Durante los últimos cuatro años, las selvas tropicales de Brasil sangraron. “Sangraron como nunca”, dice Felipe Finger mientras se prepara para adentrarse en la selva con su fusil de asalto para poner un freno a la carnicería medioambiental infligida a la Amazonia bajo el mandato del expresidente ultraderechista Jair Bolsonaro.
Momentos después, Finger, un comandante de las fuerzas especiales del Instituto Brasileño del Medio Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables (IBAMA), sube a un helicóptero monomotor, sobrevuela a toda velocidad la selva y se dirige hacia la primera línea de una guerra feroz contra la naturaleza y los pueblos indígenas, que vivían aquí desde mucho antes de la llegada de los exploradores portugueses hace más de 500 años.
El objetivo del grupo es Xitei, uno de los rincones más aislados del territorio indígena yanomami, en la frontera norte de Brasil con Venezuela. Decenas de miles de mineros ilegales devastaron la región durante la presidencia de Jair Bolsonaro, calamitosa para el medio ambiente: secuestraron aldeas indígenas, desterraron a trabajadores sanitarios, envenenaron ríos con mercurio y provocaron lo que el sucesor izquierdista de Bolsonaro, Luiz Inácio Lula da Silva, ha calificado de genocidio premeditado.
Cuando el avión de Finger aterriza en picado sobre un claro fangoso al lado de una aldea yanomami, un puñado de esos mineros se escabulle hacia la selva para evitar ser capturados.
Los motores que alimentan la explotación clandestina de casiterita siguen rugiendo cuando los seis hombres que integran esta unidad de élite saltan desde sus helicópteros y se despliegan por un paisaje apocalíptico de cráteres empapados y árboles caídos. “Se acabó la minería ilegal en tierra yanomami”, declara Finger, un ingeniero forestal convertido en guerrero de la selva tropical. Su equipo ha encabezado los esfuerzos para desalojar a los buscadores desde principios de febrero.
La incursión en Xitei forma parte de lo que ha sido descrita por el Gobierno como una campaña histórica para expulsar a los mineros de las tierras yanomami y rescatar la Amazonia tras cuatro años de caos, criminalidad y derramamiento de sangre, como supuso el asesinato del periodista británico Dom Phillips y del especialista indígena Bruno Pereira el pasado mes de junio.
The Guardian, uno de los primeros medios de comunicación a los que se concedió acceso a esos esfuerzos, ha viajado a finales de febrero a lo más profundo del territorio yanomami para acompañar al escuadrón de élite de Finger, el Grupo Especial de Inspección (GEF, por sus siglas en portugués).
Los agentes del grupo se reúnen a primera hora en un campamento a orillas del río Uraricoera, una de las principales arterias utilizada por los mineros para invadir el territorio, que tiene el tamaño de Portugal y es hogar para unos 30.000 yanomami, distribuidos en más de 300 aldeas.
Veinticuatro horas antes, una banda de mineros ilegales —a los que el Gobierno ha ordenado abandonar el territorio antes del 6 de abril— se había enfrentado en un tiroteo con las tropas que bloquearon la vía fluvial para cortar su suministro. Un minero recibió un disparo en la cara.
Una comisión del Senado brasileño anunció este miércoles que 19.000 mineros ilegales han abandonado en el último mes la reserva yanomami, y que en el territorio quedan unos 800.
Un territorio devastado
Poco antes de las 11 de la mañana, los agentes surcan los cielos en dos helicópteros Squirrel dirigiéndose al suroeste, hacia Xitei, donde el día anterior se había detectado una serie de minas durante un vuelo de vigilancia. “Esta región ha sido absolutamente devastada... Hay pueblos que acabaron completamente rodeados por las minas”, dice Finger, de 43 años.
El primer objetivo aparece treinta minutos más tarde. Los helicópteros descienden en tirabuzón desde un cielo lleno de nubes hasta un tajo en la selva, donde las bandas han estado saqueando el oro de las tierras protegidas de los yanomami. Los mineros han huido, abandonando su equipamiento en un pozo de barro donde antes fluía un pequeño arroyo. “Se marcharon deprisa, hace apenas unos días”, dice Finger mientras su equipo recorre el campamento desierto. Paquetes vacíos de cigarrillos y analgésicos, ropa y cartuchos de escopeta de calibre 12 ensucian el suelo junto a una esclusa de madera utilizada para separar el oro de la grava y la tierra.
Después de quemar la esclusa y los motores que accionaban las mangueras utilizadas para remover la tierra, el grupo de Finger vuelve a subir a sus helicópteros y se apresura por llegar a su segundo objetivo: un grupo mayor de minas cerca de la frontera con Venezuela.
La última vez que The Guardian visitó la región de Xitei, en 2007, era un mar de selva tropical mayormente virgen, salpicado de tradicionales chozas comunales y pistas de aterrizaje clandestinas desactivadas que habían sido dinamitadas durante la última gran operación de desalojo de mineros, a principios de la década de 1990.
Quince años más tarde, la selva que rodea Xitei ha quedado destrozada. Inmensas laceraciones de color arena han sustituido a los bosques de color verde oscuro. Hay campamentos mineros destartalados donde antes deambulaban tapires y ciervos. Cantidades desconocidas de mercurio han contaminado los ríos, envenenando los peces de los que dependen los yanomami.
“Nuestra tierra está enferma”
Dário Kopenawa, un destacado dirigente yanomami, compara la profanación del medio ambiente con la leishmaniasis, una enfermedad transmitida por la mosca de la arena que causa horribles lesiones y úlceras en la piel. “Nuestra tierra está muy enferma. Nuestros ríos están enfermos. El bosque está enfermo... El aire que respiramos está enfermo”, dice. Utiliza una palabra yanomami para describir la catástrofe ocurrida bajo el Gobierno de Bolsonaro, que con su retórica antiambientalista y la paralización de agencias de protección como el IBAMA provocó que la deforestación se disparara. “Yo lo llamaría onokãe”, dice Kopenawa. “Significa un genocidio que mata gente, derrama sangre y acaba con vidas”.
Mientras el equipo del IBAMA aterriza en la cantera de casiterita, los operarios mineros se dispersan. Decenas de aldeanos yanomami han salido de la selva, curiosos por la llegada del escuadrón de Finger. Las mujeres visten tradicionales taparrabos rojos y llevan cuentas amarillas y blancas sobre el pecho desnudo. Los hombres portan collares de dientes de jaguar y flechas adornadas con plumas negras de aves parecidas al faisán. Los niños llevan chanclas y camisetas de fútbol que los mineros les han regalado.
Los hombres niegan con la cabeza cuando se les pide que nombren al presidente y al expresidente de Brasil. Pero las consecuencias de la incitación bolsonarista al delito medioambiental se hacen visibles por todas partes: el bosque destrozado, los abultados sacos de minerales extraídos ilegalmente y el campamento mugriento con latas de cerveza y de sardinas esparcidas por el suelo.
Cerca de allí, el equipo de Finger persigue a un minero fugitivo, Edmilson Dias, que solía ser carnicero y proviene del estado de Goiás. Dias, de 39 años, a quien los ocho años de trabajo en las minas le han dado el aspecto de un hombre mucho mayor, votó a Lula en las reñidas elecciones de octubre pasado. Pero el minero arremete contra las medidas del nuevo presidente e insiste en que fracasarán. “La minería es una fiebre”, dice mientras se sienta sobre un tronco flanqueado por las tropas armadas de Finger. “Si me echan de esta mina... me iré a otro sitio, porque la minería ilegal no acabará nunca”.
En la piscina del mejor hotel de Boa Vista, la ciudad más cercana al enclave yanomami, se escucha una resistencia similar. Una tarde, un corpulento jefe minero está sentado allí, bebiendo cerveza y alardeando de cómo su grupo había enterrado su equipamiento en la selva para evitar que las tropas lo destruyeran. Los mineros habían rociado con gasolina la tierra sobre los objetos ocultos, lo que les ayudaría a reubicar sus herramientas ya que impediría que la vegetación volviera a crecer. El capo vaticina que la represión de Lula disminuirá al cabo de seis meses, lo que permitirá a los mineros reanudar sus multimillonarias actividades en más de 200 pozos. Sin embargo, los aliados de Lula insisten en que han llegado al territorio yanomami para quedarse.
“Esta es la promesa de Lula y todos estamos trabajando para que esta promesa sea cumplida. Estamos decididos a hacer que esto funcione”, dice la ministra de Medio Ambiente, Marina Silva, que también promete defender otros territorios indígenas asolados por la minería ilegal, como los de los pueblos munduruku y kayapó.
Una cuestión de vida o muerte
Para los yanomami, estas promesas son cuestión de vida o muerte. Al menos 570 niños yanomami murieron de enfermedades curables durante el Gobierno de Bolsonaro, en parte porque las desenfrenadas cuadrillas mineras provocaron una propagación de malaria e imposibilitaron la actuación de los trabajadores sanitarios. “Esto es un crimen. No hay otro nombre para esto: un intento de genocidio”, dice Silva al denunciar las condiciones “ética, política, moral y espiritualmente degradantes” a las que, según cree, los yanomami fueron sometidos deliberadamente bajo el gobierno de Bolsonaro.
André Siqueira, un experto en malaria que visitó recientemente el territorio yanomami para evaluar la emergencia sanitaria, describe escenas espeluznantes de desnutrición y abandono. “Vi niños de cinco años que pesaban menos que mi hijo de dos. Ni siquiera en mis viajes a África había visto tales niveles de desnutrición. Solo lo había visto en libros”, dice.
Bruce Albert, un antropólogo que ha trabajado con los yanomami desde los años 70, cuando los mineros irrumpieron por primera vez en su territorio, acusa a Bolsonaro de haber tratado de “aniquilar por completo” a los yanomami saboteando los esfuerzos para proteger las tierras que se cree que este pueblo indígena ha habitado por miles de años. “El plan de Bolsonaro era una especie de genocidio mediante negligencia intencional”, dice sobre el mandatario que, según Albert, estaba obsesionado con teorías conspirativas de la era de la dictadura militar que sostenían que potencias extranjeras hostiles querían anexionar la región fronteriza incitando a un movimiento separatista indígena. “Y si Bolsonaro hubiese estado otros cuatro años [en el poder] su plan habría tenido éxito”.
El expresidente de Brasil ha tachado las acusaciones de “farsa” izquierdista. Dias también rechaza las afirmaciones de que los mineros están destruyendo a los yanomami. “Cuando nuestras máquinas están en funcionamiento, ellos comen bien y viven bien”, dice, para luego nombrar a tres supuestos colaboradores yanomami. “Los mineros no son ladrones y lo que nos están haciendo es una vergüenza total”.
Dias también niega que los mineros estuvieran recolectando oro utilizando mercurio, que puede causar defectos de nacimiento, daños renales e incluso la muerte. Sin embargo, Finger sale de la choza de Dias momentos más tarde blandiendo un frasco de plástico lleno del tóxico metal pesado. “No solo es peligroso, es letal, para ellos [los mineros] y para los indígenas”, dice encrespado. Dias confiesa haber pagado unos cinco gramos de oro (270 euros) por la sustancia plateada. “Viene de las máquinas de rayos X, de los hospitales, de ese tipo de cosas”, murmura.
Después de distribuir los suministros de Dias entre los aldeanos yanomami, los agentes incendian su choza. Dias es multado y abandonado en la selva para que encuentre el camino de vuelta a casa.
Las tropas de Finger regresan a la base para limpiar sus armas y prepararse para la misión del día siguiente, a la vanguardia de la campaña de Lula para escribir un nuevo capítulo para el medio ambiente, los yanomami y la lucha mundial contra el cambio climático. “Estamos librando una guerra de facto”, dice Finger mientras los agentes del IBAMA cachean a un grupo de mineros que intentaba huir por el río detrás de él. “Es una guerra silenciosa que la sociedad no ve, pero quienes estamos librando la batalla sabemos que existe”.
Traducción de Julián Cnochaert.