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Volver corriendo a Ucrania cuando los demás huyen

Olexandr Telizhenko, 31 años, alpinista ucraniano. Cuando comenzó la invasión él estaba en Uganda. Ahora regresa para luchar a pesar de no haber empuñado nunca un arma.

Víctor Honorato / Olmo Calvo

Przemysl (Polonia) —
2 de marzo de 2022 19:52 h

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Oleksander Telizhenko, alpinista, se pasó el último mes y medio escalando montañas en el este África. Primero el Kilimanjaro, luego el monte Kenia. Después se fue a Uganda, a ver los gorilas, “porque es más barato que en el Congo”. Cuando llegó al hotel, este rubicundo hombre de 31 años, barba rubia y aspecto juvenil se encontró con un mensaje de su madre: Rusia había invadido Ucrania.

“Me pasé un día llorando”, cuenta. Después, Telizhenko que nunca ha tocado un arma, que no se interesa por la política y que no tiene ninguna gana de ir a la guerra, decidió que debía ir a la guerra. Recogió sus cosas y voló a Polonia, desde donde este miércoles por la mañana cruza la frontera a pie en el paso fronterizo de Medyka, en el sureste. Mientras cientos de miles huyen de Ucrania, hay otros, no solo combatientes, más o menos ardorosos, que vuelven.

A la llamada a defender la patria del presidente ucraniano, Vladimir Zelensky, Telizhenko ha respondido aun intuyendo que lo que le espera no es necesariamente la gloria. Él es originario de la provincia de Sumy, al oeste del país, tanto que su casa está a 40 kilómetros de la frontera rusa. En su tierra le espera una milicia de “viejos con kalashnikov”, sin apenas munición, chalecos antibalas ni cascos.

Los hay, no obstante, que ven cerca la victoria, como Artem Yarosevich, también de 31 años. De aspecto fornido, Atem posa haciendo fuerza con los bíceps, insiste en sacarse fotos con los periodistas y exclama que “Putin está loco pero los ucranianos son fuertes”. Luego muestra el tatuaje que lleva en el pecho, de significado nada metafórico: una calavera con la boina de los paracaidistas soviéticos junto a un punto de mira.

Quizá haya un componente espirituoso en su entusiasmo, que no comparten sus acompañantes, Vlodimir Logoyev, de 45 años, y Stepan Danylko, de 38. “Tengo miedo, pero…”, dice Stepan, que apura un cigarro y mira de reojo a su gesticulante compañero.

“La política es una mierda, pero respeto a mi presidente”, indica Vladimir Yakovlec, que ha venido con su amigo Karas Maksym en furgoneta desde Gdansk, al norte de Polonia. “Zelensky es fuerte, está con el pueblo. No tengo miedo; se trata de mi hogar”, relata. Tiene 27 años, Artem 26. Su grupo, con mayoría de hombre mayores, en el que Vladimir desentona con su cara redondeada, apacible, se puso en contacto a través de Facebook para llegar hasta la frontera.

Esta sensación de que volver a luchar es una obligación ineludible, de que preguntar si no sería mejor quedarse en otro país a capear la tormenta es casi una falta de respeto, la comparten muchas personas en esta mañana nubosa, en la que a ratos nieva, y en la que casi parecen ser más los que vuelven que los que escapan, cuando ya hay en Polonia 450.000 de los 874.000 refugiados reconocidos por ACNUR.

Quienes vuelven a por sus familias

Pero entre los que regresan a Ucrania no solo hay milicianos. También familias cuyas circunstancias personales les obligan. Como Irena, de 54 años, y su hijo Piotr, de 25, que es autista. Oksana, de 45 años, explica que tiene que ir a por sus niños, de 10 y 12 años, y se echa a llorar. Aguantan mejor el tipo Irina y Albina, ambas de 36, que salieron de Wroclaw para ir a buscar a sus respectivos vástagos a Krivoy Rog, en el centro del país.

A Yana Nedoluzheko la invasión la sorprendió nada menos que en Sagunto, donde asistía a un retiro de yoga. “La situación es muy difícil”, señala, pero ella también ha dejado atrás a dos pequeños y no contempla no volver con ellos. Quizás después intenten salir los tres, quizás opten por quedarse. Duda.

Las cuentas pendientes del refugiado kurdo

Portando un lazo con los colores de la bandera ucraniana en la solapa de su ropa militar, gafas de estudiante, y una cara aniñada que trata de ocultar tras una barba escasa -insiste en no revelar su edad, pero si es veinteañero lo es por poco- Arya Weysi explica que es kurdo, de Mahabad (en el oeste de Irán), pero que siente “lo mismo” que los ucranianos.

Piensa que, si los rusos vencen en Ucrania, después tomarán otros países, en efecto dominó, y guarda especial rencor por los chechenos. Un jefe del Estado Islámico que pasó por su tierra, dice, era checheno, precisamente, y Arya no olvida, aunque lleve cinco años como refugiado en Austria. “Vendieron a nuestras mujeres como esclavas. Tienen que pagar”, dice. Ni su novia ni su familia saben que está aquí, y cabe preguntarse si sería procedente desearle buena suerte. “La necesito”, reconoce, antes de seguir la marcha.

Los que vuelven y los que van se cruzan en Przemysl

Si en el paso de Medyka hacia Ucrania la llegada de personas es escalonada, aunque constante, en la estación de Przemysl se forma una cola para esperar al tren a Leópolis, primera parada tras la frontera, y ciudad que opera estos días como primer centro de reclutamiento de milicianos. Poco antes de las 11:00 horas ha llegado desde allí el tren con los refugiados, que son procesados de manera pausada.

Dos horas después aún no han salido todos, y la cola de los quieren abordar sobrepasa el centenar con holgura. De nuevo, los hay guerreros, como un hombre que lleva en una funda lo que tiene toda la pinta de ser un fusil, aunque rechaza dar detalles. Serhii, que lleva un gorra que pone “fuck”, fanfarronea: “Vivo en Praga, cuando matemos a Putin, volvemos”.

Mentalidad distinta trae Solomiya, de 24 años, que ha insistido en volver, para enfado de su familia. “Donaré sangre, prestaré el piso para que la gente pueda dormir”, planea. Calcula que la guerra “no será larga” porque “los rusos no tienen dinero suficiente” para una campaña prolongada.

Oleksander Sajarov, que tiene una hija viviendo en Santander (“es pintora”, dice), estaba de negocios en Chicago cuando le llegó la noticia de la invasión rusa. No ha podido volver hasta este miércoles y aunque ya no está en edad de guerrear, a sus 64 años, aspira a conducir tropas, quizás, porque tiene experiencia con los transportes. El hombre se ofrece para traducir las palabras de dos mujeres, amigas, que ya no tienen mucho que demostrar en la vida.

Alla Korotkova tiene 83 años; Larysa Bogoljubova, que tiene paciencia para deletrear su apellido hasta tres veces, 82. La guerra las sorprendió de vacaciones en las Seychelles. Recordarlo les hace sonreír, pero se ponen serias ante la pregunta de si no se plantearon esperar antes de volver. “No, no”, repiten. Tienen hijos y nietos en Kiev. Zanjan: “Es nuestro hogar”.

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