A las afueras de Durban Deep, un pueblo fantasma en Johannesburgo con un laberinto de túneles subterráneos que las grandes compañías mineras abandonaron hace mucho tiempo, Elizabeth trabaja sin parar.
A sus 40 años, muele sobre una gran losa de hormigón montones de piedras que convierte en barro blanco con motas de oro. Ella es una de las muchas “zama zamas”, mineras artesanales que suelen trabajar de forma ilegal, que buscan entre las minas de oro y diamantes abandonadas a lo largo de Sudáfrica.
Este trabajo llega a ser mortal. En enero más de 24 personas murieron al inundarse una mina de oro abandonada en la vecina Zimbabue. A pesar de todo, Elizabeth, como cada vez más mujeres, se ha visto obligada a entrar en este peligroso mundo, ganando menos de 10 libras al día (unos 11,6 euros) por moler hasta 20 kilos de roca de los pozos de las minas en desuso de Johannesburgo. El riesgo de sufrir abusos sexuales es muy alto.
“Es un trabajo muy duro. No es un buen trabajo”, reconoce Elizabeth enseñando los callos de las palmas de sus manos. “Sin embargo, la situación es todavía peor en Zimbabue, así que no tenemos opción. Cada vez son más las mujeres de Zimbabue que se desplazan hasta Sudáfrica para hacer este trabajo”, apunta.
En busca de trabajo, se marchó de Harare --en el noreste de Zimbabue-- en 2015 y se mudó a Sudáfrica con su marido y uno de sus cuatro hijos. Sin embargo, la tasa de desempleo en Sudáfrica asciende al 27% y escasean las oportunidades.
Según un informe de 2015 de la Comisión de Derechos Humanos de Sudáfrica, el colapso de la industria minera formal y la incapacidad del Congreso Nacional Africano para regular el sector informal han propiciado el auge del comercio ilícito de oro en el país. Y la inestabilidad política y económica de varios países vecinos no ha hecho más que agravar el problema.
El informe estima que en Sudáfrica operan 30.000 mineros ilegales, de los que alrededor del 75% son inmigrantes indocumentados principalmente procedentes de Zimbabue, Mozambique y Lesoto. Cientos de personas han muerto en explosiones de gas, derrumbe de los pozos mineros y luchas de poder entre las organizaciones criminales que se disputan el control de la industria.
Las mujeres: las más vulnerables
A las afueras de Johannesburgo, aisladas de las redes y servicios de apoyo, las mujeres son las más afectadas por la violencia y el vacío legal de la minería ilícita.
“La minería es una actividad que tradicionalmente ha estado en manos de los hombres” explica Kgothatso Nhlengethwa, geólogo de Johannesburgo que investiga el sector de la minería informal.
Nhlengethwa señala que no se ha estudiado suficiente la situación precaria de las mujeres migrantes y los riesgos y desafíos a los que se enfrentan en una industria que mueve cerca de 400 millones de libras al año (casi 465 millones de euros).
Elizabeth indica que en este ámbito son frecuentes las violaciones en grupo y otras formas de violencia sexual. “Muchas mujeres están siendo violadas”, lamenta, “he escuchado todo tipo de relatos de lo que les pasa cuando regresan a casa.”
En diciembre, un reducido grupo de mujeres protestó delante de la comisaría de la policía local, con pancartas con el lema: “Enfermas y cansadas de que nos violen”. Exigieron a la policía una mayor protección a las cerca de 800 mujeres mineras de Durban Deep. La mayoría tienen miedo y no se atreven a contarlo a las autoridades.
Alan Martin, investigador en Iniciativa Global contra la Delincuencia Organizada Transnacional, explica que las trabajadoras tienen “poco poder de negociación” frente a las organizaciones criminales para pactar sus salarios o condiciones laborales como el lugar y el tipo de tareas que realizan.
Sucede algo similar cuando la policía, en ocasiones corrupta, tratan de sobornarlas, apunta Martin. En muchas ocasiones son forzadas a intercambiar favores sexuales con hombres que ganan más que ellas para poder obtener mayores beneficios.
Además, ponen en riesgo su salud. “Están moliendo un tipo de roca hecha de sílice”, indica Nhlengethwa. Esto puede causar silicosis, una enfermedad pulmonar que se convierte en crónica y que desde la década de los sesenta se ha cobrado la vida de miles de trabajadores mineros.
Monica, una mujer de Malawi de 33 años, lleva triturando rocas en Durban Deep desde que llegó en 2016, trabajando en un pequeño claro cerca de las que en otro tiempo fueron las casas del personal de la mina y que ahora se están derrumbando.
“Cuando mueles rocas, enfermas a menudo”, reconoce a medida que el polvo fino va cubriendo su piel y su ropa. Hay días que apenas llega a ganar tres libras (3,5 euros) por una jornada en la mina. “Es poco dinero”, cuenta Mónica, “no llega para comer”.
Una clínica veterinaria que da comidas los sábados
En una nublada mañana de sábado, mujeres y niños hacen cola en el aparcamiento de la clínica veterinaria Claw, una antigua institución de Durban Deep que proporciona comida semanalmente dentro de un programa que lleva a cabo junto a la organización Food Not Bombs (Comida en lugar de bombas). “Cada semana vienen entre 80 y 100 mujeres”, explica Lara Reddy, coordinadora de la organización. “A veces incluso más. Hay mucha pobreza”, apunta.
Cora Bailey, fundadora de Claw, ha sido testigo del progresivo deterioro de Durban Deep desde el cese de la actividad minera legal en 2001. Las mafias, los asesinatos y las violaciones se han convertido en una constante en los asentamientos informales que rodean el pueblo. Una violencia tan generalizada que Bailey se atreve a afirmar que casi todos los niños de la zona han sido testigos de violaciones o violencia doméstica.
Debido a que la gran mayoría de la población vive de la minería ilegal, el temor a ser arrestadas o deportadas hace que muchas mujeres no acudan a la policía ni busquen ayuda en los hospitales cercanos, saturados. “Muchas no tienen papeles y son víctimas de una fuerte xenofobia”, afirma Bailey.
En 2016 Jessica, de 30 años, dejó la localidad zimbabuense de Lupane y se marchó a Matholesville, un precario asentamiento informal a cerca de dos kilómetros al oeste de Durban Deep. En 2018 volvió a su casa pero en febrero, empujada por la creciente crisis económica en Zimbabue, se vio obligada a regresar a Durban Deep.
“Es difícil encontrar trabajo en Sudáfrica”, reconoce Jessica camino al trabajo. Muele rocas detrás de una gran formación de zinc. “Este es el único trabajo que puedo hacer porque no piden ningún requisito; no se necesita pasaporte ni identificación. Solo necesito mi fuerza”, sentencia.
Traducido por Emma Reverter