Se presenta como un “sobreviviente”. Ha pasado 70 días de su vida confinado en una habitación de 11 metros cuadrados. La puerta cerrada. El de Adolfo Pérez Tengelmann, de 76 años, brasileño de adopción con raíces madrileñas, es un testimonio privilegiado del impacto devastador del coronavirus en las residencias de mayores. Tiene ordenador, móvil y ha vivido en plenas facultades un confinamiento que estas semanas comienza a relajarse con salidas a zonas comunes y visitas de familiares.
Adolfo vive en la residencia pública madrileña Doctor González Bueno, una de las mayores de España (tiene 600 plazas) y de las pocas que gestiona directamente la Comunidad de Madrid. Su relato confirma, desde dentro, lo que familiares, empleadas y ayuntamientos han denunciado desde fuera: que las residencias no se han medicalizado –aunque en algunas hay apoyos sanitarios externos puntuales– y que los traslados al hospital fueron negados sistemáticamente en lo peor de la pandemia por orden del Gobierno de Isabel Díaz Ayuso. Desde marzo han muerto más de un centenar de usuarios en esta residencia, según las trabajadoras. No hay datos oficiales públicos. Son más de 6.000 en los 475 geriátricos de Madrid, según las últimas cifras trasladadas al Ministerio de Sanidad por el Ejecutivo regional.
“Había una orden, no sé si escrita o no, de no medicalizar la residencia porque éramos todos viejos y no importaba que muriésemos”, asegura al otro lado del teléfono. “No se trasladaba a nadie. Los aislaban en un cuarto y les daban un antibiótico. Los médicos desaparecieron, el personal en general. No sé si se fueron, si se dieron de baja o si murieron. La situación era inmanejable”, prosigue el residente, que, pese a tener una cardiopatía y alguna otra dolencia, caminaba de forma autónoma varios kilómetros cada día. Con el encierro ha subido nueve kilos. Lo dice la báscula que tiene en el baño.
Su mejor compañero, Félix, falleció como otras decenas de personas con las que se cruzaba habitualmente en el comedor, en la sala de estar o en el jardín. Cuenta que consiguió “contrabandear” un móvil para poder comunicarse con él cuando ya nadie podía verle. Desde el interior de su habitación, tumbado en la cama de noche, identificaba un sonido que se repetía día tras día. “La única cosa que podía percibir era la salida nocturna de los coches llevándose los cadáveres. Se escuchaba el ruido del camión saliendo, las puertas de la morgue abriéndose”, describe.
Adolfo intenta mantener el ánimo. Ahora, con la entrada de Madrid en la fase 1, se ha acabado el confinamiento severo. Han vuelto a los comedores comunes por turnos y los residentes pueden salir, bajo supervisión, a los espacios al aire libre. Muchos de sus compañeros tienen deterioro cognitivo y las trabajadores temen que deambulen. “Ahora bajamos más o menos libres, quedamos tan pocos que da lo mismo”, dice.
Según el plan de desescalada de la Comunidad de Madrid, las visitas de familiares y amigos arrancan en la fase 2, a partir del lunes, aunque Adolfo no recibirá ninguna. Toda su familia está en Brasil. Allí aterrizó un 4 de agosto de 1951, recuerda el día exacto y todo lo que rodeó ese momento: era la huída de un padre “rojo”, dice él, y los suyos del franquismo. Adolfo creció, se hizo adulto y tuvo cuatro hijos en el exilio. Fue feliz, pero su divorció le impulsó a dar el paso de volver en una situación económica muy precaria. Tiene una pensión de “200 euros” y una residencia pública fue la solución.
Los 70 días encerrado en la habitación se han hecho largos. “No sabes en qué ocupar las horas, se hace duro”, relata echando la vista atrás. Hubo un día, confiesa, que no pudo más.
-Me inventé que tenía una cita médica y salí a Carrefour a comprar algo que me interesase.
-¿Y qué compró?
-Una botella de whisky y un calzoncillo. Eran mis necesidades en ese momento
Félix, con quien compartió cuarto durante tres años, murió “al quinto o sexto día”, recuerda, aunque dice que ha preferido no apuntar nada en el calendario. Si tenía mal sueño, esta crisis se lo ha quitado del todo. “Pero mira, la COVID no ha querido saber nada de mí. O si lo ha querido saber ni me he enterado”. Lo peor, valora con la perspectiva que da el tiempo, ha sido “la falta absoluta de información” y la desbandada del personal que conocía. “Desaparecieron en el momento más agresivo. No conocía a nadie, tampoco a las personas de limpieza”.
El deterioro asociado al confinamiento
Las normas han sido muy estrictas para evitar contagios. Adolfo asegura que se prohibió “cualquier contacto social”. “Los primeros días bajé a la habitación de un amigo y desde dos metros, desde la puerta, le saludé. Nos hicieron volver a cada uno a nuestro cuarto”. Eso, dice, le desesperó. Después lo aceptó. Hasta hoy, que piensa que el mejor camino es irse de España. “Me parece que lo han manejado fatal, pero ahora, ¿donde voy?”. Las trabajadoras, rememora, no podían ponerse mascarillas al principio para “no asustar a los viejecitos”. “Entre los que me incluyo”, aclara. Luego recibieron material de protección defectuoso y batas que al colocarse se hacían jirones.
Si el confinamiento en casa ha provocado un aumento de los síntomas de ansiedad y depresión en la población general, la reducción del espacio a una habitación lo hace aún más difícil. En las residencias se ha dado en este tiempo un cóctel peligroso: normas muy duras de aislamiento con estados cognitivos deteriorados. La lucidez de Adolfo es excepcional dentro del perfil de personas mayores que viven en las residencias. A los que han tenido salud, el confinamiento les ha “desorientado” y agravado su deterioro, dicen varias trabajadoras de centros distintos.
Con la entrada en fase 2, se inaugura una nueva etapa para los residentes sanos y es posible, prevén las trabajadoras que han convivido día a día con ellos, que por primera vez en meses aparquen las preguntas recurrentes de que cuándo toca, de que cuándo van a ir a verles. Las visitas están reducidas a un allegado y a una vez por semana con estrictas medidas de distanciamiento.