Theresa May sobrevive y toca alegrarse: la alternativa era aún peor

¡Hurra! ¡Theresa May sigue siendo primera ministra! ¡Destapemos las botellas, levantemos los puños al cielo y agradezcamos nuestra buena estrella! ¿Que no lo creen? Pellízquense, si quieren, pero así es. Aunque sea la peor ocupante que el número 10 de Downing Street tuvo en toda su historia (salvo David Cameron), aunque carezca de una sola facultad que la haga mínimamente apta para el puesto de primera ministra, su derrota habría significado el surgimiento de algo mucho más siniestro.

No importa que haya sido por poco, lo cierto es que May se las ha arreglado para dejar atrás a una manada de hambrientos usurpadores que socavaban su permanencia, jurándole lealtad eterna mientras en los salones de té de Westminster seducían y sobornaban a los colegas ofreciéndoles futuras carteras ministeriales. Todos sus esfuerzos fueron en vano.

Es posible que May sea la peor estratega de todos los tiempos pero ha sobrevivido (y durará por lo menos un año) pese a ser la gran chapucera del Brexit, la que habló de límites infranqueables y después permitió que se franquearan, la que tiró su mayoría por la borda en unas elecciones que peleó horriblemente mal, la que no logró llegar a un acuerdo con el 48% que quería permanecer en la UE ni calmar a los más extremistas de su Brexit, la que chafó unas elecciones cruciales y la que tropezó con todos los obstáculos que ella misma puso en su camino.

Pero al lado de sus enemigos, May es un prodigio de la estrategia. Cegados por la rabia, sus desmesurados rivales dentro del partido no supieron contener el impulso de enviar aquellas 48 cartas en las que decían no confiar más en ella antes de tener los votos necesarios para derribarla. ¡Qué estúpidos! Idiotas liderados por imbéciles: Iain Duncan Smith, Owen Patterson, Andrea Jenkyns... La lista es tan larga como la de los 117 que votaron contra May. A Jacob Rees-Mogg y a Boris Johnson les bajaron los humos, así que ahora los veremos menos por las pantallas. Fíjense cómo su estupidez ha sido capaz de revivir a una May moribunda, dándole nueva credibilidad.

En estos desquiciados despojos de gobierno hace tiempo que dejaron de regir las antiguas convenciones de caballeros. Perder votos en el Congreso o no conseguir el apoyo abrumador de tus propios diputados ya no es ningún problema. Nuestra constitución no escrita es una especie de cosa flexible que se puede seguir estirando, estirando y estirando. Antes, los diputados que caían en desgracia por algún acto deshonroso dimitían llenos de vergüenza. Ahora sólo dejan de ser jefes del grupo parlamentario un rato, hasta que sus votos vuelven a ser necesarios para salvar a la cabeza del partido.

La única forma en que los estúpidos pueden terminar ahora con May es derribando su propio Gobierno, una moción de censura contra ellos mismos. Esta manada rabiosa podría estar tan loca como para algo así: conservadores extremistas del Brexit votando junto a la oposición solo para acabar con May, por pura venganza y aunque eso signifique con casi total seguridad un gobierno de Jeremy Corbyn.

Pero por el momento, May y su plan para sacar al Reino Unido de la Unión Europea han sido dotados de nueva vida. Con la cola entre las piernas, los conservadores fanáticos han salido debilitados y el partido enfrenta ahora exactamente las mismas opciones que May planteó en su día: aceptar su plan, salir sin acuerdo de la Unión Europea, o no salir.

El fin de semana pasado, los partidarios del Brexit ordenaron a la primera ministra que volviera a Europa para dar unos sopapos. Así que allá fue May a estrechar manos, sonreír, quedarse encerrada en el coche, y, aparentemente, regresar con las manos vacías. Pero a pesar de la terquedad demostrada en Europa, los perdedores han terminado siendo sus rivales. May les ha hecho ver que no hay alternativa. Elijan a quien quieran para sustituirla, los hechos seguirán siendo los mismos.

Si May hubiera sido destituida, habríamos pasado meses consumidos por el terrible espectáculo de un desfile de granujas, candidatos impresentables peleándose unos con otros por los votos de sus viejos y eurofóbicos condados. Sin ninguna oportunidad para los moderados, el ganador de una pelea así habría prometido lo imposible: una salida sin acuerdo de la Unión Europea que el Congreso se habría resistido a aprobar.

Confío en la cordura de una mayoría de los diputados tanto como para creer que encontrarían una forma, cueste lo que cueste, para garantizar que se evita el Brexit kamikaze. Pero nunca se puede estar del todo segura.

Tengo unas expectativas razonables de que Theresa May no permitirá que algo así suceda. Un consuelo por el que toca ser agradecidos. Fuera de eso, nada hay para celebrar atrapados como estamos en este entorno hostil y fustigado por la austeridad que generó nuestra torpe imitación de lideresa.

May ha sobrevivido porque prometió no volver a presentarse. Algo que, en los hechos, ni ella misma debía de ver como factible. Pero el Brexit podría no estar resuelto para las elecciones de 2022. Es posible que la persona que herede el cargo tenga que escuchar los mismos gritos eternos de “traición” que se escuchan en estos días de aplanadoras negociaciones comerciales con la Unión Europea en los que el despreciable Gobierno de May consume su último tiempo. Todo podría seguir igual.

Esta etapa conservadora, el Gobierno de May y el de Cameron, marca un punto bajo en la historia del partido. Donde había armonía (bueno, hasta cierto punto), ellos trajeron la discordia. ¿Cómo de miserables serán estos tiempos si lo que necesitamos es que se quede May?

Traducido por Francisco de Zárate