Es “un dulzor extraño”, asegura José Miguel Martínez, vigilante de seguridad. “Como quemado, como ácido”, duda Gema Vega, madre de un bebé. “Parecido al butano”, coinciden Cristina y Antonio, recién llegados al barrio. “Es algo masticable” señala Almudena Salvador; como “aceitunas en salmuera”, precisa David Fernández. Todas estas aproximaciones son de vecinos de Valdecarros, en el ensanche de Vallecas, donde acaba el municipio de Madrid, al borde de Rivas y a escasos kilómetros del vertedero de basuras de Valdemingómez. Ya no es como hace unos años; no es tan intenso, no es tan continuo, pero aquí, aun de vez en cuando, sigue oliendo mal.
Los vecinos de este ensanche del sureste madrileño apenas se han enterado de que el metano casi saturó los sensores del satélite de la misión Copérnico - Centinela S5, afinados con los de la empresa canadiense GHGSat, ambas dedicadas a la vigilancia de las emisiones atmosféricas. Es normal, porque el metano, al contrario que la ensalada olfativa a la que están habituados aquí, a 17 kilómetros del centro, es inodoro. Pero en dos episodios, en agosto y octubre, se detectaron columnas de gas que llegaron a ser de 8.800 kilos por hora, según informó esta semana la Agencia Espacial Europea. El metano es un gas tóxico y de efecto invernadero, hasta 90 veces más efectivo a la hora de atrapar la radiación solar que el dióxido de carbono, calculado en un periodo de 20 años, según el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC).
Los problemas de las emisiones en Valdemingómez se vienen arrastrando casi desde que se comenzó a urbanizar el ensanche. Dieron lugar a importantes movilizaciones ciudadanas y una cierta “militancia del cuestionario”, según recuerda Quique Villalobos, vocal de la Asociación Vecinal Ensanche de Vallecas y presidente de la Federación Regional de Asociaciones de Vecinos de Madrid (FRAVM). Los vecinos registraban cada episodio en un escrito que se enviaba al ayuntamiento. La práctica empezó en 2008, hoy hay cierta fatiga entre los residentes. “Ya ha pasado en algún otro momento, que la gente acaba considerando que no sirve para nada y lo abandona”, indica.
En la última década se acometieron mejoras en el tratamiento de los residuos, y hoy en día se supone que el gas que genera la materia orgánica en descomposición se recoge eficientemente para derivarlo a la red de suministro o para generar electricidad, tal como manda la normativa europea. “El Ayuntamiento tiene contratada una empresa que mide el metano con drones. Si hay un satélite que detecta esto es que aquí hay alguien mintiendo o no contándolo todo”, advierte Villalobos.
El Ayuntamiento de Madrid se hizo el sorprendido ante la revelación satelital. La portavoz municipal, Inmaculada Sanz, indicó el jueves que los datos publicados no les “cuadran”, informa Carmen Moraga. El Consistorio pretende “contrastar esas informaciones”, porque no había recibido “ninguna notificación” ni tampoco “se había informado al operador de la planta del vertedero de Las Dehesas del parque Tecnológico de Valdemingómez”, despejó. “La verdad es que nos sorprenden esos datos”, siguió Sanz, que aseguró que la ley se cumple, pero que “estudiarán” lo publicado para ver qué hacen, en su caso.
Inversión “innecesaria”
El gobierno municipal de Manuela Carmena había acordado, tras mucha movilización vecinal, invertir hasta 12,5 millones de euros en diversas actuaciones para limitar los olores. “Estaba planificado y presupuestado, incluso había alguna cosa licitada”, recuerda Villalobos. Cuando el PP regresó al poder, mandó parar. La inversión era “innecesaria”, alegaron, porque las mediciones no eran homogéneas y la generalización de la recogida separada de la materia orgánica iba a reducir el problema. Al final la inversión se quedó “en la mitad”, lamenta el líder vecinal.
“Es una indefensión ambiental total. Nos comemos lo que no sabemos”, protesta José Cid, que es doctor en Química del Medio Ambiente y la Polución por la Universidad de Barcelona, además del director técnico de la empresa que contrató la asociación de vecinos hace una década para justificar científicamente que en Valdemingómez había más gases tóxicos de los que oficialmente se declaraban. Eran los tiempos de Alberto-Ruiz Gallardón y a Cid se referían en el PP como “ese señor de Terrassa”, por su empeño en ir de madrugada a Vallecas a medir niveles de emisiones con su olfatómetro de última tecnología.
“Está bien que los satélites detecten el metano. Pero, ¿qué relevancia tiene? Más allá de señalarlo, no tiene ninguna consecuencia”, critica. Cid duda de que Madrid “no se puede permitir 30 millones de euros para renovar unas instalaciones que tratan 4.000 toneladas al día y son el mayor centro de tratamiento de residuos de España”, y atribuye las reticencias a motivos más ideológicos que técnicos o económicos.
La fuerza de la costumbre
Mientras tanto, a los vecinos no les ha quedado otra que irse acostumbrando. Más o menos. “Depende del viento, pero nunca te acostumbras”, señala José Miguel Martínez, a la salida del supermercado, antes de subirse al coche. En Valdecarros, al final del Ensanche, hay una avenida con cuatro carriles por sentido de circulación y grúas que trabajan en la construcción de los bloques y de campos de deporte de césped artificial. “La gente está acostumbrada, no se va a ir porque huela mal”, concluye con cierta sequedad José Luis, el último farmacéutico de este vértice de Madrid.
En la calle del Arte Hiperrealista, en el extremo, por una senda peatonal por la que avanza de media mañana algún vecino suelto, aparece Conchi, de 71 años. “Tengo problemas al respirar, como que me ahogo”, cuenta, pero ignora si las emanaciones del vertedero tienen que ver. “No sabemos qué nos trae el aire”, dice, encogiéndose de hombros. Gema Vega, de 37 años, con el bebé Martín en el regazo, desconfía de las cifras municipales. “Hay un medidor que no sé cómo mide”, recela. En casa ha cambiado las ventanas, así que se siente razonablemente a salvo. Aunque cuando el niño empiece a corretear por fuera, quizás se preocupe más. “A veces, te despiertas por las noches”, cuentan Almudena y Salvador, de 50 y 48 años, que pasean al perro. “Últimamente huele menos, pero nosotros no nos obsesionamos”, señala él, antes de despedirse con una última reflexión: “Si supiésemos realmente lo que es…”.