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De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera

Gracias, amigo invisible

Gracias, amigo invisible

Isaac Rosa

-¿Es una inocentada? –pregunté en voz alta. En una mano, mi regalo del amigo invisible; en la otra, el envoltorio arrugado. Miré el reloj y comprobé que pasaban ocho minutos de las doce de la noche: por tanto, ya era 28 de diciembre.

Pero no, no era una inocentada, y si tenía alguna duda, me la despejó el siguiente regalo en salir del contenedor. Era para el irlandés, y yo me temí lo peor cuando oí a la de la manita inocente gritar su nombre: “Mister Doyle”, y una risilla cruzó el salón. El irlandés cogió el regalo con precaución, en plan paquete bomba, porque aunque no hablaba mucho español, ya entendía de qué iba todo aquello, qué rumbo estaba tomando la noche, la cena, la cena de navidad, la puta cena de navidad para colaboradores. A quién se le ocurriría la genial idea de organizarla. ¿A quién? A mí, joder, a mí.

Y la idea era genial, sí. Lo fue en origen, así me lo reconocieron todos, también el irlandés cuando la expuse a principios de mes en Berlín, aprovechando la reunión mensual de country managers:

-En la filial española se nos ha ocurrido una acción motivadora, para mejorar la relación con nuestros colaboradores, y de paso potenciar la imagen corporativa: una cena navideña.

“Lost in translation”, pensé al ver cómo el resto de directores nacionales se sonreían e intercambiaban miradas de burla. “Han debido de pensar que vamos a hacer una cena benéfica o cualquier mierda así”. En seguida lo aclaré, con mi mejor inglés:

-En España es tradición que en las empresas se organicen cenas de navidad, a las que asisten todos los trabajadores, y también los directivos. Son una gran oportunidad para confraternizar, aliviar tensiones, poner objetivos en común y elevar el espíritu de equipo.

Como seguían sin entender, cambié el tono:

-Los trabajadores comen y beben, muchos se emborrachan, algunos resuelven tensiones sexuales pendientes, está permitido decir lo que se piensa de los superiores, algunos se arrepentirán durante todo el año por lo que hicieron y dijeron esa noche…

Ahora sí, hubo carcajadas y aplausos en la sala de reuniones, y añadí:

-Y también hay regalos. El amigo invisible.

Y cuatro semanas después, ahí estaba el dichoso amigo invisible con sus regalos: un carro-contenedor del que una voluntaria de mano inocente iba sacando paquetes y cantando los nombres de los afortunados.

Insisto: sobre el papel, la idea era buena. El propio Doyle, fundador de la plataforma, me había felicitado en Berlín: “Very inspiring!”. En efecto, una idea inspiradora: una cena de navidad para quienes de otra forma no habrían tenido cena de empresa: nuestros colaboradores.

Como de costumbre, la idea no fue bien recibida al principio. Pero no me preocupó, ocurre con cada uno de nuestros pasos: provocan incomprensión, desconfianza, rechazo, miedo. Somos una empresa altamente innovadora, vamos por delante de nuestros competidores, y el precio a pagar es ese. Cada una de nuestras decisiones ha sido observada con lupa, denunciada preventivamente por los sindicatos, investigada por la inspección de trabajo, criticada por tertulianos, saboteada por activistas, señalada como irregular por otras empresas del sector… Y finalmente, poco tiempo después, aceptada, normalizada, y por supuesto imitada por esas mismas empresas. Abrimos el camino por el que otros vendrán, siempre por detrás. Somos pioneros. Trailblazers.

A ninguna compañía de la economía colaborativa se le había ocurrido organizar una cena navideña para sus colaboradores. Ni a ninguna de esas empresas que, sin pertenecer propiamente a la economía colaborativa, tampoco tienen apenas trabajadores en plantilla, toda su producción externalizada en autónomos, freelances, comerciales con contrato mercantil, repartidores con vehículo propio, cooperativas de extrabajadores. A ninguna se le había ocurrido agradecer a sus colaboradores con algo así.

Como decía, la idea no fue bien recibida: que si nos estábamos burlando de nuestros colaboradores, que mejor haríamos si en vez de una invitación a cenar les enviásemos un contrato de trabajo, y en lugar de un amigo invisible, unas cotizaciones a la Seguridad Social… Otros nos censuraron por no buscar más que publicidad gratuita, noticias, viralidad en redes.

A cambio, la respuesta de los colaboradores fue magnífica, sorprendentemente positiva: tantos se apuntaron a la cena, que tuvimos que modificar los planes iniciales, trasladar el evento a un salón de celebraciones con más aforo, pues confirmaron su asistencia más de trescientos colaboradores.

El éxito fue tan grande, la atención mediática tan importante, y el impacto en redes sociales tan rotundo, que no tuve que insistir mucho para convencer al irlandés: aceptó encantado participar en “la primera cena navideña colaborativa”, como ya era conocida en la prensa. Y llegado el gran día, allí estábamos, en la mesa presidencial del salón: el irlandés en el centro, y a los lados el jefe de operaciones, el director comercial, la dircom, y yo, como country manager. Frente a nosotros, trescientos veinticuatro colaboradores, distribuidos en mesas de doce, atendidas por una treintena de camareros, y al fondo del salón, un grupo musical para amenizar la cena. Ah, y lo más importante: a veinte euros el cubierto, gracias a que la central irlandesa aceptó que pagásemos parte del importe.

El amigo invisible era la guinda del evento. No podía faltar en una cena navideña de empresa. Y para darle un toque propio, lo organizamos utilizando el mismo algoritmo que reparte tareas y recompensas entre nuestros colaboradores: la app determinó quién regalaría a quién, y qué importe tendría el obsequio, según la puntuación asignada a cada colaborador, y sus ratios internas de disponibilidad y productividad. Los mejores colaboradores obtendrían los mejores regalos. Nuestro amigo invisible reproduciría nuestro modelo empresarial hasta sus últimas consecuencias.

Al llegar al local, los invitados dejaban en el guardarropa su regalo, etiquetado con el nombre del afortunado, y todos juntos fueron introducidos en un gran carro-contenedor con nuestros colores, como los que recorren los pasillos de nuestros almacenes. Por supuesto, los cuatro directivos y el irlandés decidimos participar también en el amigo invisible, aunque preferimos que la propia empresa se encargase de nuestros obsequios, para no crear suspicacias entre los colaboradores. Regalos corporativos en nuestro caso, pero también los dejamos en el carro-contenedor, etiquetados con nuestros nombres.

La cena discurrió tranquila, nada anticipaba lo que acabó ocurriendo. Ruidosa, por supuesto, con más de trescientas personas hablando a la vez, riendo, gritando de una mesa a otra, coreando ocasionalmente canciones. Nos sorprendió gratamente el buen ambiente, la complicidad que parecía haber entre los asistentes, si teníamos en cuenta que la mayoría era la primera vez que se veía. Ese había sido uno de los incentivos de la cena, así se la presentamos a los colaboradores: “una oportunidad para conocer a otros como tú, un encuentro sin precedentes entre quienes hacéis grande nuestra marca, una ocasión única para dejar de ser nicknames en una plataforma y poder vernos las caras y presentarnos con nuestros nombres, una noche en que tus habituales competidores se convertirán en amigos”.

-Pues para ser la primera vez que están juntos, se llevan muy bien –dijo la dircom, levantando mucho la voz para hacerse oír.

-Nadie diría que pelean entre ellos a navajazos por conseguir un servicio –añadió el jefe de operaciones, y señaló a una mesa donde ocho o diez colaboradores se hacían fotos abrazados.

-Ay cómo ser latinos, sangre caliente –balbuceó el irlandés en su precario castellano. Se le veía divertido, estaba disfrutando la noche, y lo demostró paseando por entre las mesas, deteniéndose en cada una para saludarlos uno por uno, conocer sus nombres y darles las gracias como fundador de la compañía. Es cierto que hubo colaboradores que aprovecharon la presencia del irlandés para quejarse por las condiciones de servicio, pedir una actualización de tarifas, lanzar un comentario sarcástico sobre la última presentación de resultados empresariales, o censurar que prescindiésemos de aquellos colaboradores que montaron una protesta a la entrada de la sede española.

Pero en general el ambiente era muy bueno, festivo, y así podría haber seguido la noche: habríamos terminado los postres, comenzaría la barra libre, se retirarían las mesas para bailar, reinaría el DJ, los primeros borrachos se desplomarían en los sofás, los fumadores buscarían el jardín, los adúlteros disputarían los baños con los cocainómanos, los graciosos agotarían paciencias, alguien grabaría en vídeo a quien al día siguiente se arrepentiría, y poco a poco nos iríamos todos retirando, algunos a dormir, otros a seguir la fiesta en bares, en un karaoke, en la última discoteca, un after. Así podría haber terminado la noche, de no ser por el amigo invisible. El puto amigo invisible. A quién se le ocurriría la genial idea de montar un amigo invisible. ¿A quién? A mí, joder, a mí.

Pocos minutos antes de las doce de la noche, subí al escenario, pedí a los músicos que dejasen de tocar, agarré el micrófono y anuncié el momento más esperado de la noche, el que yo pensaba el momento más esperado de la noche, y que en efecto resultó serlo. Para todos.

Mandé traer el carro-contenedor con más de trescientos paquetes, y pedí una mano inocente que fuese sacando los regalos. Se ofreció una joven, saludada con silbidos y aplausos entusiastas. Le cedí el micrófono, y ella iba leyendo una por una las etiquetas y llamando a los afortunados, que subían al escenario, recibían su misterioso regalo, y lo abrían allí mismo para que todos los presentes participasen de la sorpresa.

Los primeros veinte paquetes desvelaron contenidos inofensivos, los típicos de un amigo invisible de cena de empresa: calcetines simpáticos, accesorios para el móvil, cremas de belleza, tazas de desayuno, una broma aislada de sex-shop; que todos agradecían diciendo eso de “gracias, amigo invisible”. Hasta que llegó el primer regalo para la mesa presidencial: un paquete dirigido al director comercial.

El aludido cruzó el salón y subió al escenario. Miró sorprendido el envoltorio, que no era el papel corporativo en que habíamos previsto nuestros regalos. Leyó su nombre en la etiqueta, para descartar el error, y lo abrió. “Un libro”, sonrió al sacarlo, pero cuando fue a leer el título de la novela o del manual de management que esperaba encontrar, se le quebró la voz:

-Estatuto de los…

“¡Trabajadores!”, gritó de pronto la multitud, que parecía adivinar de qué se trataba solo con escuchar la primera palabra del título: Estatuto de los Trabajadores. Así era: alguien le había regalado al director comercial un ejemplar encuadernado del Estatuto de los Trabajadores, la ley que regula en España las relaciones laborales.

Un bromista, pensamos, así lo pensó el director comercial, que encajó la broma con mucha elegancia:

-Gracias, amigo invisible. Me lo leeré, aunque me han dicho que está mejor la película.

Las escasas risas en respuesta ya deberían habernos alertado, pero decidimos seguir adelante. La mano inocente sacó otra tanda de lencerías, objetos de escritorio, relojes baratos, pañuelos y fundas de móvil, hasta que apareció un paquete que iba al nombre de la dircom.

Nuestra directora de comunicación, que al parecer no se había enterado del regalo anterior por estar en el baño, avanzó por el salón, subió sonriente al escenario, agarró un paquete rectangular y plano, y lo abrió. Era un marco, un gran marco tamaño folio, de madera y cristal, para colgar en la pared. Y llevaba enmarcada una página de periódico, una noticia. La dircom reconoció la tipografía periodística, y supongo que pensó que era una noticia sobre alguna acción publicitaria de la que ella era responsable, el lanzamiento de un nuevo producto, una mejora de resultados. Pero no.

“¡Que lo enseñe, que lo enseñe!”, coreó el salón, al ver cómo la dircom amagaba con dejar el escenario sin mostrar su regalo. Levantó el marco un par de segundos, lo suficiente para que los comensales pudiesen leer el titular de la noticia: se refería a una sentencia judicial reciente, que afectaba a otra empresa de nuestro sector, una empresa competidora que había sido condenada a contratar como trabajadores a cientos de sus colaboradores, y a pagar las cotizaciones atrasadas a la Seguridad Social.

Por si teníamos la tentación de marcharnos apresuradamente de la fiesta, la mano inocente tomó del carro-contenedor el siguiente regalo, y gritó el nombre del jefe de operaciones. Como no parecía muy convencido, fue acompañado hasta el escenario por varios colaboradores, que lo tomaban del brazo y el hombro amistosamente para que no volviese a casa sin su regalo.

Al menos el suyo no tenía forma de libro ni de marco, sino de cilindro. Lo desenvolvió, y encontró uno de esos tubos donde se guardan planos y documentos enrollados. En su interior no había un mapa antiguo, ni una bonita fotografía para enmarcar, ni una orla de su paso por alguna escuela de negocios, sino los veinte folios del informe elaborado por el gabinete jurídico de cierto sindicato; informe que se publicaría al día siguiente, y que acusaba a nuestra empresa de mantener a cientos de trabajadores en fraude de ley, falsos autónomos a los que no se reconocía la relación laboral.

Con la noche ya desbocada, y el irlandés pidiendo a la dircom que le tradujese lo que estaba ocurriendo, me tocó abrir mi regalo. En una cesta de mimbre, de esas que traen jabones y sales de baño, habían colocado varios objetos: un calendario de mesa, un imán de nevera, un bolígrafo, una agenda del nuevo año, un llavero, un mechero y una funda de móvil. Todos con el logo y los colores del mismo sindicato cuyo gabinete jurídico había elaborado aquel informe.

-¿Es una inocentada? –pregunté en voz alta. Miré el reloj y comprobé que pasaban ocho minutos de las doce de la noche: por tanto ya era 28 de diciembre. Ojalá hubiese sido una inocentada.

El siguiente regalo en salir del contenedor era para el irlandés, y yo me temí lo peor cuando oí a la manita inocente gritar su nombre: “Mister Doyle”, y una risilla cruzó el salón. El irlandés cogió el regalo con precaución, en plan paquete bomba, porque ya entendía de qué iba todo aquello, qué rumbo estaba tomando la noche, la cena, la cena de navidad, la puta cena de navidad para colaboradores.

No hizo falta que lo enseñase, todos adivinamos el contenido de aquella carpeta de cartón que apareció bajo el envoltorio. Lo adivinamos los del equipo directivo, porque habíamos unido todas las piezas previas y solo nos faltaba esa. Y lo adivinaron los trescientos veinticuatro colaboradores, que aplaudieron, gritaron y silbaron alborozados cuando el irlandés abrió la carpeta y se encontró el documento de demanda colectiva que unos días después, en la primera fecha hábil, presentarían los representantes sindicales de nuestros colaboradores en el Juzgado de lo Social. Gracias, amigo invisible.

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