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La tragedia de Kokichi Tsuburaya, el medallista olímpico demasiado cansado para seguir corriendo

Después de correr 42 kilómetros, Kokichi Tsuburaya entró en el Estadio Olímpico de Tokio ante la algarabía del público local. Minutos antes había hecho su aparición Abebe Bikila, que ya se encontraba celebrando el oro con su habitual sobriedad. Tsuburaya sentía en el cogote el aliento del británico Basil Hatley, que irrumpió en el estadio justo detrás e inició una agónica persecución por la cuerda de la pista. Incapaz de resistir el empuje final de Hatley, el atleta japonés se vio superado en la curva previa a la línea de meta. Mientras la muchedumbre celebraba el bronce como si de un oro se tratara, Kokichi Tsuburaya se lamentaba y maldecía su suerte.

Tres años y medio más tarde, Tsuburaya apareció sobre un charco de sangre, con la carótida seccionada por una cuchilla de afeitar. Lo encontraron sus compañeros de equipo en el cuarto de baño. En la mano tenía agarrada su medalla de bronce y en la mesilla hallaron una nota con su mensaje final: “Estoy demasiado cansado para seguir corriendo”.

Tokio 1964: Japón se reconcilia con el mundo

Tokio tendría que haber sido la sede de los Juegos Olímpicos de 1940, pero la invasión japonesa de China cambió la decisión del COI, que movió el evento a Helsinki. La Segunda Guerra Mundial desbarató finalmente los planes del COI y de la humanidad, y aquellos Juegos quedaron en el limbo. Terminada la guerra y superada la posguerra, Japón volvió a intentarlo y Tokio fue designada sede de la edición de 1964.

El evento suponía una reivindicación para una nación que intentaba abrirse al mundo después de los duros años posteriores a la guerra, durante los cuales había tenido que sobrellevar la ocupación aliada. Tokio 64 era un paso más para su integración a la comunidad internacional, una oportunidad para la reconciliación con el resto de la humanidad de un país orgulloso pero avergonzado. Japón tenía claro que los Juegos tenían que ser un éxito organizativo, pero también deportivo. Para ello se estableció un avanzado plan de entrenamiento para todos aquellos atletas con opciones de brillar en la cita.

Uno de ellos era el atleta Kokichi Tsuburaya, que llegaba a los Juegos con 24 años. Aunque no era el maratoniano más célebre de su país, lugar reservado para Toru Teresawa, que había ostentado el récord del mundo durante cuatro meses en 1963, Tsuburaya llegaba a los Juegos en un momento de forma idóneo y entraba dentro del ramillete de aspirantes que podía dar la sorpresa.

La última curva

Como mandan los cánones del olimpismo, el maratón era la prueba que cerraba el calendario olímpico de Tokio. Japón había conseguido hasta ese momento el apreciable botín de 28 medallas, pero ningún nipón había subido al podio en el deporte rey de los Juegos, el atletismo. El gran favorito para la prueba era el etíope Abebe Bikila, que había triunfado cuatro años antes en Roma, sorprendiendo al mundo al correr la prueba descalzo. Sin embargo, Bikila había sido operado de apendicitis 40 días antes de la competición, por lo que su estado de forma era una incógnita y el abanico de favoritos quedaba abierto.

La duda quedó despejada cuando Bikila, esta vez con zapatillas, se lanzó en solitario y llegó al estadio olímpico muy destacado del resto de participantes, destrozando el récord del mundo. Cuatro minutos después de la llegada del etíope, hizo su aparición Kokichi Tsuburaya, ante el delirio del público que llenaba el estadio. Pisando sus talones, entró Basil Hatley. Metro a metro, el europeo intentaba acercarse a Tsuburaya, en medio del ardor de las 75.000 almas que empujaban al japonés en su esfuerzo. Eran dos cuerpos corriendo al límite de sus fuerzas. Justo antes de entrar en la última curva, Hatley hizo un último esfuerzo, apretó la carrera y superó a Tsuburaya, que enfiló la recta de meta desfallecido.

Al cruzar la línea, Kokichi cayó de rodillas e hincó la cabeza en el suelo. El público, contento por haber presenciado un gran espectáculo, festejaba la medalla de bronce de su compatriota, primera del atletismo nipón desde 1936, pero Tsuburaya estaba hundido, y no solo físicamente. A pesar de su excelente rendimiento, haber sido superado en la última curva, con la meta tan cerca, delante de una multitud que lo aclamaba, suponía para él una humillación. “He avergonzado a mi país públicamente y sólo obtendré su perdón si gano el maratón de México 68”, afirmó el atleta.

La soledad del corredor de fondo

Desde ese momento, los siguientes Juegos Olímpicos pasaron a ser el único objetivo de Tsuburaya y vengar esa última curva se convirtió en la razón de su vida. Kokichi Tsuburaya se obsesionó con reparar la humillación sufrida en esa última vuelta al Estadio Olímpico de Tokio. Una humillación que solamente existía en su cabeza. Su desmesurado sentido del honor le atormentaba. De cara a los Juegos de México, los técnicos del equipo japonés le programaron un concienzudo plan de entrenamiento, que incluía largas concentraciones alejado de su familia. Tuvo que anular su boda, programada para 1966, y pasaba temporadas extensas sin ver a su pareja.

El programa era agotador, pero el objetivo merecía la pena. Todo empezó a torcerse a mediados de 1967. La lumbalgia crónica que padecía se acrecentó y tuvo que pasar un par de meses en el hospital. Cuando salió, regresó a los entrenamientos, pero las piernas no respondían como antes. Pequeñas lesiones lo mortificaban. A falta de pocos meses para alcanzar la meta a la que había consagrado los últimos cuatro años de su vida, su cuerpo le enviaba mensajes alarmantes. Kokichi se encontraba bloqueado física y mentalmente.

La mañana del 9 de enero de 1968, Kokichi Tsuburaya no acudió a desayunar junto a sus compañeros de concentración. Extrañados, acudieron a su habitación para comprobar qué sucedía. En el cuarto de baño encontraron a Kokichi yacente sobre un charco de sangre. Se había cortado la garganta con una cuchilla de afeitar. Su mano aferraba la medalla lograda en Tokio y sobre la mesilla de su cuarto encontraron una nota con sus últimas palabras. “Siento mucho crear problemas a mis instructores. Os deseo éxito en México”. Y una confesión desoladora: “Estoy demasiado cansado para seguir corriendo”.

A solo unos meses de participar en sus segundos Juegos Olímpicos, Kokichi Tsuburaya no pudo más. Se cansó de la presión, de las expectativas y del honor. Se cansó de las concentraciones, de las lesiones, de sentirse humillado en vez de feliz, de notar sobre sus hombros el peso de un país. A los 27 años, Kokichi Tsuburaya estaba demasiado cansado para seguir corriendo. Demasiado cansado para seguir viviendo.

España - Argentina, un clásico del baloncesto moderno

La jornada del jueves se abre de madrugada con doble opción de medalla en el canal de remo y se cierra con un clásico del baloncesto de los últimos años. Jaime Canalejo y Javier García competirán en la final de dos sin timonel masculino (2:18 horas). Inmediatamente después, será el turno de la modalidad femenina, con Aina Cid y Virginia Díaz (2:30). Merece la pena el trasnoche. En la piscina olímpica, Mireia Belmonte nadará este jueves la última de sus tres pruebas, los 800 metros libre. Competirá en la cuarta serie a las 12:32. De las finales que se disputarán de madrugada, destacan los siempre interesantes 100 metros libre (4:37), con Caeleb Dressel en su propósito de ser el rey del agua en Tokio. El gran evento de la jornada del jueves prometía ser el concurso individual de gimnasia (12:50), con la participación de Simone Biles. Su ausencia abre el abanico de favoritas entre rusas, estadounidenses y japonesas. Un concurso más incierto que nunca. Doble participación del baloncesto español hoy, además a horarios más que decentes. Podremos desayunar con el partido del equipo femenino y comer con los de Scariolo. Las de Mondelo se enfrentan a Serbia (10:20), el equipo que las alejó de las medallas en el último Eurobasket, disputado hace solo mes y medio. Una revancha apetecible. Los de Scariolo se miden a Argentina (14 horas), un enemigo íntimo recurrente.