Uruguay descubre los límites de su estrategia liberal frente al virus
Durante largos meses del año pasado, Uruguay –su Gobierno, su presidente- dio lecciones al mundo de buen manejo de la crisis de la COVID-19. Mientras el planeta rebosaba de casos y los vecinos del barrio –sobre todo los dos gigantes– estallaban por todas sus costuras, el pequeño país latinoamericano exhibía cifras suficientemente buenas como para que fuera portada de medios extranjeros por su excepcionalidad. En junio, cuando el 'cero casos' de COVID se repitió dos días consecutivos, el Gobierno estuvo a punto de declarar al virus derrotado y la gente estuvo a punto de salir a las calles a festejar un nuevo 'maracanazo', una nueva victoria imposible del enano modélico.
Pero Uruguay está actualmente, en números relativos, mucho peor que Argentina, mucho peor que Chile, que Ecuador, que Perú, que Paraguay, y hasta peor que el Brasil de Jair Bolsonaro, que vive sus momentos más duros de la crisis. Con 837 casos al día por cada millón de habitantes, según datos del portal Our World in Data de la semana pasada, Uruguay superó a Brasil en tasa diaria de contagios y se ubica entre los países en los que el virus crece más a escala mundial. Tomando como referencia la tasa de incidencia a 14 días, la empleada habitualmente en España –que roza ahora los 200 casos en nuestro país–, la de Uruguay es de 1.359 casos por cada 100.000 habitantes en dos semanas, según datos de la Universidad Johns Hopkins.
El 7 de abril, el Sistema Nacional de Emergencias dio cuenta de casi 4.000 casos nuevos y al día siguiente de unos 3.700, una gran número para un país de poco más de 3,5 millones de habitantes. Ya había sido un shock cuando un par de semanas antes se había pasado la frontera de los 2.000. Al 31 de octubre de 2020, el promedio de contagios cada 24 horas apenas superaba la treintena. Cinco meses después, se centuplicó.
Las muertes, que continúan siendo proporcionalmente más bajas que en el resto de la región, siguen el mismo derrotero alcista: en los siete primeros días de abril murieron con COVID más uruguayos que en todo 2020. De los cerca de 1.300 fallecimientos que el país registra desde el 13 de marzo del año pasado, inicio oficial de la pandemia, unos 300 se produjeron en la primera semana de este mes, más de 40 por día; el total de fallecidos entre marzo y diciembre de 2020 había sido de 180, una media apenas superior a uno por día.
Hoy las unidades de cuidados intensivos están al borde de la saturación. La Sociedad Uruguaya de Medicina Intensiva advirtió la semana pasada que, de seguir a este ritmo, es cuestión de días que los médicos tengan que elegir a quién intentar salvar y a quién no y que los fármacos para tratar a esos enfermos críticos se acaben.
“Volviendo de 30 horas de laburo. Ya se ve la exigencia del sistema al límite. (…) Estamos haciendo magia para no limitar los pacientes en la emergencia”, escribió en Twitter el médico internista Federico Rivero.
Y aunque aún se está lejos de escenas dantescas como las de Manaos (Brasil), si la cosa no se frena se va hacia allí, dicen dirigentes del Sindicato Médico. Algo impensable apenas unos meses atrás, cuando el autobombo era la regla y parecía que la pandemia regatearía elegantemente a Uruguay.
En el lado positivo de la balanza está el porcentaje alto de vacunación: algo menos del 25% de la población ha recibido una primera dosis de alguno de los dos inmunizantes utilizados (Sinovac y Pfizer), la proporción más alta en América del Sur después de Chile. Pero a este ritmo de crecimiento de los contagios, con la expansión de la virulenta variante brasileña P1 por todo el país y a falta de medidas fuertes de restricción de la movilidad –por opción expresa del Gobierno– “es muy difícil que la vacuna le gane la carrera a la COVID-19”, dijo el jueves pasado el director del Instituto Pasteur de Montevideo, Carlos Battyány.
Apuesta por la “libertad responsable”
Tanto el Sindicato Médico como las sociedades de especialistas de diversas disciplinas y el Grupo Asesor Científico Honorario (GACH), una instancia de científicos de alto nivel creada por el propio Ejecutivo al comienzo de la pandemia, han pedido al presidente Luis Lacalle Pou que restrinja la movilidad en mucho mayor grado que lo que se ha venido haciendo hasta ahora y que compense económicamente y de manera adecuada a las poblaciones afectadas. Pero Lacalle Pou se niega a lo uno y a lo otro. Su apuesta fue, es y seguirá siendo, dijo, a la “libertad responsable” de los uruguayos.
“Sugiero cambiar la idea de libertad responsable por ser responsables de la libertad”, ha planteado Gonzalo Moratorio, director del Laboratorio de Evolución Experimental de Virus del Instituto Pasteur de Montevideo y único científico latinoamericano destacado entre los mejores del mundo por la revista Nature en 2020.
En un tuit del 6 de abril, Moratorio instó al gobierno a actuar. “Solo ayudando al proceso de vacunación con mayor restricción de movilidad podemos volver a conseguir la libertad que añoramos”, escribió.
Lacalle Pou, de derecha, suele decir que no se gestiona con criterios ideológicos, que quienes tienen “cegueras” de ese tipo están en la acera de enfrente y que él ha aprendido que aquello de derechas e izquierdas es cosa del pasado y que el suyo es un gobierno pragmático.
A falta de liderazgos regionales más sólidos, el presidente uruguayo se ha ido convirtiendo en referente de las derechas liberales de esta parte del continente. En gran parte debido al brillo que sacó en su momento a los números pandémicos, cuando en época de vacas gordas convocaba ruedas de prensa diarias en las que coqueteaba con los periodistas, cacareaba sobre la excepcionalidad uruguaya, se mostraba surfeando en alguna playa y le gustaba de exhibir su sintonía de entonces con los científicos del GACH.
En el momento inicial de la crisis, el Gobierno decidió algunas restricciones (suspensión de las clases presenciales, de espectáculos públicos de todo tipo, cierre de centros comerciales, limitación del transporte, pasaje al teletrabajo en el Estado), pero los uruguayos fueron más allá de esas medidas y todos los que pudieron se autoconfinaron. Durante mes y medio no había un alma en las calles.
Ese autoencierro, explican los científicos –con el GACH a la cabeza– fue el que permitió que Uruguay contuviera el avance del virus. Hoy el Gobierno se niega a ir por ese camino y felicita al GACH por su “abnegada tarea” pero no lo escucha: la economía no da, dice. Los movimientos sociales y la oposición política defienden que sí se puede, y argumentan que el país tiene reservas monetarias sobreabundantes en el extranjero y acceso relativamente barato a créditos contingentes. (El tono más duro proviene, como muy a menudo, del movimiento social. El Frente Amplio, que gobernó entre 2005 y 2020, juega a la oposición responsable y modera sus respuestas. A veces se hace inaudible).
El éxito no podía durar apostando todo a la responsabilidad individual. Las medidas de acompañamiento en favor de los sectores más afectados por el cierre de actividades fueron tan débiles que hacia mediados del año pasado la CEPAL ubicó a Uruguay como el país latinoamericano que menor inversión social había realizado para combatir los efectos de la pandemia, menos del 4% de su PIB.
Ortodoxamente preocupado por la reducción del déficit fiscal, el Gobierno mantuvo durante la crisis los mismos postulados liberales que inspiraron a los partidos de extrema derecha, derecha y centro que integran la coalición ganadora de las elecciones de 2019. Las escasísimas ayudas que recibieron algunas categorías de trabajadores durante estos meses fueron compensadas por recortes del 15% en el gasto público, fundamentalmente en el área social.
De no haber sido por las protestas de los científicos, que esta vez encontraron eco masivo, la inversión en ciencia y tecnología también habría sido talada en momentos en que médicos, virólogos, intensivistas y enfermeros están en la primera línea de combate y los laboratorios de la vapuleada universidad estatal han sido capaces de crear e instrumentar test de rastreo del virus o concebir y fabricar respiradores.
Hambre y pobreza
Por otro lado, el Ejecutivo aumentó los impuestos y las tarifas públicas, y no hizo nada para detener los desalojos, que han ido creciendo conforme la crisis fue aumentando. La central sindical única PIT-CNT y organizaciones sociales y políticas plantearon un ingreso mínimo de emergencia para los más vulnerables que hubiera significado apenas unos 500 millones de dólares de gasto.
“No podemos pagarlo”, respondió el gobierno. Y barrió en paralelo de un plumazo cualquier imposición al capital privado. Son los empresarios los que “”nos sacarán de la crisis cuando termine la pandemia“, afirmó Lacalle Pou el año pasado y repitió hace un par de semanas. El presidente del PIT-CNT Fernando Pereira dice que ni el Fondo Monetario Internacional, que ha propuesto medidas contracíclicas y financiar cierres de actividades no esenciales con un aumento sustantivo del gasto social, tiene una postura tan ortodoxa. Y eso, a su juicio, es una señal de que algo anda muy mal.
El Gobierno espera. Espera, por ejemplo, a que avance la vacunación. Pero el hambre y la miseria también avanzan. En un año, el número de pobres aumentó en más de 100.000. Y están a merced de la gente. Si los nuevos y viejos pobres pueden comer es más gracias a las 700 “ollas populares” que pululan por todo el país, surtidas por los propios vecinos y organizaciones sociales, que a las ayudas del Estado.
En los barrios del oeste de Montevideo, una Coordinadora Popular y Solidaria (CPS) engloba a unas 14 redes de ollas y merenderos. “Estamos viendo escenas muy similares a las que tanto impactaron en la crisis del 2001-2002”, dice a elDiarioAR Brenda Bogliaccini, integrante de la coordinadora. “Hay hambre como entonces, y un Estado ausente como entonces. Junto con la emergencia sanitaria está instalada una emergencia social menos visible pero muy presente”.
En el Cerro, un tradicional barrio obrero de Montevideo que se fue empobreciendo a medida que Uruguay se fue vaciando de industrias, funciona, entre otras, la olla de El Tobogán. Lita, una de sus animadoras, apunta: “30 kilos de arroz y la olla de 90 litros de estofado de lentejas y no nos dio. No nos dio. Cada día vienen más vecinos”.
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