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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Trump, Bush, Gore y la historia del fraude electoral en Estados Unidos

Andrew Gumbel

Los Ángeles —

Puede que Donald Trump haya sacudido a la élite política estadounidense con su negativa a decir si aceptará el resultado de las elecciones del mes que viene, pero está lejos de ser el único candidato al más alto cargo en Estados Unidos que puso en tela de juicio la integridad del sistema y las campañas de sus oponentes.

En los últimos 16 años –desde el épico enfrentamiento presidencial de 36 días en Florida en el año 2000 que se resolvió no por un recuento total de los votos sino por un Tribunal Supremo dividido por sus filias partidistas– las acusaciones de votaciones amañadas y robo de votos son cada vez más comunes entre miembros del partido republicano y el demócrata, lo que ha vuelto el proceso electoral incluso más politizado, enconado y plagado de desconfianza.

“Lo diré en ese momento”, dijo Trump en el debate del miércoles cuando le preguntaron que si aceptaría el resultado de los comicios del 8 de noviembre. “Te dejaré con la incógnita”. El candidato republicano ha afirmado en varias ocasiones, sin pruebas, que las elecciones están “amañadas” contra él. “Por supuesto que hay fraude electoral a gran escala antes y durante las elecciones”, tuiteó la semana pasada. Todas las pruebas disponibles muestran que el fraude en votaciones en persona es sumamente raro.

Las encuestas de opinión sugieren que las acusaciones de Trump de una “elección amañada” han tocado una fibra sensible: el 41% de los votantes le cree cuando dice que las elecciones pueden ser amañadas, según una encuesta. Más de dos tercios de los republicanos creen que si Hillary Clinton es declarada ganadora, será por culpa de una votación ilegal o una votación manipulada, según otro estudio.

Casi con total seguridad, esas actitudes son el resultado de una década con la letanía por parte de los republicanos de que las elecciones pueden ser manipuladas por la participación ilegal de gente muerta, migrantes ilegales e incluso de animales domésticos. A día de hoy, muchos republicanos están convencidos de que Barack Obama fue elegido solo porque grupos de organización comunitaria como Acorn –ahora desaparecida– registraron cifras extraordinarias de votantes que no existían en barrios marginales y porque autobuses llenos de mexicanos cruzaron la frontera para votar utilizando algún otro nombre.

Ocho años antes de que Trump dijese en público las palabras “elecciones amañadas”, el primer oponente republicano de Obama, John McCain, dijo en un debate presidencial que Acorn estaba “a punto de perpetrar uno de los mayores fraudes en la historia de las votaciones de este país, quizá destrozando el tejido democrático”. Nunca apareció una prueba de un solo voto emitido de manera fraudulenta procedente de las actividades de Acorn.

Mientras que los candidatos demócratas rara vez han recurrido a ese tipo de lenguaje incendiario, sus seguidores de base sí que lo han hecho, algo que indica que el problema va más allá de los partidos. En las elecciones de 2004, en las que George W. Bush fue reelegido a pesar de la creciente impopularidad de la guerra de Irak, hubo una explosión de infundadas teorías de la conspiración sobre que los republicanos confabulaban con los fabricantes de las máquinas electrónicas de voto y que nunca volverían a perder unas elecciones (teoría que se desbarató tan pronto como los demócratas reconquistaron el control de la Cámara de los Representantes dos años después).

Este año, un núcleo duro de seguidores de Bernie Sanders sigue convencido de que el senador de Vermont se quedó sin la nominación presidencial demócrata por la turbia maniobra de la campaña de Clinton y el Comité Nacional Demócrata, a pesar del hecho de que Clinton ganó por más de tres millones de votos.

Máquinas defectuosas y falta de estándares

En la historia americana no faltan manipulaciones reales de votaciones y argucias electorales, especialmente en la época de la segregación del sur profundo. A día de hoy se considera que el sistema electoral estadounidense es una anomalía en el mundo Occidental porque persisten problemas con la fiabilidad de sus máquinas para votar, su frecuente incompetencia burocrática, la falta de estándares uniformes entre estados e incluso entre condados, su exclusión sistemática de más de 6 millones de criminales y antiguos presos, y la tendencia de los funcionarios electorales de adoptar reglas que benefician a sus partidos por encima de la democracia en sí misma.

Sin embargo, hasta el año 2000 estos problemas no fueron aireados en público. La batalla sobre Florida arrancó el velo de un sistema disfuncional y ofreció una oportunidad no solo de una significativa reforma electoral –un lento y frustrante proceso– sino también de nuevas formas de guerra política que no se habían visto desde los días negros de la época de la segregación en la que el proceso electoral se convirtió en el objetivo de la diana, particularmente para los republicanos.

Quizá comenzó cuando el recuento manual de las papeletas de votación perforadas solicitado por Al Gore y los demócratas –algo que ambos partidos han presionado a menudo para que se realizara en anteriores elecciones– fue calificado por muchos republicanos como una forma “de fraude a cámara lenta”.

En Misuri, el senador republicano Kit Bond echó un vistazo a los votantes afroamericanos de superpoblados distritos de San Luis emitiendo votos más allá de la hora de cierre oficial de las urnas –algo que desde entonces se ha convertido en una práctica muy habitual en muchos estados– para criticar algo que él llamaba “una gran organización delictiva”.

Pronto se enraizó una narrativa de que los demócratas eran ladrones de votos habituales –algo que fue indudablemente cierto en los días de Boss Tweed en el Nueva York de 1860, pero que ahora hace saltar las alarmas de la discriminación racista, ya que los votantes bajo sospecha son sobre todo los negros y los latinos. En unos pocos años, políticos como Sarah Palin se distinguieron abiertamente como “verdaderos americanos” –lo que venía a significar republicanos blancos– del resto, y estados bajo el control republicano aprobaron leyes de identificación de votantes para terminar con el problema –el fraude de la suplantación del voto. Problema que, según los expertos, era raro o inexistente.

Leyes contra vagabundos, estudiantes y pobres

Según lo que han comenzado a descubrir los tribunales federales, el efecto de estas leyes ha sido la discriminación contra grupos de votantes –vagabundos, ancianos, estudiantes y pobres– que son más afines a apoyar a los demócratas. Dado el nivel de desconfianza, con mayor frecuencia los miembros de las bases de ambos partidos han llegado a definir la democracia según las elecciones que ellos ganan y cualquier otro resultado como un indicio de robo y corrupción.

Royal Masset, un antiguo director político del Partido Republicano de Texas, contó cómo el día después de unas elecciones recibió decenas de llamadas de candidatos disgustados. Sus quejas tenían que ver con una indignación infundada que normalmente versaba sobre inmigrantes ilegales o figuras políticas en el punto de mira como Jesse Jackson. “Los seres humanos no aceptan la derrota fácilmente”, apuntó en 2007.

Si Trump es diferente es solo porque él ha empezado a quejarse de fraude electoral meses antes del día de la elección, Y también porque amenaza con desviarse de la tradición que dice que debes luchar tan duro y tan sucio como quieras, pero solo hasta que llega el resultado final.

Sin embargo, la magnitud de sus quejas puede estar haciendo que sus perspectivas sean peores de lo esperado: una interesante encuesta del American National Election Study hecha en 2012 muestra que la gente es menos propensa a ir a votar cuando su fe en la integridad del sistema se ha quebrado, y mucho más propensa a votar si piensan que las papeletas se cuentan de manera limpia. En otras palabras, la retórica de Trump puede que solo reduzca su propia participación y haga que su derrota sea todavía más plausible.

Traducido por Cristina Armunia Berges