La vida de esta joven holandesa comenzó cuando le dieron permiso para morir: “¿Realmente quiero esto?”

Stephanie Bakker

26 de diciembre de 2024 18:26 h

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Era una soleada mañana de verano cuando Zoë abrió el temporizador de cuenta regresiva en su teléfono. Allí estaba: cero días, siete horas. Otras siete horas. Eso es lo malo de desear algo desesperadamente: la espera se hace eterna. Para matar el tiempo, salió a pasear por los canales de Leiden. “Esta es la última vez que estaré aquí”, pensó. Pasó por delante de una tienda de patatas fritas orgánicas, un restaurante y la terraza de la cafetería donde había tomado algún que otro gin tonic en las últimas semanas.

Era el 19 de junio de 2023, el día en que Zoë (nombre ficticio), de 22 años, tenía permitido morir. Su primera elección había sido el 18, por el significado simbólico del número. Con el uno se ponía a sí misma en primer lugar; con el ocho, el signo de infinito en vertical, lo hacía para toda la eternidad. Cuando el psiquiatra la llamó para comunicarle que finalmente le practicarían la eutanasia un día más tarde de lo previsto, Zoë ya se había tatuado un 18 en el cuello.

Zoë cruzó la calle, de vuelta al centro para enfermos terminales donde había pasado las últimas semanas. Un coche fúnebre negro salió del callejón que conducía al jardín. Se detuvo en seco: el coche era para ella. Su ataúd estaba dentro del vehículo.

– ¿Te gustaría echar un vistazo?–, preguntó Evelien, la directora de la funeraria.

– Bueno–, susurró Zoë.

Fue entonces cuando se fijó en la camiseta de la mujer: Ook al is alles kut, er is altijd liefde [La vida apesta, pero el amor manda]. Evelien señaló a la chofer: “Ella también tiene una”.

“La vida apesta” era el lema de Zoë, y las camisetas habían sido estampadas especialmente para la ocasión. Por su parte, Zoë vestiría un vestido blanco durante sus últimos momentos. Blanco, porque su vida ya había sido lo suficientemente oscura.

Entonces, finalmente, dieron las dos. En su habitación, Zoë abrazó a todos los presentes: su madre, su hermano menor, un amigo que había conocido en el sistema de asistencia y su psicólogo Paul. Se tumbó en la cama, frente a la ventana que había cubierto de fotos. Era un pequeño collage de recuerdos felices: su primer salto en paracaídas, Barcelona con su madre, Nueva Zelanda con su abuela, la playa con una amiga. Todos se reunieron alrededor de la cama. Evelien estaba de pie en la cabecera. Le había prometido a Zoë que le seguiría hablando hasta después de que muriera.

El psiquiatra repasó todo por última vez, paso a paso:

– La primera inyección te adormecerá la vena–. Zoë sudaba. El corazón le latía con fuerza.

– La segunda hará que tu respiración se detenga. La muerte llegará poco después.

Siguiendo las disposiciones de la ley de la eutanasia, el psiquiatra tuvo que hacer una última pregunta: “¿Está segura?”.

Zoë empezó a llorar, al principio suavemente, pero cuando vio la jeringuilla que el psiquiatra tenía en su mano, se quebró en sollozos. Tenía miedo de seguir consciente cuando dejara de respirar. La madre de Zoë también lloraba. La joven salió al jardín del centro para ver a su hermano pequeño, que había estado esperando allí a que todo terminara. Fumó un cigarrillo, dio un paseo con el psiquiatra y, con Evelien, escuchó la música de piano que habían seleccionado para el funeral.

A las tres y media, envió un mensaje a todos sus contactos: “Queridos todos, he cambiado de opinión en el último momento y no moriré hoy. Mis disculpas por el pánico que haya podido causar”.

“La vida apesta, eso es todo lo que puedo decir”.

“La vida apesta”

Zoë vive en Países Bajos, uno de los tres países del mundo donde el sufrimiento mental insoportable puede ser motivo suficiente para la eutanasia. Según cifras de los Comités Regionales de Revisión de la Eutanasia, en 2023, 138 personas murieron en Países Bajos por este motivo. Veintidós de ellas tenían menos de 30 años.

Zoë tardó cuatro años en convencer a su familia y a su psiquiatra del Expertisecentrum Euthanasie (o Centro de Expertos en Eutanasia) de que debía permitírsele morir. Sin embargo, en el último momento decidió no seguir adelante.

Al día siguiente, arrancó las fotos de la ventana de su habitación. Ahora que ya no tenía pensado morir, tenía que abandonar el centro para enfermos terminales. Pero, ¿adónde iría? No tenía idea. Hasta antes de ingresar en el centro, vivía sola, pero había dado de baja su arrendamiento. A su madre no le parecía buena idea que Zoë volviera a vivir con ella.

Saber que la habían autorizado a morir le había dado a Zoë la tranquilidad que pensó que jamás encontraría. Pero ahora la ansiedad volvía como un bumerán. Tenía miedo. Miedo de no ser capaz de salir de aquel profundo agujero, pero aún más miedo del juicio de los demás. ¿Qué pensarían de su cambio de planes? ¿Y qué había con ese silencio de radio después de su mensaje del día anterior?

Zoë había querido morir porque no podía ni quería vivir con las consecuencias de los traumas originados en su infancia. Cosas tan cotidianas como ducharse, lavarse los dientes, vestirse o dormir en su propia cama eran desencadenantes que le traían los recuerdos más horribles, a los que después repasaba en su cabeza una y otra vez. Las pesadillas le impedían conciliar el sueño y había periodos en los que vivía a base de líquidos porque no soportaba alimentos sólidos en su boca.

Conocí a Zoë en el centro, dos semanas antes de la fecha prevista para su muerte. Durante los 18 meses siguientes, hablaríamos unas 40 veces e intercambiaríamos más de 200 mensajes. Pero aquel primer día no me miró a los ojos y su voz era pequeña y vulnerable. De vez en cuando tropezaba con las palabras, debido a los efectos de la medicación. “Mi vida no es vida, es supervivencia”, me dijo.

Zoë había roto por fin un largo silencio sobre los abusos que sufrió entre los siete y los quince años. Nunca lo había denunciado a la policía, y nadie había sido condenado. De niña no tenía las palabras para expresarlo, y de adolescente se sentía profundamente avergonzada. Para superar la angustia y como castigo, empezó a autoflagelarse. Se cortó y se quemó la piel, dejó de comer y entró en una espiral de adicción al alcohol y las drogas. Hacía cualquier cosa con tal de olvidar; un grito de auxilio. No podía plantear el problema, pero tal vez alguien le preguntaría por qué hacía todo eso.

Una vez se abrió. Tenía 14 años y estaba en tratamiento por un trastorno alimentario. Pero el profesional sanitario en el que confió no hizo nada, lo que llevó a Zoë a la conclusión de que lo que le ocurría no era tan grave. Una nueva verdad anidó en su mente: no valía nada, era una reina del drama que sólo buscaba atención. Y los abusos eran culpa suya. Podría haber dicho que no, ¿verdad? Entonces hizo un pacto consigo misma: nunca más contaría a nadie lo que le había sucedido.

Fue víctima de acoso escolar y recibió toda una serie de diagnósticos por parte de profesionales de la salud mental: trastorno de ansiedad, anorexia, depresión, trastorno límite de la personalidad, de todo. Al final todos esos diagnósticos convergieron en uno solo: trastorno de estrés postraumático complejo, causado por un trauma grave en la infancia.

Todos los síntomas de Zoë derivaban de un mismo trauma y recibió tratamiento para todos ellos a lo largo de 10 años: terapia cognitivo-conductual, terapia creativa, terapia de esquemas, terapia familiar, desensibilización y reprocesamiento por movimientos oculares (EMDR), ejercicios para mejorar su autoimagen, ocho antidepresivos diferentes y 21 rondas de terapia de electroshock. Nada de eso había servido en absoluto.

No era de extrañar, ya que el trauma subyacente no había sido abordado. Pero Zoë no lo veía así. Se sentía como la fracasada que no respondía al tratamiento, la chica que no se esforzaba lo suficiente por mejorar. Por miedo a decepcionar o a que la decepcionaran, apartaba a cualquiera que fuera –aunque fuese un poco– amable con ella. Se sentía sola.

Así fue como el deseo de morir empezó a tomar fuerza. Tras un primer intento de suicidio a los 15 años, la llevaron a una clínica. Abandonó la escuela y entraba y salía de las internaciones, pasando así más tiempo con los terapeutas que con sus amigos.

El 20 de junio de 2023, mientras Zoë –preparándose para marcharse– empaquetaba sus cosas en una maleta rosa en el centro de enfermos terminales, recibió una llamada de Paul, el psicólogo. Le había conseguido una cama en el servicio de urgencias de una clínica psiquiátrica. Podía instalarse allí de inmediato.

“De ninguna manera iré allí”, contestó. Paul le dijo lo que ella ya sabía pero no quería oír: no tenía elección. Tenía que ir a urgencias o a un albergue para personas sin hogar.

“La situación está peor que nunca. He vuelto a autolesionarme. Pero me he teñido el pelo, ahora es negro”.

“Cuando no morí, todo el mundo se enfadó”

La clínica a la que Zoë acudió tras dejar el centro parecía una aldea. Un laberinto de edificios bajos de ladrillo, verdes por la humedad, en la parte trasera de una urbanización reciente. Justo al lado de la clínica, había un hospital. Cada vez que Zoë oía la sirena de una ambulancia, le temblaba la pierna. Detestaba la clínica, pero a la vez se sentía como en casa. Como había pasado tanto tiempo en esa clase de lugares, conocía su funcionamiento. Estaba familiarizada con la comida de microondas y el falso techo. Y estaba familiarizada con el comportamiento que todo aquello traía consigo. Hacía dos años y medio que no se hacía cortes, pero ahora no podía resistir la tentación. De todas las formas destructivas que se le venían a la mente para acallar el dolor mental, cortarse era la más eficaz. En una hoja de papel escribió: “Intento cortarme o quemarme todo lo que puedo para dejar espacio a una piel nueva y limpia”. Su habitación estaba repleta de papeles en los que había garabateado sus pensamientos.

Pegado a su armario, había un papel blanco que decía “¿Realmente quiero esto?”, al que Zoë había llevado consigo de un sitio a otro desde que se había registrado en el Centro de Expertos en Eutanasia a los 18 años. Lo miraba al menos una docena de veces al día. La respuesta nunca había estado tan clara como ahora.

–Cuando no morí, todo el mundo se enfadó, o se fue de vacaciones-, me dijo cuando la visité en la clínica a mediados de julio– ahora siento con más fuerza que nunca que tengo que morir, porque si no todo el mundo se enfadará.

Su psicólogo Paul me explicó más tarde que la gente de su entorno se había distanciado porque no sabían qué hacer con sus propias emociones. Pero Zoë se sentía abandonada. Pasaba días enteros en cama para “controlar sus ataques”. Durante esos ataques, temblaba violentamente y a veces incluso perdía el conocimiento. Aunque parecían epilepsia, los ataques eran la forma que su cuerpo tenía de liberar tensiones emocionales.

El Centro de Expertos dijo a Zoë que estaban dispuestos a reiniciar el proceso de eutanasia. Pero para ello necesitaría una dirección fija, lo que podría llevar un tiempo. Zoë estaba en lista de espera para una vivienda tutelada en La Haya. Pero sólo la aceptarían si dejaba de cortarse.

El día anterior a la entrevista de admisión en el centro asistencial de La Haya, Zoë se aseguró que estaba fuera todo el día para evitar tentaciones. Fue a una tienda de beneficencia, compró una manzana en el supermercado y salió a pasear con el personal de la clínica y una amiga. Pero esa noche, en su habitación, llegó al límite. Sentía que la cabeza le iba a estallar. ¿Y si la rechazaban? Entonces no le autorizarían para recibir la eutanasia. Y ese sería el final. Lo único que quería era coger unas hojas de afeitar y lastimarse.

A la una de la madrugada, borracha de somníferos, fue tambaleándose a urgencias, donde, una vez más, le dieron puntos.

“Me cuesta admitirlo, pero hoy me duché por primera vez en cuatro meses y medio”.

– Me encantaría que me dijeran: ‘Está programado para la semana que viene’, pero sé que no es realista–, dice Zoë, y encendió su enésimo cigarrillo. Estamos a finales de septiembre y Zoë se ha quedado en la clínica. El psiquiatra del Centro de Especialización la visitará más tarde. Ella solicitará nuevamente el permiso para morir.

Zoë iba vestida con un traje de chaqueta y se había pintado las uñas de rojo intenso. “Finge hasta lograrlo”, dijo entre risas. Le pregunté si le preocupaba que creyeran que ella está bien.

– Conmigo es al revés. Cuando me veas con una americana o una camisa, es porque estoy tocando fondo.

“¿Por qué crees que ahora puedes seguir adelante? ¿Qué ha cambiado?” le pregunté mientras paseábamos. Me dijo que seguía teniendo miedo de que la inyección no funcionara bien, porque su cuerpo estaba muy acostumbrado a grandes cantidades de medicación. Pero los últimos meses habían sido decisivos: la desesperación era más fuerte que nunca. “Sigo teniendo miedo, pero temo más a la vida que me toca vivir que a la muerte”.

Nos quedamos mirando al espacio. Los cuervos graznaban en lo alto. “Creí que podrías volver a empezar”, le dije.

–¿Cómo? –dijo, y se encogió de hombros– No tengo adónde ir. Nadie me quiere. ¿Y qué se supone que voy a hacer? Ni siquiera terminé la escuela. –Explica que la habían ingresado en la unidad psiquiátrica antes de poder presentarse a los exámenes finales.

Esta vez, pensaba, lograría someterse a la eutanasia. Hacía poco que había denunciado los abusos en la Policía. No llegaría a realizar una declaración oficial; para eso tendría que explicar detalladamente lo sucedido, y ni siquiera era capaz de hacerlo con un terapeuta, mucho menos aún con un oficial al que acababa de conocer. Pero sentía que denunciar los abusos era algo que tenía que hacer antes de morir.

Mientras Zoë hablaba con el psiquiatra, yo esperaba en su habitación de la clínica. La habían trasladado de urgencias a la unidad de pacientes comunes, pero la habitación era idéntica: una cama, un lavabo, un escritorio y un armario.

Junto a la nota que decía “¿Realmente quiero esto?” estaba la tarjeta funeraria que había preparado en junio. En ella, hay una foto de Zoë de pie en la playa, con su vestido blanco y el viento en el cabello oscuro hasta los hombros. Miré hacia su cama, donde había un globo de helio con forma de cebra desinflado. Era un regalo de otra paciente de la planta, que se lo había dado porque las rayas de la cebra le recordaban a las cicatrices que los cortes habían dejado en los brazos de Zoë.

Cuarenta y cinco minutos más tarde, abrieron la puerta.

– ¿Y bien?

Me abrazó.

–Todo bien –dijo suavemente– Necesito un cigarrillo.

“Se ha acordado que moriré el 18 de diciembre. Es un inmenso alivio para mí”.

De momento, no

Tres meses después de la fecha que Zoë originalmente había previsto para su muerte, el proceso de eutanasia volvió a comenzar. Volvió a conversar con psiquiatras para demostrar que su sufrimiento era insoportable. La primera vez, esas conversaciones la habían dejado con sentimientos encontrados. Era desconcertante que los psiquiatras confirmaran su sufrimiento y no vieran un futuro viable para ella, pero al mismo tiempo lo sentía como una validación.

Al igual que la primera vez, Zoë tenía la intención de seguir haciendo terapia hasta el final, aunque fuera para demostrar que había hecho todo lo posible. Dos veces por semana, recibía terapia centrada en el trauma con Paul, que había comenzado a tratarla un año atrás. Una vez, en el coche de camino a verle, me contó que habían tenido un comienzo difícil: “Paul es un hombre, y yo no confío en los hombres”.

Pero poco a poco, las cosas fueron cambiando. Paul no la abandonó. Perseveró en el tratamiento, aunque supuestamente Zoë había agotado todas las opciones terapéuticas. Y, finalmente, ella se sintió capaz de abrirse respecto a un incidente traumático en particular. Era la primera vez. “Si muero sin decírselo a nadie, la persona que me hizo esto gana. Sincerarme sobre esto se siente como una victoria”, me dijo.

Durante el trayecto hasta la sesión con Paul, las piernas de a Zoë temblaban sin parar. Síndrome de abstinencia, me dijo. Le quedaban los últimos 25 miligramos de oxazepam, una dosis 20 veces menor a la que tomaba cuando nos habíamos conocido, cuatro meses atrás. A sus pies tenía una bolsa con corazones rojos. En su interior había un osito de peluche, pañuelos de papel, aceite de lavanda, pelotas antiestrés, una bufanda y gobstoppers, los caramelos que se metía en la boca mientras se duchaba para mantenerse en el “ahora” y no volver al “antes”.

Una semana después, me envió un mensaje: “Detendré el proceso de eutanasia por el momento”. La llamé enseguida. “Es estupendo que elijas vivir”, le dije. Pero esa no era la perspectiva de Zoë. Ella no estaba eligiendo la vida, sino que, simplemente, no estaba eligiendo la muerte por el momento.

Le pregunté: ¿entonces qué es lo que sí estás eligiendo? Era una pregunta difícil. Evidentemente, no existe tal cosa como estar un poco muerta, pero el mundo de Zoë no estaba siendo blanco o negro. “Soy un poco gris”, me dijo.

Quería decir que mantenía abiertas las dos opciones: la vida y la muerte. Un portavoz del Centro de Expertos me dijo que la decisión de Zoë de pausar el proceso de eutanasia no era inusual: alrededor del 40% de los pacientes que presentan una solicitud de eutanasia por sufrimiento mental acaban retirándola. El Centro estaba dando a Zoë el espacio para explorar si realmente quería acabar con su vida, y mientras tanto ella y Paul averiguarían si sería capaz de vivir trabajando sus traumas.

Nuestra conversación de aquel día se vio interrumpida una y otra vez. ¿Por qué le estaba costando expresarse? “Toda mi vida he sido la chica que quería morir”, dijo. “Entonces, ¿quién soy sin mi deseo de morir?”.

“Con un poco de suerte, a mediados de enero ya me habré ido de aquí. Me alegro, porque estoy harta de este sitio, pero también estoy asustada”.

Sin saber cómo vivir

A finales de diciembre, Zoë llevaba seis meses en la clínica. Para el equipo médico, ya era hora de que se marchara: quien quiera darle una oportunidad a la vida no puede quedarse en un hospital psiquiátrico para siempre. La trabajadora social solicitó con urgencia una vivienda tutelada, un tipo de alojamiento para personas menores de 30 años con problemas de salud mental que no pueden vivir de forma independiente, pero que tampoco necesitan permanecer en una institución. Los residentes comen todos juntos y pueden pedir ayuda si la necesitan, con el objetivo final de, con el tiempo, trasladarse a vivir por su cuenta.

En los Países Bajos, miles de jóvenes están en lista de espera para este tipo de alojamiento; el tiempo de espera puede llegar a ser de dos años. Por eso fue una gran sorpresa que convocaran a Zoë a una consulta menos de dos semanas después. El 15 de enero de 2024, preparó la maleta rosa y se marchó de la clínica hacia un nuevo hogar en el centro de Rotterdam.

Por fin se valía por sí misma. Empezó a correr, dejó de fumar y fue al dentista por primera vez en tres años. Los fines de semana recorría museos con una amiga, visitaba a sus abuelos y se quedaba a dormir en casa de su madre. De vez en cuando tomaba un gin tonic. Si hubo algún momento de esperanza, fue ese.

Pero nada de esto le sentó bien a Melissa, su mejor amiga, a quien había conocido de adolescente, mientras recibían tratamiento juntas. “¿Cómo está Esther?”, preguntó Melissa durante un almuerzo que compartimos las tres, un domingo de febrero. Esther era el avestruz de una postal que Melissa le había enviado a Zoë. El pájaro había pasado a simbolizar la tendencia de Zoë a esconder la cabeza en la arena. Hacer ejercicio, vestirse bien, dejar de fumar... Melissa pensaba que todo aquello eran en realidad intentos por escapar de otra cosa, algo que no iba tan bien.

– Zoë es buena dando esas pistas sutiles –me dijo Melissa–. Si la conocieras bien, pensarías que seguro está intentando decirte algo.

Zoë resopló, pero sabía que su amiga tenía razón.

Durante un tiempo, tras detener el segundo proceso de eutanasia, todo marchó bien. Pero el peso de las expectativas no tardó en llegar. “Me preocupa no poder cumplir las expectativas de los demás. No quiero decepcionar a nadie, dado que tengo un largo historial al respecto”, dijo Zoë. Susurró: “He llegado a un punto en el que quiero vivir, más que cualquier otra cosa, excepto que no sé cómo”.

Así que imitó lo que ella creía que era la vida, tal y como se la imaginaba. Ejercicio, reuniones familiares, visitas a museos. Pero, mientras tanto, se sentía fatal. Y, en lugar de pedir ayuda, hacía lo que siempre hacía cuando aumentaba la ansiedad: autolesionarse y autodestruirse. Vagaba por las calles durante horas. En una ocasión, cuando su madre la llamó para preguntarle dónde estaba, Zoë se sorprendió al encontrarse junto a la vía del tren. Más tarde diría que no era porque quisiera suicidarse, sino porque había perdido la noción de dónde estaba y de lo que hacía.

El 28 de febrero llegó al límite. A las nueve de la mañana, un mes y medio después de abandonar la clínica, sus abuelos la llevaron de nuevo allí.

“Sucede porque soy una experta en fingir. La gente espera mucho de mí, así que empiezo a fingir. Pero llega un momento en que ya no puedo seguir haciéndolo…”.

¿Acaso se había equivocado? ¿Y si, después de todo, la vida no era lo suyo? Aquí estaba otra vez, de vuelta en esta clínica olvidada por Dios. Otra habitación, la misma historia. Las fotos, las hojas de papel con los lemas y la ristra de lucecitas... Tras volver a poner cada cosa en su lugar, Zoë se pasó el día entero mirando sus pertenencias desde la cama. Quería esconderse de todo y de todos, pero eso no es tarea fácil en una clínica psiquiátrica. “O-o-o-odio este lugar”, sollozaba desconsoladamente cuando se encontró con Iris, la terapeuta corporal, en el pasillo. La mujer la rodeó con sus brazos y la meció suavemente.

Zoë sabía por experiencia que esta fase de “quiero salir de aquí cuanto antes” duraría unos tres días. Después, se sentiría cómoda y la clínica empezaría a parecerle una especie de comunidad. En cierto modo, eso era aún más aterrador. Ese sentimiento de comunidad era algo que no tenía en el mundo “real”, donde se esperaba que pudiera cuidarse sola.

¿Por qué no era capaz de hacerlo? Le preguntó a la psicóloga por qué le costaba tanto dejar la clínica.

–Creo que anhelas ser una niña–, fue la respuesta.

–Nunca tuve la oportunidad de serlo–, susurró Zoë.

–Y la clínica es lo más cerca que puedes estar de la seguridad y la protección que tanto anhelas.

“No sé muy bien qué he estado haciendo estos últimos días, porque he tomado demasiada medicación. Necesitaba un poco de tranquilidad. Pero sí recuerdo haberme caído de bruces”.

“¿Y si no funciona?”

Toda una experta, Zoë dobló su ropa. Primero, los pantalones y los vestidos. Las prendas más pequeñas irían después, en los huecos. Zoë estaba preparando su maleta rosa para una nueva mudanza. Era abril de 2024 y estaba por dirigirse a Amstelveen, donde había una clínica para tratamientos intensivos centrados en traumas. Zoë llevaba diez meses en lista de espera. Yo le había ofrecido llevarla a casa de su madre, donde pasaría la noche antes de viajar a la clínica al día siguiente.

Metió la maleta en el maletero de mi coche. Una cuidadora que había salido a despedirse comentó: “Yo tengo la misma maleta para cuando me voy una semana de vacaciones. Pero la suya contiene toda su vida”.

La cuidadora abrazó a Zoë: “Adiós, Mussie [gorrioncito]”.

–Ahí va, mi pajarito– dijo: –Una nueva etapa.

Una nueva etapa. Me preguntaba si Zoë también lo veía así. Conduje por entre los edificios de la clínica. Todo era gris y lúgubre: cortinas raídas delante de las ventanas, colillas de cigarrillos en la acera. “Esta puede ser la primera fase de mi recuperación”, dijo Zoë. “Antes todo se centraba en la muerte. Ahora lo hago por mí. Después, ya veré qué pasa”.

Paramos en su casa de Rotterdam para recoger algunas cosas. Subimos dos tramos de escaleras. El pasillo apestaba a toallas mojadas y humo de cigarrillo, pero la habitación de Zoë era fresca y acogedora. Las paredes estaban cubiertas de fotos y más papeles con frases. Cuando estábamos a punto de irnos, se apresuró a arrancar uno de la pared: “Decidí que podía hacerlo todo”. Zoë sonreía.

De vuelta al coche, le pregunté: “¿Y si realmente pudieras hacerlo todo?”.

“Me iría a África”, contestó. “A trabajar en un proyecto con niños”.

Me contó que le gustaría estudiar trabajo social, pero que como no había terminado la escuela, tendría que hacer un examen de ingreso. Ya había buscado las fechas. “Estoy decidida a hacerlo, por más mal que me pueda sentir”.

Pero para poder encaminarse hacia el curso de trabajo social, sus síntomas tendrían que mejorar. Quería librarse de los flashbacks constantes y poder ducharse, comer y dormir para lograr levantarse de la cama cuando sonara el despertador y cumplir con sus compromisos. Ese será el objetivo del tratamiento intensivo centrado en el trauma. Dijo que tenía miedo: “¿Y si no funciona?”.

“Tengo cuatro horas de terapia al día. Es duro, pero no me gustaría que planearan menos por lástima, porque no necesito lástima”.

Sacar todo a la luz

Un mes después, Zoë estaba de regreso en Rotterdam. “Estoy bien, la verdad”, me dijo cuando quedamos para tomar un helado. Y eso le resultaba extraño, porque era algo que hacía mucho tiempo que no experimentaba.

Intenté averiguar por qué se sentía mejor. Dijo que el grupo era agradable, que le gustaba la estructura y que había dejado de tomar benzodiacepinas, los ansiolíticos que venía tomando de a montones desde hacía mucho tiempo. Pero, sobre todo, se lo debía a los avances terapéuticos: “Saqué todo a la luz. Incluidas las cosas de las que nunca había hablado”.

La muerte no había desaparecido de su vida. Seguía pensando en ella casi a diario. “Mientras que otras personas piensan que ya es hora de pasear al perro, yo me pregunto: ¿quiero morir hoy?”. Pero la muerte ya no estaba en primer plano, sino sentada junto a la vida.

“No me arrepiento del proceso de eutanasia”, afirmó. “Después de haber estado tan cerca de la muerte, veo la vida como algo valioso. No siempre estaré bien, pero ahora sé que hay luz al final del túnel”. La trayectoria de Zoë refleja las investigaciones de Rosalie Pronk, que estudia las decisiones de eutanasia tomadas por motivos psiquiátricos. “Cuando la eutanasia se considera una opción real y los pacientes se sienten vistos y escuchados, el deseo de morir puede atenuarse y a veces incluso desaparecer por completo”, me explicó Pronk.

Le pregunté a Zoë qué le daba esperanza, y rió. “Esto parecerá una locura, pero realmente disfruto de pagar el alquiler. Le da sentido a mi vida, simplemente porque es algo normal”.

–¿Y si no te hubieran autorizado a morir? ¿Seguirías aquí?- pregunté

–No-, contestó –Fue lo único que me sacó de la cama. Tenía preparado un plan por si no me daban permiso.

Una semana después de nuestra cita, se presentó al examen de ingreso a la universidad. No tuvo éxito.

– ¿Qué esperabas?–, me escribió. –¡Me he perdido cinco años de colegio!-.

Me contó que se había puesto nerviosa y que su mente se había quedado completamente en blanco. Puede que los cinco lorazepam de la noche anterior tampoco hayan sido una buena idea. Esa misma tarde, Zoë se apuntó a clases de educación para adultos, que empezarían en otoño. Primero terminaría la secundaria. No se puede construir una nueva vida de la noche a la mañana.

“El 19 de junio se acerca y lo estoy temiendo. Paul lo ha dicho muy bien: celébralo como si fuera tu segundo cumpleaños, o incluso el primero. No pediste nacer, pero es el día en que eliges la vida”.

El día del aniversario de su primer intento de eutanasia, Zoë cumplió con todo lo dispuesto en su programa. Salió a correr, tomó el tren para ver a Paul –comieron juntos una tarta de fresas, con una vela encima– y después viajó a Leiden, de regreso al lugar donde un año antes había optado por la vida. Por el camino, se compró flores. En su bolso llevaba un tarrito lleno de notas. Había ideado un ritual que consistía en pedir a amigos y familiares que respondieran a dos preguntas: “¿Cómo la ves?” y “¿Qué deseas para Zoë?”.

Pasó por la tienda de patatas fritas orgánicas y el restaurante, y se detuvo a tomar un gin tonic en la terraza de la cafetería. En la entrada del callejón que llevaba al jardín del centro, dudó. El coche fúnebre había aparcado allí el año pasado. Ahora estaba aquí con flores y una bolsa llena de mensajes para una nueva vida.

Una a una, puso las flores sobre la hierba del jardín del centro, bañada por el sol. Por cada flor, leyó un mensaje. “La vulnerabilidad no es una debilidad”, decía una de las notas. Otra: “Las personas más bellas viven vidas complicadas”.

Justo encima de su cabeza, una ventana del edificio estaba abierta. La miré inquisitivamente y ella asintió. Allí había ocurrido, en aquella habitación.

Unas semanas después, Zoë se fue de vacaciones con su familia. En septiembre empezó a asistir a clases de educación de adultos para obtener su diploma escolar. Sigue visitando a Paul para recibir terapia centrada en el trauma. En su vivienda tutelada, cocina para sus 15 compañeros dos veces por semana. Sigue teniendo síntomas ligados al trauma y le cuesta concentrarse. Pero es optimista. “Sobreviví a la muerte, así que también sobreviviré a la vida”.

*El nombre de Zoë ha sido modificado.

Traducción de Julián Cnochaert.