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De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera

Mírame a la cara

Mírame a la cara

Isaac Rosa

No falla, qué previsibles y qué cansinas son las feminazis. Las ve venir en cuanto llega a un sitio, por ejemplo este restaurante: nada más entrar por la puerta, todo el mundo lo mira, se paran las conversaciones, lo miran y lo reconocen, cuchichean, y no tarda en acercarse la primera loca: una señora de más de cincuenta años, que espera unos segundos hasta ver qué mesa eligen él y sus dos colaboradores del grupo municipal. Entonces ella se levanta de la mesa en la que está comiendo con otra mujer, viene hasta la mesa vacía de al lado, y se sienta en la silla más cercana a él. Sus colaboradores lo miran, esperan instrucciones, susurran “¿nos vamos?”, pero él los tranquiliza con una sonrisa: no pasa nada, nosotros como si nada, comemos con normalidad, ni caso.

La mujer comienza la retahíla de costumbre: “Al principio yo no me daba cuenta, me parecía normal, las tensiones típicas de toda pareja, un hombre con fuerte carácter…”. Ella no levanta mucho la voz, lo justo para que él la oiga por encima del ruido ambiental del restaurante. “…Me despreciaba, me insultaba, me llamaba puta delante de los niños…”. Los dos colaboradores no pueden evitar mirarla, intentan clavar los ojos en el plato de lubina y sin querer la acaban mirando, pero él no: él mantiene la frente alta, la vista dirigida hacia el televisor que hay junto a la barra, que emite la información del tiempo, observa el mapa de soles y nubes mientras mastica, y es prodigiosa su capacidad para mantener inalterable todo el rostro excepto la mandíbula que sacude despacio para masticar el pescado.

“…Cuando bebía era mucho peor, y pronto los insultos dieron paso a los empujones, cogerme del cuello, la primera bofetada…”. Parece que va a llover esta semana, dice uno de sus colaboradores, que intenta también mirar al televisor. Él no contesta, sigue masticando impertérrito, ni siquiera se distrae con los dos o tres clientes que en ese momento fotografían la escena con sus móviles.

“…Hace tres años le pusieron una orden de alejamiento, pero yo sigo viviendo con miedo”, concluye ella, o tal vez es solo una pausa, no sería la primera histérica que al terminar vuelve al principio y repite la historia. Pero no: la mujer añade como conclusión el esperado “mírame a la cara si te atreves”, y como no hay respuesta, se levanta y vuelve a la mesa donde quedó su amiga. Al pasar por delante entra un instante en su campo de visión, lo mira pero no encuentra más que dos ojos de estatua.

No pasa nada, dice él a sus colaboradores; no pasa nada, hay que tener callo para aguantar, y estas no saben todo el que yo tengo. No me conocen. Ya veremos quién se cansa antes, yo desde luego no.

La escena se repite solo una hora después, ahora en el vagón del AVE. Viaja en Preferente, y se sienta en el lado de la ventanilla, ocupando el asiento contiguo un diputado, compañero de partido que viaja con él, lo que limita las maniobras de posibles saboteadoras.

Pero por supuesto ha vuelto a suceder: al entrar en el vagón, una joven que estaba colocando la maleta lo ha visto, lo ha mirado, ha formado en su cara la inconfundible expresión de “¡mira a quién tenemos aquí!”. Se ha acercado y le ha pedido al viajero que va en el asiento delantero que por favor le cambie el sitio. Como el viajero no estaba conforme, ella le ha dado una explicación en voz baja, al oído. El viajero se ha girado sin ningún disimulo, ha mirado a nuestro hombre por el hueco entre asientos, lo ha reconocido y entonces sí ha aceptado cambiar el asiento a la muchacha, que sin esperar a que el tren arranque se ha colocado de rodillas en la butaca, en sentido contrario a la marcha, para poder asomarse por encima del respaldo y mirarlo de cerca, de frente.

Pero él ya ha girado la cabeza hacia la ventanilla, y en esa posición piensa permanecer hasta que ella termine su melodramática letanía: “…mi padre nos decía que era una mala madre, que se acostaba con otros hombres, que no nos quería…”, y él mientras observa casi sin pestañear el andén de la estación, los últimos viajeros que corren para subir al tren, el movimiento por fin, “…cuando lo oíamos llegar nos íbamos a la habitación, mi hermano pequeño se meaba encima del miedo que le entraba…”, trenes en vía muerta y cubiertos de grafitis, contenedores de mercancías, viejas naves de ladrillo, la M30 atascada, un parque periférico,“…la cogió del cuello y le estampó la cabeza contra la pared…”, el diputado que viaja a su lado pide a la joven que por favor respete pero él, sin dejar de mirar a la ventanilla, le hace un gesto con la mano, un gesto de tranquilo, déjala, estoy bien, “…me puse a gritar por la ventana y un vecino llamó a la policía…”, un polígono industrial, un centro comercial, otro polígono industrial, adosados, un desguace, un tren que cruza en sentido contrario y le sobresalta un instante aunque apenas descompone la expresión ausente, “…no teníamos adónde ir, nos fuimos con lo puesto…”, una ciudad dormitorio a lo lejos, primeros cultivos y frutales, otro polígono, “…dijo que mi madre le había arruinado la vida, y que tarde o temprano se lo haría pagar…”, ¿estará dispuesta a seguir hablando durante las casi dos horas de viaje?, “…yo todavía tengo pesadillas.” Por fin se le acaba la historia, y solo añade, en voz muy alta para que todo el vagón la escuche: “mírame a la cara, ten el valor de mirarme a la cara”.

No la mira, y sin mirarla escucha a su compañero que pide por favor a otros viajeros que dejen de hacer fotos, pero qué más da, una foto más que se sume a la docena de fotos que ya le han tomado en la última semana, y que circulan por millares en las redes sociales: todas las fotos copian un mismo gesto, el de la foto primera, la del día que en el ayuntamiento, tras su discurso contra ese sinsentido de la violencia de género, aquella inmigrante de la silla de ruedas se volvió hacia él, y le recriminó durante dos interminables minutos, sin que él girase apenas la cabeza, mirando hacia otro lado, sin importarle los fotógrafos. Aquello fue evidentemente un montaje, buscaban la foto condenatoria, ¡la víctima frente a la bestia fascista!, ¡el cobarde que no se atreve a mirarla a la cara! Fue un montaje, obvio, como lo ha sido el resto de fotos de esta semana: en dos restaurantes, en el avión, caminando por la calle, al terminar una rueda de prensa, ahora en el AVE. En cada foto, una mujer diferente: una clienta, una viajera, una viandante, una periodista, o esta joven del tren. Y en todas las fotos él, en la misma postura: mirando hacia otra parte, hacia el televisor del bar, hacia las nubes, hacia los tejados, hacia la ventanilla del tren ahora, siempre con la misma expresión firme.

No pasa nada, le dice a su compañero de asiento cuando por fin la loca se cansa, se calla y se sienta mirando hacia delante. No pasa nada, no hay que seguirles el juego, es lo que quieren, que las tomemos en serio y respondamos, pero es mejor hacer como que no existen, castigarlas con nuestra indiferencia y con la firmeza de nuestras convicciones, no vamos a darles publicidad gratuita, no vamos a darles el gusto de sustituir la foto en la que miro hacia otro lado por otra foto en la que me enfrente a una de ellas, eso es lo que buscan y no se lo vamos a regalar. Tampoco vamos a denunciarlas, ni a tomar medidas de seguridad, porque eso las victimizaría, les daría publicidad gratuita, multiplicaría su acción, serían muchas más las que se sumasen a esa gilipollez de #MírameALaCara que lleva varios días circulando.

Aún le quedan unas horas al día, así que da tiempo a nuevos encontronazos: nada más dejar la estación, un taxista le cuenta el caso de una vecina asesinada en su pueblo, lo cuenta mientras busca su mirada en el retrovisor sin encontrarla, él vuelto hacia la ventanilla, mirando el anochecer en las calles, y el taxista que sigue con la historia de una mujer degollada delante de sus hijos. Después de cobrarle la carrera y darle la factura, todavía le dice, desde el retrovisor: “mírame a la cara y dime que la violencia machista no existe”.

Y todavía otro más, al llegar al hotel: aunque milagrosamente la recepcionista no le dice nada, sí sucede en el ascensor: a punto de cerrarse las puertas, entra a la carrera una mujer con traje chaqueta y trolley, que pareciera va camino de su habitación, pero que nada más entrar y cerrarse las puertas se gira hacia él y empieza: “yo era muy joven y estaba muy enamorada…”. Él gira raudo la cabeza a la derecha, pero se encuentra un espejo, y en él la mirada repetida de la mujer, “…me siento culpable por haber aguantado tanto…”. El ascensor tiene espejos en todas las paredes, incluida las puertas acristaladas, así que concentra su mirada en el pequeño cartel que anuncia el horario del desayuno y el menú del restaurante, “…me insultaba, me decía que era una mierda y sin él no sabría hacer nada en la vida…”, bufé desayuno de 7 a 10 de lunes a viernes, de 7.30 a 11 los fines de semana y festivos, “…si le decía que no tenía ganas de follar se volvía más agresivo, así que acababa quedándome quieta…”, ensalada césar, sopa de cocido, parrillada de verdura, “…luego venía muy cariñoso y me pedía perdón, y me decía que me quería demasiado, que a él le dolía más que a mí…”, chuletas de cordero, secreto ibérico, dorada a la plancha, “…aguanté siete años así, no sé cómo pude…”, ensalada césar, sopa de cocido, parrillada de verdura, “…yo he tenido más suerte que otras…”, y por fin se abre su planta y sale deprisa, dejando atrás la voz que le grita “¡mírame a la cara, fascista!”.

Pide que le traigan la cena a la habitación, así se ahorra otra escena en el restaurante, y cierra la puerta deprisa al camarero nada más entregarle la bandeja, por si acaso.

Antes de dormirse hace una búsqueda rápida en twitter, las fotos de hoy que no dejan de circular, mientras el hashtag #MírameALaCara sigue en lo más alto.

Al día siguiente baja muy temprano y logra salvar el desayuno sin que ningún cliente ni camarero lo importune. Tiene suerte también con el taxista, que no solo no le suelta una historia trágica, sino que resulta ser un taxista de los suyos, les votó en las elecciones, le muestra su apoyo y le da ánimos. Pasa la mañana reunido con la dirección regional del partido, comen en la misma sede para evitar los restaurantes, y en el viaje de vuelta se repite el numerito en el tren: ahora una señora de avanzada edad que, sentada en su misma fila pero al otro lado del pasillo, cuenta durante todo el viaje y para todo el vagón cómo el cabrón de su yerno maltrató a su hija durante años. Le acaba doliendo el cuello de estar girado hacia la ventanilla, donde además el reflejo le muestra a la anciana, fantasmal mientras le pide que la mire, que se atreva a mirarla a la cara mientras habla.

Desde la estación elige ir andando hacia la clínica dental, donde tiene cita para un curetaje que lleva aplazando desde las anteriores elecciones. Por la calle acelera el paso, y aún así no consigue dejar atrás a un grupo de estudiantes que hablan todas a la vez y apenas se entiende la historia que cuentan de una compañera que fue violada o algo así. Se golpea la rodilla con un bolardo por ir mirando hacia los tejados.

Se siente a salvo en la sala de espera de la clínica. No hay más clientes con cita, nadie que le cuente otra de esas historias inventadas y le obligue a fijar la atención en los pósteres con gente de sonrisa blanquísima. Se tranquiliza cuando el dentista sale a saludarle, son muchos años ya de relación, y aunque sabe que cojea del pie izquierdo, es un profesional que no juzga a sus clientes.

El dentista lo hace pasar, lo sienta en el sillón, le coloca el babero y con un par de pinchazos hábiles le anestesia media boca.

“Te voy a dejar en buenas manos, que yo tengo una intervención”, dice el doctor, y él está a punto de protestar, intenta articular palabra pero se le descuelga la mandíbula dormida, ve salir al dentista y ve entrar a su compañera de consulta, a la que ha visto otras veces pero nunca le ha tratado.

“Buenas tardes, veamos qué tenemos aquí, abra bien esa boca”.

Como adivina lo que le espera, gira instintivamente la cabeza, fija la mirada en los carteles con ilustraciones esquemáticas de dientes y encías, una lámina de una playa paradisíaca, un dibujo infantil del ratón pérez, un reloj de pared que marca las seis y veinte, pero la mujer le toma la barbilla floja y le hace volver la cabeza hacia arriba, hacia el techo, hacia la lámpara cegadora, hacia ella que acerca mucho la cara y se asoma a su boca abierta:

“Mírame a la cara”, dice ella, que obviamente le ha reconocido, el tuteo es revelador, una declaración de intenciones, ni siquiera se le ocurre cerrar los ojos, la mira boquiabierto, desencajado, la mira a la cara mientras ella le escarba en las encías con la cureta, ve su boca moverse tras la mascarilla quirúrgica, oye su voz baja pero firme: “Mi madre se casó muy joven…”

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