Dos hombres mayores llaman a la puerta del edificio y una mujer joven abre. Empieza a salir gente con cajas de hortalizas. Los visitantes las van cargando: calabacines, alcachofas y tomates para quien necesite productos frescos. Son las 19.00, y en el centro social ocupado La Atalaya de Vallecas —antiguo instituto, abandonado en 2011, recuperado tres años después de la ruina para el uso social— la estampa es habitual: desde que el coronavirus encerró al barrio, el bloque contribuye a la despensa vecinal, la que llega donde las instituciones renuncian a llegar. Tras evitar la expulsión en 2015, la amenaza ha vuelto a La Atalaya: el 10 de mayo se les notificó el desalojo, con cinco días para presentar un recurso. Usurpación de vivienda, alega la Agenda de Vivienda Social de la Comunidad de Madrid, dueña del inmueble.
Los primeros ocupantes de la Atalaya llegaron en 2014 y lo primero que tuvieron que hacer fue “fabricar ladrillos” para irlo apuntalando, según recuerda una de quienes entonces pretendían organizar un espacio juvenil, de inspiración anarquista. Pronto se convirtió en mucho más. Hoy es sala de reuniones, gimnasio de boxeo, taller de forja, fábrica de bicicletas, biblioteca, academia de clases extraescolares, huerto urbano, aula de debate feminista, sala de patinaje. Un encerado en la entrada muestra el comprimido horario de actividades diarias, en las que participan jóvenes y mayores, gente del barrio.
En el segundo piso ordena libros en cajones Julián Bermejo, de 70 años, antiguo trabajador de una imprenta, después en una mutua deportiva. Ante el posible desahucio, toca salvar lo imprescindible. “¿Cómo eliges?”, se pregunta Bermejo, apesadumbrado. Se salvarán las colecciones completas. Thomas Mann, Lorca, Borges, Allende, Trotsky, también una de Corín Tellado.
Bermejo empezó a colaborar con La Atalaya hace tres años. “La hija de los dueños del bar donde como venía a boxeo y me lo propuso”, recuerda. “Esto estaba hecho una pena”, cuenta, pero con trabajo lo puso a andar. Yusuf, que cursa el grado de ingeniería telemática, también está chafado ante la posible expulsión. “En casa somos muchos y no puedo estudiar”, lamenta. “Ya sabes la fama que tienen estos sitios; que se fuman porros, que se bebe… Pero no vienen por aquí a comprobarlo”, critica el bibliotecario.
Desde los ventanales sin marco del piso superior se aprecia una panorámica de Madrid, con su nube de contaminación, sus edificios de ladrillo, las cuatro torres de la Castellana al fondo. Como al lado del centro hay un parque, como las vistas desde el promontorio son bonitas, como el Ayuntamiento está rehabilitando la zona, construyendo un itinerario peatonal entre miradores, algunos en el centro apuntan al negocio urbanístico como motivo del nuevo intento de desalojo.
Lo único que consta, de momento, es la investigación por usurpación y un oficio a la comisaría para que proceda al desahucio. En la asamblea abierta para discutir qué hacer, que empieza a las 20.00, el abogado Erlantz Ibarrondo defiende que “por lo estrictamente jurídico, el desalojo es difícil, pero vivimos en el Reino de España”. Alguno de los presentes, en torno a un centenar de personas, ríe.
En un antiguo despacho, Gerald montó un taller de costura, de serigrafía y diseño textil. De una chaqueta ha sacado una riñonera y una mochila. Ahora está cubriendo telas, recogiendo. “La experiencia que tengo con estos espacios es que la sociedad está muy polarizada. No llegan a entender la ocupación, sea con ce o con ka. Aquí los chavales pueden desarrollar su creatividad, pero falta inteligencia emocional”, reflexiona.
La lucha nacida del “barro”
Un mural junto al patio donde se celebra la asamblea recuerda al desaparecido Angelo Conti, cantante de Banda Bassotti, con la frase en italiano “quien lucha jamás será esclavo”. De lucha van sobrados en Vallecas, según recuerdan los intervinientes en la asamblea. Elena, una veterana del barrio, lo rememora. “En Vallecas venimos del barro”, dice. Recuerda el caldo de cultivo para la génesis del centro, cuando los recortes por la crisis inmobiliaria, y la falta de un espacio que sirviese de punto de reunión para organizar la protesta. La Atalaya “superó todas las expectativas”.
El desalojo estaba previsto para esta semana, pero el centro tratará de resistir. Al recurso jurídico se une el apoyo popular. La amenaza representa también una oportunidad para unirse y “salir de las dinámicas de la derrota” de los movimientos sociales, dice uno de los asambleístas. Enseguida empieza una colecta de fondos, la primera caja de resistencia, en un vaso de plástico que al poco se llena.