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De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera

Qué se puede esperar cuando se está esperando

Qué se puede esperar cuando se está esperando

Isaac Rosa

¿Cuatro semanas, cinco? Hablamos de la noche del concierto, eso está claro, la única en que se confiaron. La sitúa en el calendario. Casi cinco semanas.

Cinco semanas: de uno a dos milímetros. Órganos vitales, huesos y sistema nervioso inician ya su desarrollo. Esbozo de ojos y orejas. Empieza a formarse el tubo neuronal, y la estructura de tejido embrionario que terminará siendo el corazón. ¿Qué más? Nauseas, no. ¿Olfato más sensible? Puede ser. Más ganas de orinar, diría que sí.

Sentada en el váter, móvil en mano, Marga hace búsquedas en Google alterando hoy la rutina de cada mañana (que suele ser: primero la información meteorológica, luego el saldo y movimientos de la cuenta bancaria, después Instagram). ¿Cómo se llamaba, ácido qué? Con solo teclear “ácido”, el buscador autocompleta, el algoritmo predice bien sus deseos tras las búsquedas repetitivas de los últimos tres días: “ácido fólico”, eso es.

“¿Por qué no me has despertado?”, irrumpe Jesús en el baño, “voy de culo, tengo una vista a las nueve pero debo pasar antes por el despacho”.

“Hay una cosa que quiero contarte”, dice ella, pero él ya no la oye bajo el chorro de la ducha. Insiste, levanta la voz: “¿Volverás tarde hoy también?”

“Hoy cenamos juntos, prometido”, miente por el pasillo, huellas mojadas.

“Te lo cuento entonces a la noche”, propone ella, para sí misma porque Jesús no la oye desde el dormitorio. Se desabrocha el pijama frente al espejo empañado. Se acaricia el vientre flojo con tanta teatralidad que le da la risa, la mano en círculos alrededor del ombligo. Toma los pechos, los alza, masajea, aprieta hasta que consigue que en efecto duelan. “Mayor sensibilidad en los senos”, le dice al espejo con voz de viejo obstetra. Un beso de despedida, y a Jesús se le ha ido la mano con el perfume, o quizás podemos marcar en la lista “olfato sensible”.

En el ascensor, Marga coincide con la vecina del tercero, se sonríen con idénticas caras de sueño bajo el maquillaje. Como cada mañana, la vecina lleva al niño dormido en el carro, envuelto en una manta. Al salir del portal la sigue, van en la misma dirección, la ve empujar el carro deprisa, en la esquina coincide con un padre que conduce una silla con un niño un poco más mayor, uno o dos años, también dormido y cubierto por una burbuja de plástico. Los ve alejarse hacia la guardería que todavía ni ha encendido el rótulo. Se cruza con un bebé más afortunado, va dormido en brazos de su madre y entra en un portal, adivina la casa de los abuelos.

En el autobús cede el asiento a una embarazada, con una barriga indudable, en la que sí se puede hacer girar una mano en círculos anchos y amorosos. Incumpliendo su insociabilidad matutina, le entran ganas de hablar con ella. Le pregunta de cuánto está (de siete meses), si sabe qué es (niño), si es el primero (y el último, que ya pasa de los cuarenta). “Perdona que sea tan cotilla, es que yo también…”, balbucea Marga, y obtiene una sonrisa, una felicitación, complicidad y unas preguntas que contesta divertida (de muy pocas semanas, es el primero, le gustaría una niña, luego la parejita, treinta y dos años, el padre está muy ilusionado), pero que lamenta nada más bajar del autobús, es fácil que se encuentre a la misma embarazada otras mañanas, y qué le contará si resulta que no.

En el polígono de oficinas hay una farmacia, pero todavía cerrada a estas horas. En el escaparate observa un expositor de puericultura, con más extrañeza que curiosidad. Mucha tecnología que ni siquiera sabía que existiera, acorde a la renta media de las familias que viven en los adosados tras los edificios de oficinas. Le fascina un termómetro para tomar la temperatura en la frente, con forma de pistola láser, promete hacerlo en solo tres segundos, ahorrándote perder medio minuto en colocarle un lento termómetro en la axila a tu bebé. En la foto publicitaria, una madre estupenda lo apoya en la frente de su fotogénico hijo casi sin acercarse a él, estirando el brazo, y es inevitable pensar en una reponedora que etiqueta productos en el supermercado.

A media mañana se acuerda de la farmacia, cuando una compañera de departamento anuncia que sale un momento a comprar Frenadol, que está muy mala, mala malísima, mala de acostarse y no salir de casa, dice riendo entre toses. La de recepción le encarga que le traiga Dalsy: se ha venido con su hija, que en el colegio no los cogen con fiebre ni les quieren dar medicamentos, así se lo cuenta a todo el que llega y se sorprende de ver a la niña sentada a su lado, dibujando en papel usado. En un rato vendrá la abuela a por ella, asegura la recepcionista. Marga está a punto de pedirle un favor a la del Frenadol, que le compre una cosa de la farmacia, y hasta se lo va a pedir con una sonrisa boba, pero se frena a tiempo, se da cuenta de la imprudencia, no quiere levantar esa liebre y que se acaben enterando todos, incluido el que en la entrevista de selección le preguntó si tenía hijos (no) y si tenía intención de tenerlos (nunca lo he pensado, soy todavía muy joven).

A mediodía llama a Jesús, le recuerda su promesa de cenar juntos, él le habla del cliente que le ha ocupado la mañana: un divorcio a dentelladas, otra pareja que se querían mucho y ahora disputan a cara de perro la custodia, el piso, rebajar cien euros a la pensión de los hijos. “Nada extraordinario, lo de todos los días”, asegura, y le pregunta cómo está ella, y Marga se inventa un leve mareo, unas pequeñas nauseas, algo que le habrá sentado mal, una mentira inofensiva y que puede preparar el terreno en caso de que haya algo que celebrar (¿celebrar?) esta noche.

Parece que hoy no se puede hablar de otra cosa, piensa durante la comida: sentadas alrededor de la mesa de reuniones que usan de comedor, una compañera enseña en su móvil fotos del recién nacido de su prima (qué monada por favor, yo quiero uno así; pues yo no lo quiero ni en foto; si quieres yo te regalo el mío, ya criado, pero te aviso que es una ruina); otra habla de una amiga que ya tiene dos y se ha vuelto a quedar embarazada (qué locura tres hijos; esa tiene los suyos y los míos, como el pollo de la estadística; lo bueno es que compras de todo una vez y lo van heredando los hermanos; ya me lo dirás cuando quieran ir los tres a la universidad); un compañero comenta la noticia de la caída histórica de la natalidad y se enciende la tertulia (estamos a nivel de posguerra; y más que va a bajar si seguimos así; pues nuestras madres no eran precisamente ricas y se quedaban embarazadas; no compares, épocas distintas; yo lo que pregunto es cómo una familia vivía antes con un solo sueldo y les daba para casa, coche y vacaciones mientras ahora con dos sueldos casi no pagamos el alquiler; “emosido engañado”; la que quiere hijos, los tiene y se ajusta con lo que tenga, sin excusas económicas; y qué pasa con la conciliación; lo que pasa es que queremos mantener una calidad de vida que no es compatible con el sacrificio de tener un hijo; lo que no es compatible es tener hijos con estos horarios y sueldos; habéis leído eso de las malas madres, yo también estoy harta de sentirme culpable).

Mientras atiende llamadas por la tarde, curiosea en Idealista: pisos de tres dormitorios, luego de dos, después en otro barrio, en la periferia, en una ciudad dormitorio, en provincias limítrofes. Encuentra varias tiendas online de segunda mano para bebés: carros, cunas, ropa, juguetes, sacaleches, y sí, termómetros para la frente, en solo tres segundos, sin tener ni que tocar a tu hijo. Busca también en Google: instrucciones para hacer el test, mejor la primera orina de la mañana. Derechos laborales de las trabajadoras embarazadas. Despido y embarazo. Embarazo y renovación de contrato. Retraso menstrual, causas más frecuentes. Se detiene en una página sobre amenorrea y estrés, el cortisol que puede retrasar o suprimir la menstruación durante meses en situaciones de estrés laboral o tensión emocional mantenidas a lo largo del tiempo. Se fija en la publicidad que el algoritmo listillo le ha colocado en lo alto: “Qué se puede esperar cuando se está esperando”, la guía del embarazo más vendida en el mundo.

A las seis la llama su hermana, Maru: le pregunta si puede hacerle el enorme favor de recoger al niño de las extraescolares, ella está con el mayor en el logopeda y no llega a tiempo, el padre está de viaje, pero si no puede ya se lo pedirá a alguna vecina. No, no puede. Antes de despedirse, Maru le comenta lo mismo que está advirtiendo a toda la familia: que estas navidades no quiere ver ni un juguete, que si quieren regalar a sus niños, que sea ropa y zapatos. “Alégrate, que todo eso lo heredarán los tuyos el día que por fin te animes”, son sus últimas palabras.

La tarde se complica por un malentendido con un cliente, y cuando sale ya está cerrada la farmacia. Lo suyo no es una urgencia, y aun así consulta el cartel con las que abren de guardia, pero recuerda una en el centro comercial que cierra a las diez.

“Quería una prueba de embarazo”, dice con la boca chica, de pronto avergonzada, ridícula, tras disimular un par de minutos mirando esterilizadores y humidificadores hasta asegurarse de que no haya nadie más en la tienda. La farmacéutica le enseña varias marcas. “Me vale cualquiera, el más barato”, pide ella. La farmacéutica no se da por enterada y le presenta uno digital, otro que es fiable desde el primer día, uno que es más ancho y permite recoger mejor la orina, solo le falta ofrecerle uno que se apoye en la frente y en tres segundos te dé el resultado. “El más barato, por favor”, insiste ella, que por un momento hasta considera no comprarlo, no hacerlo, qué estupidez, esperar y que le venga de una vez la regla mañana o la semana próxima. Al darle el cambio, la farmacéutica le desea suerte, e indiscreta la anima a tener hijos, que se nos está quedando un país de viejos y alguien tendrá que pagar las pensiones. El mal humor le dura hasta que llega a casa.

Lee el prospecto, no tiene ganas de orinar, decide esperar a Jesús y hacerlo juntos, así al menos se echan unas risas. Prepara la cena, pone la mesa y entretiene la espera hojeando un catálogo de reyes que dejaron en el buzón. Los juguetes van ordenados por edades, como si vieses el álbum de un niño que en las primeras páginas es un bebé tumbado en la alfombra de actividades, va del triciclo a la bicicleta y de los Lego al videojuego, y termina siendo un adolescente con auriculares inalámbricos y su primer dron. Se detiene en la sección de bebés. Cochecitos de tres piezas. Cunas. Bañeras. Tronas. Cambiadores. Cómodas. Accesorios. Cunas de viaje (¿qué viaje?). Seguridad en casa. Todo eso lo heredarán los tuyos el día que por fin te animes. Pasa las páginas de golpe, como un folioscopio, para que el bebé crezca en segundos hasta la adolescencia, y se imagina a esa misma velocidad su cuerpo transformándose, ensanchando, abultando, hinchándose imparable como un globo que si pincha expulsa a chorros el aire, el hueco, la nada, y ella que sale disparada y revolea y golpea de pared en pared hasta caer desinflada en un rincón.

Como Jesús ni siquiera contesta a sus mensajes (está conduciendo o, peor aún, sigue reunido), rasga el envase, saca el test, se sienta en el váter y lo coloca entre las piernas. Lo empapa bien y lo deja en el poyete de la bañera. No quiere mirarlo durante los tres minutos de espera, se va a la cocina, saca una cerveza y enciende un cigarrillo. Luego vuelve al baño, asoma con miedo, cierra un instante los ojos, y al abrirlos sonríe aliviada.

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