Casi todas las mañanas, al despertar en su pequeño piso del barrio madrileño de Chamberí, Concha Lucas, de 91 años, experimenta una angustia difusa. “Me levanto y siento que me enfrento con otro día más. Tengo miedo, me pongo nerviosa. Me hago una tila y me pregunto: ¿Por qué estoy así?” Concha sabe que no pasa nada, que su casa está en orden, que su hijo, que vive en una residencia para discapacitados, está cuidado. Pero la perspectiva de otra jornada a solas consigo misma, con sus pensamientos, con sus recuerdos, la atenaza. Concha vive sola, como solos viven cada vez más mayores en España, donde casi uno de cada cinco habitantes, el 20%, tiene más de 65 años. En 2050 la tasa llegará al 30%, según las últimas proyecciones del INE, que calcula que el porcentaje de hogares unipersonales alcanzará un porcentaje similar en 2037.
Vivir solo, o sola, en el caso de los tres testimonios de mujeres mayores que han participado en este reportaje, no es sinónimo automático de soledad; se trata de una sensación subjetiva, que ni siquiera es exclusiva de los mayores: un estudio del Ayuntamiento de Madrid de 2020 señalaba que la sensación afecta sin diferencias significativas a todos los tramos de edad, aunque es sensiblemente mayor entre las mujeres. Pero con los años, la sensación de aislamiento se ve acrecentada por los problemas de salud o de movilidad, o la desaparición o debilitamiento de las redes familiares. Los programas de ONG como Solidarios para el Desarrollo o Grandes Amigos, en los que voluntarios se brindan a acompañar durante unas horas a personas que buscan ayuda, suponen un respiro en la monotonía de los días iguales, unas horas de conversación cercana que atenúan el aislamiento.
Concha Lucas, 91 años: “La soledad es la peor enfermedad”
En un pequeño piso del barrio de Chamberí nos recibe Concepción Lucas. No hay bullicio en el bloque, que da a un solar donde la vegetación crece aún, una pequeña burbuja en el frenesí inmobiliario. En la estancia principal, estanterías llenas de viejas cintas de vídeo VHS y, tras una cortina, una remalladora que costó 300.000 pesetas hace décadas, según explica con orgullo gremial. “48 años cosiendo”, resume Lucas, menuda, delgada, que lleva hoy los labios pintados de rojo y dice sentirse un poco “marciana” por tener que estar siempre cerca de la máquina de oxígeno, que zumba sin descanso.
La vida de Concha no fue fácil. Su familia tuvo que escapar a Portugal durante los primeros compases de la Guerra Civil y el padre murió de tuberculosis cuando era niña. Luego la primera juventud, un breve matrimonio en Santander, seguido de la emigración a Nueva York, una segunda relación, muy accidentada, con un hombre al que rehúsa nombrar y una larga batalla internacional por la custodia del hijo. Circunstancias que dejan patente que Concha nunca fue alguien pusilánime, sino una “insurrecta” que no consintió el maltrato conyugal ni el laboral, plantando cara a jefes que no pagaban.
Con este historial vital de firmeza ante las adversidades, a Concha le cuesta explicarse por qué se le hacen tan largos los días. La psicóloga telefónica le sugiere que quizás ande algo obsesionada, que ha sido tan fuerte en la vida que ahora sus resistencias ceden. “Llorar es una defensa. De tanto que he pasado, creo que los nervios los tengo enfermos”, deduce. Hace tres años que no sale apenas de casa, más que para algún paseo. Le escaman las visitas no esperadas, como la del falso empleado del gas que quiso estafarla (no se dejó).
“La soledad es la peor enfermedad”, dice Concha, que recibe a su hijo una vez a la semana, cuando lo traen de la residencia, y cuenta las horas hasta el próximo encuentro. Señala orgullosa un rompecabezas que completó hace años, pegado en la pared, con los bordes ya gastados. Todas las semanas recibe la visita de una trabajadora municipal que le ayuda con tareas domésticas, pero el tiempo se le hace corto. Los encuentros con voluntarios de la asociación Solidarios por el Desarrollo alivian la desazón. En la charla con los periodistas está presente Luis, que lleva varios meses visitándola periódicamente y le habla con dulzura. A la hora de la despedida, es elocuente: “Yo quisiera estar con vosotros hablando hasta las cinco de la mañana”. Cuando la puerta se cierre, aún conserva la sonrisa.
María Redondo, 81 años: “Al día siguiente sabes que va a ser igual”
“No me saques triste”, dice María Redondo, posando para las fotos en la ventana de su piso del barrio de Usera, junto a la ventana, al lado de un pequeño árbol de navidad de tela. María trabajó “día y noche” desde que se separó, a finales de los 80 del siglo pasado. A los pocos años, cuando sus hijas se fueron de casa, María estaba ya técnicamente sola, pero se mantuvo activa. Se metió en una asociación de separados, en otra de castizos. “Estamos enfadados con el alcalde, [en San Isidro] no nos dejó ponernos en la Plaza de la Paja”, critica. En varios momentos durante la conversación parece recuperar una energía casi juvenil, como cuando habla de las reuniones de la agrupación de la capa española a la que pertenece. Va al dormitorio, abre el armario, saca varios modelos, presume de los cortes. Le sigue gustando tejer, pero el cuerpo ya no está igual. Tres hernias, una estenosis lumbar, y hace tres años, un ictus. Luego, el COVID. “Ahí fue cuando me tumbó. Estuve tres meses sin salir a la calle. El gusto aún no lo tengo y el cansancio no se me quita”, explica.
La soledad de María es una soledad por imperativo físico. Nació en el Paseo de Extremadura y trabajó “desde los 12 años hasta los 75” en una sastrería de la calle Mayor con otras siete mujeres. Hoy el cuerpo no le alcanza. Ya no puede ir como voluntaria al hospital para animar a pacientes de cáncer, una actividad en la que se embarcó al cumplir los 70. “Me cuesta mucho andar; tengo una cadera operada, y la otra está pendiente”, detalla. Así que su vida social se ha visto reducida a la mínima expresión. “Te quedas sola. Desayunas, comes, cenas y te acuestas sola, y al día siguiente sabes que va a ser igual”, lamenta. Y, en esa parálisis, surge la sensación odiosa. “La soledad la hay de muchas formas. A veces parece que estás contenta y…” se detiene. La religión es un consuelo ocasional. Practicante es “a la mitad” y a misa va “cuando quiere”. “Hago un esfuerzo, ese día que voy es uno que ya no estoy sola”, explica.
“Menos mal que viene María”, suspira, en alusión a la voluntaria de Solidarios que la visita un par de veces por semana desde hace unos siete meses. Es una hora y media que le sirve para desahogarse de ese “levantarse todos los días y siempre pensar en lo mismo”, en el pasado, en los errores, en los problemas familiares. La asociación lleva este año 98 acompañamientos presenciales y 45 telefónicos, con más de 80 mayores en lista de espera.
Ayuda también Princesa, su gata, con la que se lleva muy bien, pero a veces la atosiga. “Me echo colonia para que no me lama”, bromea. Despedirse de ella es de lo que más teme cuando se vaya a una residencia de mayores. Ya lo tiene decidido. “Dentro de un año o algo así”, calcula, anticipando la zozobra de “meter en una maleta 82 años de vida”.
Teresa Salinas, 81 años: “No aguanto las tardes los sábados”
Teresa tenía tres meses cuando llegó con sus padres al piso de Delicias donde aún vive. La ciudad es otra, las relaciones vecinales también. En su planta había ocho puertas con ocho familias que hablaban, se trataban. Su infancia coincidió con los tiempos de la cartilla de racionamiento en la panadería, del aceite de estraperlo. El gato de uno se colaba por las viviendas de los otros, y cuando faltaban huevos o sal era natural ir a pedir al de al lado. “Ahora no los conoces”, lamenta.
Por la calle, echa de menos comercios como los de antes. “No encuentro anillas para los cajones, porque no hay ferretería. Lo que sí hay son farmacias, que son muy lucrativas”, cuenta Teresa, a la que la casa se le hace grande, que tiene una enfermedad neurológica que va empeorando, que cada vez la limita más. No ayuda la inflación: el andador que tiene, básico, le costó 90 euros hace unos años. Ahora quiere sustituirlo y no encuentra otro equivalente por menos de 140. “Las baldosas de las calles están irregulares; como llueva, te bañas”, lamenta. Los seis escalones en el portal del edificio los tiene “muy contados”, porque escalarlos es muy trabajoso, pero toca subirlos y bajarlos para ir a alguno de los médicos “del chorro” que la atienden por sus diversos males.
Todo conspira, le da la impresión a Teresa, para recluirla. También su humor. Aunque tiene un hermano menor que vive en el norte de Madrid, con hijos y nietos, a veces rechaza ir a las celebraciones familiares por no resultar una carga. Su hermana falleció por ELA hace 22 años, pero las punzadas de la soledad no las había notado hasta recientemente, cuando su propio cuerpo ha empezado a dar señales de agotamiento. “Mientras me pude valer, no me hice cargo”, explica. Teresa disfrutaba de su independencia. Hoy es distinto: “Una tarde de sábado o domingo se me hace larga, no los aguanto”, admite. Ya no va a la parroquia, sus amigas tampoco. “Es que están como yo”, lamenta.
Los pensamientos de Teresa se vuelven a veces extremadamente lúgubres, y es en esos momentos cuando más agradece la compañía de Mónica Montoya, voluntaria de la ONG Grandes Amigos, que la acompaña en la visita de los periodistas en una tarde entre semana. “Congeniamos muy bien. Yo era alegre, y cuando me junto con alguien así, todavía me sale”, explica. Teresa abre un álbum de fotos, muestra imágenes de viajes con su hermana, hace ya tres décadas. En Bélgica, en Grecia. Ríe y se alegra de reír, porque igual que estar sola la angustia, las visitas la ponen nerviosa, una circunstancia por la que se disculpa reiteradamente. Así que ver aparecer a Mónica le causa regocijo, porque el tiempo pasa volando, porque la soledad de repente se esfuma, al menos durante unas horas: “Viene un amigo y esa tarde ya no existe”.