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Unión Europea-Israel: una historia de desencuentros que culmina con la guerra de Gaza

11 de septiembre de 2024 21:58 h

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A pesar de que el sionismo que domina la agenda política israelí es de raíz centroeuropea y de que es bien visible el afán de sus gobernantes por conseguir que Israel sea reconocido como un miembro más de la familia europea, sus relaciones con la Unión Europea (UE) vienen definidas desde hace tiempo por un desencuentro permanente.

El último ejemplo de ello es el rechazo del ministro de Exteriores, Israel Katz, a recibir al alto representante de la UE para la Política Exterior, de Seguridad y Defensa, Josep Borrell, en el marco de su visita a la zona para intentar rebajar las tensiones existentes. Borrell es hoy una de las más destacadas bestias negras para Tel Aviv, tanto por sus señalamientos de las violaciones cometidas por el Gobierno de Benjamín Netanyahu en Gaza y en Cisjordania, como sus propuestas para aplicar sanciones contra los dos ministros más extremistas del gabinete israelí, Bezalel Smotrich e Itamar Ben Gvir.

En realidad, llueve sobre mojado. Poco importa que los Veintisiete sean el primer socio comercial de Israel y que, igualmente, destaquen como el principal donante de ayuda a los territorios palestinos ocupados –aliviando la carga que le corresponde asumir al propio Israel como potencia ocupante en relación con el bienestar y la seguridad de la población palestina–.

Lo que cuenta para Tel Aviv es que, uno de esos veintisiete países –Alemania– fue el responsable del holocausto judío, mientras que otros consintieron y miraron para otro lado cuando ese drama se estaba produciendo. Y a eso se suma, desde 1970, la Declaración de Venecia, por la que la entonces denominada Comunidad Económica Europea reconoció a la OLP (Organización para la Liberación de Palestina) como legítima representante del pueblo palestino y defendió de paso su derecho de autodeterminación. Unos elementos que los sucesivos responsables políticos israelíes han manipulado a su gusto con el objetivo de descalificar a la UE como intermediario honesto en la búsqueda de una solución al conflicto, por entender que habría tomado partido por uno de los actores implicados (algo que nunca se le ha aplicado a Estados Unidos, a pesar de su estructural sesgo proisraelí).

Lo que cuenta para Tel Aviv es que, uno de esos veintisiete países –Alemania– fue el responsable del holocausto judío, mientras que otros consintieron y miraron para otro lado cuando ese drama se estaba produciendo

Una posición que en el fondo tan sólo busca dejar fuera de juego a la UE en cualquier hipotético marco internacional de negociación, mientras se afana por mantener a Washington como principal intermediario, considerando que de ese modo Israel siempre estará en una posición de ventaja con respecto a unos palestinos que, por definición, son la parte más débil de la ecuación –tanto por su propia inferioridad de fuerzas como por el escaso apoyo efectivo que les prestan el conjunto de los Gobiernos árabes–.

Y, por si no fuera suficiente el bien visible desprecio con el que los sucesivos gobernantes israelíes tratan a la UE, hay que añadir el efecto negativo derivado de las desavenencias internas de los Veintisiete en relación con un tema en el que hasta hoy ha sido imposible lograr una posición común que vaya más allá de las declaraciones de lamento por lo que ocurre en Palestina.

Los complejos históricos de unos y los intereses comerciales de otros (incluyendo los relativos al lucrativo sector industrial de la defensa), no sólo considerados en términos bilaterales, sino también por el temor a que el lobby israelí pueda influir en las relaciones con otros países del que se muestre crítico con Israel, explican la enorme dificultad para que el propio Borrell pueda emplear las considerables palancas que atesora la Unión Europea para evitar que Israel siga incumpliendo sistemáticamente sus obligaciones como ocupante y viole el derecho internacional de manera tan trágica.

La enorme dificultad para que Borrell pueda emplear las considerables palancas que atesora la Unión Europea para evitar que Israel siga incumpliendo sistemáticamente sus obligaciones como ocupante y viole el derecho internacional de manera tan trágica

Una buena muestra de ello es el frustrado intento del alto representante por convocar el pasado mes de junio el Consejo de Asociación UE-Israel, creado en el marco de un acuerdo que está en vigor desde junio de 2000 y cuyo artículo 2 establece que las relaciones están fundamentadas en el respeto de los principios democráticos y de los derechos humanos –de tal modo que, si una de las partes viola tales derechos, la otra parte está legitimada para suspenderlo–. En ningún momento el ministro israelí de Exteriores se ha sentido comprometido por esa convocatoria formal, calculando que alguno de los Veintisiete ya se encargará de ir retrasando la cita sine die.

No extraña, en consecuencia, que Israel aproveche esas fracturas internas para seguir adelante con su estrategia de hechos consumados sobre el terreno, hasta hacer inviable la existencia de un Estado palestino soberano. Extraña más, sin embargo, que los Veintisiete caigan recurrentemente en el mismo error, que sólo sirve para empequeñecer aún más su estatura política no ante los israelíes, sino también ante otros observadores interesados que toman buena nota de la debilidad de la UE como actor internacional.