Los laboratorios Megalab de Madrid decidieron en junio dejar de conceder citas previas, vista la gran demanda. Desde entonces quien quiera hacerse una prueba PCR en cualquiera de sus cinco centros de la capital (dos en horario continuo, otros dos solo por la mañana) tiene que aparecer por allí y hacer cola. El servicio se puede pagar por internet, como en cualquier tienda online, haciendo clic en el icono del carrito de la página web. Eva se presentó temprano este jueves en el laboratorio que hay junto al Retiro. A su hijo lo ingresaban en el hospital para hacerse unas pruebas y para poder acompañarlo debía tener una PCR recién hecha. Es un centro privado, pero el test iba aparte. “Así es el negocio”, dijo, sonriéndose y encogiéndose de hombros.
La incertidumbre sobre la enfermedad y los embudos del sistema público han abierto el campo a las clínicas y laboratorios para captar a clientes. Las historias que se encuentran en las colas son muy variadas. Todos buscan inmediatez: para ir a una boda en las que piden PCR, por viajes de trabajo, entre contagiados que no se fían de los periodos de cuarentena y quieren verificar que ya no están infectados... Para algunos, también, los 100 euros que cuesta la prueba es el precio a pagar por ir a ver a sus padres con más tranquilidad.
Estos días hace peor tiempo y las visitas llegan más a cuentagotas, pero no es raro que den la vuelta a la esquina y se prolongue un buen trecho por la calle transversal, según explica Mariló, una técnica de laboratorio de bata blanca que trabaja en otro centro de la empresa, en el barrio de Adelfas, después de asomarse a la puerta para ver si hay alguien esperando. La mayoría de los clientes son “gente de empresa, o que tiene que trabajar”, y a la suya en concreto le está yendo “efectivamente” bien con tanta demanda de test. Pero no han tenido que ampliar horarios ni doblar turnos. Dos pares de postes separadores marcan las filas de quien viene a hacerse analíticas y quien pregunta por las pruebas del coronavirus. Su opinión sobre la situación general es que “esto es un desastre” y la gente “hace un poco lo que le da la gana”.
Mariló vuelve al interior y casi enseguida se juntan a hacer cola unas cinco personas. Está doña Pilar Luján, que se contagió en marzo y no tuvo síntoma más allá de una febrícula, pero esta semana se está levantando con tos y quiere “quitarse de dudas”. También Andrei, que viene porque tiene un viaje de trabajo a Hungría. Su empresa se dedica a las máquinas de fundición de aluminio y le sufraga el test. Tampoco se lo tiene que pagar de su bolsillo José Manuel, cuya compañía construye puentes en Eslovaquia. El lunes sale de viaje y va a pasar el fin de semana con los suegros, que son población de riesgo. Lo acompaña su pareja, Ana, que trabaja en una residencia de mayores donde, sin embargo, hace meses que no le hacen una prueba. Ha decidido gestionarla por su cuenta antes de ver a sus padres. “Me quedo más tranquila”, cuenta.
Javier y Ricardo son bomberos, pero el primero trabaja para AENA, que corre los gastos del test siempre que justifique la situación de riesgo, y el segundo para el Ayuntamiento, que lo derivó a la sanidad pública. Ricardo se levantó con síntomas y la prueba por la pública solo se la podían hacer al día siguiente, con lo que los resultados no llegarían hasta el lunes. Así que, para evitarse pasar el fin de semana preocupado, decidió hacerse la prueba de antígenos. “Para quedarme tranquilo”, dice también él y repetirán otros después.
Beatriz está en Madrid por trabajo, pero tiene que volverse a Málaga para cuidar de su madre, que está mal de la salud. En el hospital no le realizaban la prueba, así que también tuvo que pasar por caja. Otros son más suspicaces, como Carlos, que se dedica a algo “muy específico” que prefiere no revelar, justo cuando un colega sale por la puerta y le espeta: “Tío, prefiero un tacto rectal”. Hablan dos minutos y se van en sus respectivos coches.
“En la sanidad pública tardan 10 días en darte los resultados”
El laboratorio junto al Retiro está en un edificio señorial que a la entrada tiene los mismos postes de separación que en Adelfas. Isabel y un segundo Carlos también tienen un viaje al extranjero, en su caso a Dubái, donde además les piden que vengan a este laboratorio en concreto. “Esto es como las lentejas”, bromea ella, a quien el bastoncillo en la nariz también le ha dejado una sensación desagradable. Se pregunta por qué los precios varían tanto entre unos centros y otros. “En uno 90, en otro 120, en otro 140; esto es un negocio”, protesta. Antonio, que lleva tres pruebas hechas, siempre por cuestiones de trabajo, viene hoy porque un compañero ha dado positivo. Cuando termina, compara: “En la sanidad pública tardan 10 días en darte los resultados, y esto tenía que ser…”, se para, y chasquea los dedos un par de veces en señal de velocidad. Con el test privado sabrá ya mañana si está contagiado.
Algunos llegan más preocupados. Una chica duda sobre si explicar su caso, pide esperar a la salida, y cuando baja decide que prefiere no contarlo, parecido a un hombre que musita que la prueba se la hace “por trabajo” y se marcha apresuradamente. Con más tranquilidad llegan Pilar y Cristina, que comparten piso en Chamberí y han venido en un coche de Cabify. El novio de Cristina dio positivo y ella es donante de plasma y quiere estar segura de que puede ir. “Por suerte, nos lo podemos permitir”, indica. Un chico ha venido tras 10 días confinado, después de quedar para comer hace dos fines de semana con unos amigos (asegura que eran seis), de los que dos acabaron dando positivo en las pruebas serológicas. “Es un drama que no te hagan la prueba de antígenos para darte de alta. Uno de los chicos que dio negativo al principio dio positivo después, por eso he querido hacérmela”, explica. Más específico es el caso de Victoria, que ni tiene síntomas ni se lo reclaman en el trabajo ni ha estado con contagiados, pero tiene una boda en la que los novios exigen a los invitados prueba documental del test negativo.