El patio del Museo ABC en Amaniel es uno de los platós más populares de Madrid. Pasas por ahí y te cruzas con una sesión de fotos de algún pretendiente a influencer o la grabación de un vídeo para la próxima estrella del rap. Es fenomenal que se use el espacio público como decorado, incluso cuando no es tan público, como es el caso. La ciudad es el contexto de nuestras vidas y, por eso, es normal que lo sea de las que exhibimos en redes sociales.
Hace no mucho, por cierto, las redes sociales eran otra cosa. O así nos lo parecían. Lo cuenta bien Vivian Gornick en Apegos Feroces, su relato para explicarse a ella con su madre, cuando habla de las relaciones vecinales de apoyo de su infancia en un Bronx que podría ser Malasaña, Usera, Vallecas o cualquier barrio de por aquí. Ahora tenemos la impresión de que ya no nos cuidamos como antes y hay incluso quien cree que las redes sociales de este milenio tienen parte de culpa.
Cada vez más estudios demuestran que las redes nos atrapan no sólo en burbujas ideológicas sino también de clase. Y que lo hacen además de una forma perversa, puesto que la sensación que tenemos es la de estar más conectados que nunca. Cada vez más, se acusa a las empresas que copan este mercado de permitir que sus canales sean superconductores de mitos y leyendas llenos de sesgos que potencian esa segregación y nos alejan de un consenso sobre el bien común. Se les señala, además, por traficar con los datos que amablemente les hemos cedido por contrato para convertir nuestra división en su negocio multimillonario. Cada vez es más habitual cruzarnos por la calle sin mirarnos, pendientes de la pantalla, quizá hablando o ligando entre nosotros a través de ella. Tanto, que hace unos años una ciudad china, Chongqing, pintó un carril exclusivo para peatones teléfonoadictos como acción de comunicación de guerrilla y medio mundo se lo tragó como posible.
Puede parecer que me estoy haciendo un Javier Marías o un anuncio de Ruavieja. No es la intención, que yo soy más de pacharán. Sólo me pregunto dónde está ahora mismo la ciudad. Si lo que hacemos es usar este territorio para mostrar nuestro yo construido para el que está al otro lado de la pantalla, igual estamos haciendo realidad el escenario de La ciudad y la ciudad, la novela de Chia Miéville en la que un inspector tiene que investigar un asesinato entre dos ciudades gemelas que, por la voluntad de sus dirigentes y habitantes, son universos paralelos. O quizás, por fin estemos llenando ese espacio virtual en forma de videojuego que fue el hype de primeros de siglo. La duda es si podemos atender nuestra Second Life sin dejar de estar presentes en la primera.