Cuando la policía entró en el domicilio, se encontró con tres niñas de 11, 7 y 3 años respectivamente que yacían desnudas en la cama. Al otro lado de la habitación, la única de la casa, estaban la madre de dos de ellas -la tercera era sobrina suya- y su hija mayor, de 13 años, que escribía algo en el teclado del ordenador mientras tres hombres miraban desde la pantalla.
Dos semanas antes, una agente de la policía se había infiltrado en el depauperado pueblo. Fingiendo ser una japayuki, término de argot con el que se denomina a las trabajadoras sexuales filipinas que viven en Japón, convenció a un residente para que le presentara a las niñas, que jugaban diariamente en las calles sin asfaltar. La agente se ganó su confianza con el argumento de que trabajaban en el mismo negocio y de que, en suma, era una de ellas. Se hizo amiga de la mayor, a quien llama Nicole aunque no sea su verdadero nombre. Y, tras unos cuantos días de conversaciones, Nicole le habló de sus “espectáculos”.
“Nunca habíamos tenido constancia de padres que usaran a sus hijos en ese sector”, afirma la agente de policía, una mujer de mediana edad. Las autoridades dijeron que era un caso excepcional; pero, un mes más tarde, descubrieron a otra familia en las mismas circunstancias y en la misma zona. Era el año 2011 y, desde entonces, se han descubierto múltiples casos de abusos infantiles por Internet en distintas partes de las Filipinas.
Según Naciones Unidas, decenas de miles de niños son víctimas de una industria local que crece rápidamente: la del abuso infantil, valorada en alrededor de mil millones de dólares. En algunas zonas, hay pueblos que dependen por completo de dicho negocio, facilitado por el aumento de la velocidad de conexión, los avances en tecnologías de retransmisión y la creciente facilidad para hacer transferencias entre países distintos. Pero, mientras los infractores descargan fotografías y vídeos que las autoridades pueden usar después como pruebas acusatorias, los delincuentes se ocultan con programas de encriptación que aseguran su anonimato.
Las agencias internacionales de policía se han movilizado para acabar con el problema. La Virtual Global Taskforce, una asociación internacional en la que participan la Interpol y varios cuerpos policiales, se ha dedicado durante el año 2016 a perseguir las retransmisiones de abusos infantiles por Internet. Además, Unicef ha anunciado su intención de lanzar una campaña destinada a advertir a los jóvenes sobre los riesgos del mundo virtual; una campaña a la que la organización británica #WeProtect, que combate los abusos infantiles por Internet, ha prometido destinar 12,7 millones de euros.
“Es mucho dinero”
Stephanie McCourt, coordinadora de la National Crime Agency (Reino Unido) para el sudeste de Asia, asegura que las Filipinas podrían ser la tormenta perfecta en términos de delincuencia, porque tiene el acceso a Internet de un país desarrollado y una situación de enorme pobreza. Pero, desde su punto de vista, la clave es otra: el conocimiento generalizado del inglés.
“Se pueden comunicar con los infractores -dice-. Hemos perdido mucho tiempo, pero por fin hemos entendido lo que pasa. Y no tenemos ninguna seguridad de que no se marchen a otros países... Aún hay cosas que no sabemos.”
Calcular tamaño de esa industria es complicado. Vive de pagos pequeños (entre cinco y doscientos dólares por espectáculo) y, normalmente, no depende de grandes organizaciones delictivas, sino de familias que actúan desde sus propios hogares. “Tenemos la sensación de que sólo hemos visto una pequeña parte -continúa McCourt-. Es mucho dinero. Un gran negocio.”
Los menores trabajan todo el tiempo; por la mañana, para clientes de Europa y Estados Unidos y, por la tarde, para australianos. Y el número de casos descubiertos no deja de aumentar: 57 en el año 2013, 89 en el 2014 y 167 el año pasado. Pero Paul Hopkins, superintendente del equipo que la policía australiana mantiene en Manila, opina que la cantidad es mucho mayor. Hopkins, que lleva dos años investigando, cree que se trata de una operación “gigantesca”.
El National Center for Missing and Exploited Children (NCMEC) recoge “ciberdenuncias” sobre supuestos delitos de explotación sexual que ofrecen un indicio de lo que podría estar bajo la superficie. Durante el año pasado, el NCMEC envió casi 15.000 al Departamento de Cibercrimen de Filipinas, y el 80% de dichas denuncias se referían a la explotación infantil en Internet.
Sin embargo, los infractores no son sólo europeos, estadounidenses y australianos. La ONG neerlandesa Terre des Hommes analizó el sector mediante el procedimiento de inventar una menor filipina de 10 años a quien llamó Sweetie. El personaje virtual llamó la atención de 1000 adultos de 71 países distintos, que le pagaron por realizar actos sexuales delante de la cámara.
“Los que investigamos, sabemos que son de todo el mundo”, dice Hopkins. Pero, a pesar de ello, es un problema casi inmune a la policía y que casi nunca acaba en una condena. En Filipinas sólo se han producido dos sentencias condenatorias por ese tipo de delito. El resto de los casos están pendientes.
A diferencia de las formas antiguas de abuso sexual infantil, la gente no descarga imágenes que la policía pueda rastrear. Las transferencias se hacen por redes anónimas, y las conversaciones se mantienen en vivo y en directo, con el sistema de encriptación de Skype. Además, los menores se niegan a declarar porque no se trata de redes de explotadores sexuales, sino de sus propios padres.
La normalización del abuso
En el caso del año 2011, las autoridades creyeron que las niñas aplaudirían la operación policial; pero la agente infiltrada afirma que Nicole no se sintió rescatada, sino traicionada. “Sé que sigue enfadada conmigo”, dice.
En aquella ocasión, la policía consiguió algo más que la retransmisión por Internet de actos sexuales: un vídeo donde la madre de las niñas abusaba de ellas. Lo obtuvo de una fuente anónima de un país occidental que había grabado la escena con el móvil, dirigiéndolo hacia la pantalla del ordenador.
Los seis hijos de la mujer en cuestión (tres niñas y tres niños) acabaron en un centro de menores. El centro, de edificios bajos, está en una zona arbolada adonde no llega el ruido de las calles principales; tiene un camino flaqueado de orquídeas, y un pequeño parque infantil. El día en que llegaron, los niños se pusieron a jugar en los columpios y, a diferencia de los demás, no mostraron síntoma alguno de haber sufrido abusos sexuales. La plantilla del centro no había visto nada igual. De hecho, se preguntaron si debían permanecer en el mismo refugio que los que habían padecido abusos físicos a manos de pederastas.
Los pequeños no se creían víctimas de explotación. La niña de tres años insistía en “bailar sexualmente” delante de otros menores, que se quejaron a la plantilla. “No reconocían lo que sus padres habían hecho -dice uno de los trabajadores sociales-. Cuando alguno rompía a llorar, los otros lo imitaban en grupo. Estaban muy unidos.”
El mayor, un chico que entonces tenía 16 años, parecía traumatizado tras la intervención policial. Sin embargo, la psicóloga Rosemarie Gonato puntualiza que no lo estaba por los abusos sufridos, sino “por la operación de rescate”.
Las dos niñas más pequeñas estaban convencidas de que los abusos eran normales. “Dijeron que era un negocio habitual en el vecindario, y que se limitaban a hacer lo que hacían otros niños -declara Gonato-. La policía descubrió que la idea fue de las propias pequeñas, quienes supieron de esa forma de ganar dinero mientras charlaban con sus amigas.”
Los seis han salido adelante, y los dos mayores parecen felices en las fotografías que adornan una pared, donde salen con las típicas togas y birretes de las ceremonias de graduación. Pero, cinco años más tarde, siguen sin reconocer que estuvieran envueltos en un delito.
Una de chicas, que ahora tiene 14 años, declaró a The Guardian que sus padres sólo querían lo mejor para ellos. “Quiero quedarme aquí y terminar mis estudios; pero luego volveré a casa.”
Gonato dice: “En todas las sesiones que mantuvimos, reiteraron el deseo de que sus progenitores salieran de la cárcel”. Y dos años después de la operación policial, le escribieron una carta donde le pedían que “encontrara la forma de perdonar a nuestros padres”.
“Sé que debo sufrir”
La madre de los niños está en una cárcel de mujeres, a sólo unos cuantos kilómetros de su hogar. Lleva camiseta amarilla, pendientes, sombra de ojos azul y carmín en los labios. Dio a luz a su séptimo hijo en la propia prisión, y niega todos los cargos. Afirma que, cuando llegó la policía, los niños estaban desnudos porque los iba a bañar; y que Nicole tenía abierta una sesión de Facebook.
“No pienso en el caso. Creo en Dios –dijo después de la detención, en su primera entrevista–, y sé que debo sufrir.”
Todos los años, en Navidades, recibe la visita de su hijo mayor y de Nicole. Pero el año pasado, un juez permitió por primera vez que los seis chicos pasaran a verla. “Me llevé una inmensa alegría”, dice rompiendo a llorar en la salita que compartimos con un funcionario de prisiones. La mujer participa en el programa de trabajo de la cárcel, y envía el dinero a sus hijos.
El problema trae de cabeza a la policía. La Interpol tiene un sistema de ocho pasos para identificar a las víctimas de abusos infantiles, y el segundo paso consiste en documentar las acusaciones con fotografías y vídeos. Pero las retransmisiones directas no dejan ese tipo de pruebas.
“Si se hace una transferencia de 20 euros entre los Países Bajos y Filipinas, podemos ir a los tribunales y decir que fue a cambio de una sesión de cámara web. Sin embargo, el acusado puede replicar que los pagó para ver a una mujer adulta”, dice el agregado de la policía neerlandesa en Manila, quien pidió permanecer en el anonimato para respetar la legislación de su país.
Además, las leyes filipinas de protección de la intimidad dificultan los procesos penales incluso en casos donde existen vídeos, como el del año 2011. La ley contra las escuchas telefónicas implica que las pruebas recogidas de los ordenadores no son siempre válidas ante un tribunal. Y los agentes de policía sólo consiguen órdenes de detención si tienen constancia personal de que se ha cometido un delito. Ese es el motivo de que la agente infiltrada tuviera que confirmarlo en persona.
Víctimas voluntarias
Por otra parte, hay dudas de que encarcelar a los padres sea lo más adecuado para las víctimas. Rosemarie Gonato y la pediatra que trató a los niños, Naomi Navarro-Poca, creen que los chicos deberían volver con sus padres y vivir con ellos en una casa, no en un centro. Hasta la fiscal del caso, que habló con The Guardian con la condición de mantener el anonimato para proteger la intimidad de los menores, espera que la madre admita su culpabilidad y obtenga una sentencia reducida.
La fiscal, que se muestra “completamente a favor de la reunificación familiar”, añade que la sentencia mínima para los padres es de doce años, de los que ya han cumplido cinco. El niño más pequeño tendrá ocho años cuando salgan de la cárcel, y nadie sabe cómo impedir que los padres reincidan.
La reducción de sentencia depende de que la condenada admita el delito, algo que la fiscal espera conseguir este año a través de Nicole, pidiéndole que convenza a su madre. Pero conseguir la cooperación de los menores puede ser verdaderamente difícil.
La policía, el equipo legal, los médicos, los trabajadores sociales y los psicólogos que han trabajado con los menores dieron por sentado al principio que intentaban proteger a sus padres. Sin embargo, se dieron cuenta de que tenían otros motivos para callar. Sobre todo, el mayor.
Había varias cosas que no encajaban. En primer lugar, los padres no tenían el conocimiento de inglés necesario para comunicarse con personas de otros países, pero las autoridades los consideraron instigadores del delito. Luego, durante las sesiones de terapia, el hijo mayor dijo que sus vidas habían mejorado mucho desde que empezaron con los “espectáculos”: la familia tenía más dinero, podían comer en Jollibee (una cadena local de comida rápida) y su madre dejó de trabajar en una fábrica.
Poco a poco, la verdad salió a la luz. “Los chicos vieron que sus vecinos ganaban dinero, y les dijeron a sus padres que hicieran lo mismo”, afirma la fiscal. De hecho, la persona que hablaba con los clientes no era la madre, sino Nicole, que entonces tenía 13 años. Y a veces, según la fiscal, retransmitían sus “espectáculos” sin que los padres estuvieran presentes.
“Es una historia terriblemente triste. Una familia pobre, que necesitaba dinero. La madre sólo tiene estudios primarios... y eso es lo más irónico de todo, porque ella era tan vulnerable como los demás. En cambio, su hija mayor tenía más educación -dice Hopkins-. He sabido de otros casos donde los hijos mayores son los principales responsables. Necesitan apoyo psicológico para saber que lo que hacen está mal.”
Los menores no deben cargar nunca con la culpa, pero los filipinos siguen sin saber cómo castigar delitos donde las víctimas participan voluntariamente, sobre todo si sus padres los presionan para que consigan ingresos.
“Los niños harían cualquier cosa por sus padres -dice Lotta Sylwander, la representante de Unicef en Filipinas que dirige la campaña sobre seguridad en Internet-. Tenemos que aumentar la conciencia del problema y la vigilancia, para que tanto los padres como el resto de la población sepan que los abusos infantiles no son sólo moralmente condenables, sino también extremadamente negativos para su salud y desarrollo. Pero, lejos de mejorar, la situación empeora día a día.”
Traducción de Jesús Gómez Gutiérrez