la propia presencia de los musulmanes como incompatible con los valores de Occidente, un sentimiento que no ha hecho más que crecer en las últimas tres décadas. Para otros, en cambio, los hechos pusieron de manifiesto la necesidad de un mayor control de la expresión. No está de más recordar algunas de las consecuencias de la fetua. Rushdie tuvo que vivir diez años en la clandestinidad, se atacaron las librerías que vendían el libro. El traductor al japonés de Los versos satánicos fue asesinado y el editor noruego del libro sobrevivió a un intento de asesinato.
A pesar de ello, el compromiso de la editorial Penguin con Los versos satánicos fue inquebrantable. Peter Mayer, director general de Penguin, recordó más tarde que lo que estaba en juego era “mucho más que el simple destino de este libro”. La respuesta de Penguin “afectaría al futuro de la libertad de pensamiento y de expresión, sin la cual no existiría la edición tal y como la conocemos”. Se trata de un posicionamiento que parece de otra época. Hoy en día, muchos creen que las sociedades plurales solo funcionan correctamente si las personas se autocensuran limitando, en palabras del sociólogo Tariq Modood, “la medida en que someten a crítica las creencias fundamentales de los demás”.
Yo opino lo contrario. Es en una sociedad plural donde la libertad de expresión adquiere especial importancia. En estas sociedades, es inevitable y, a veces, importante que sus miembros ofendan la sensibilidad de los demás. Inevitable, porque cuando se tienen creencias diferentes, los choques son inevitables. Es mejor resolverlos abiertamente que reprimirlos en nombre del “respeto”.
E importante, porque cualquier tipo de progreso social implica ofender algunas sensibilidades profundamente arraigadas. “¡No se puede decir eso!” es la respuesta demasiado frecuente de los gobernantes cuando se pone en tela de juicio su poder. Aceptar que no se pueden decir ciertas cosas es aceptar que no se pueden cuestionar ciertas formas de poder.
Lo que se considera “ofensa a una comunidad” es más bien un debate dentro de las comunidades. Por eso, muchos de los puntos conflictivos en torno a la ofensa tienen que ver con artistas minoritarios: no solo Rushdie, sino también Hanif Kureishi, Monica Ali, Gurpreet Kaur Bhatti, Sooreh Hera, MF Husain y muchos otros.
Los detractores de Rushdie no representaban más a la comunidad musulmana de lo que lo hacía Rushdie. Ambos representaban diferentes corrientes de opinión dentro de las comunidades musulmanas. Rushdie dio voz a un sentimiento radical y secular que en la década de los ochenta era muy notorio. Los detractores de Rushdie hablaban en nombre de algunas de las corrientes más conservadoras. Son las voces progresistas que esos conservadores tratan de silenciar las que se ven más traicionadas por las restricciones a la hora de ofender. Es su desafío a las normas tradicionales lo que a menudo se considera “ofensivo”.
Los seres humanos, observó Rushdie en el ensayo De buena fe publicado en 1990, “forjan su futuro discutiendo y desafiando y cuestionando y diciendo lo indecible; no arrodillándose ante los dioses o ante los hombres”.
No está en nuestras manos que Salman Rushdie se recupere de este terrible ataque. Solo podemos desearlo. Sí podemos defender la postura de “decir lo indecible”; cuestionar los límites impuestos tanto por los racistas como por los fanáticos de la religión. No hacerlo sería una traición.
12