Una de las imágenes de finales de agosto en Madrid ha sido la de un operario municipal descolgando la placa de la calle Maestra Justa Freire (en el barrio Las Águilas, Latina) y restituyendo la de General Millán-Astray tras una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid. El juez considera que el militar no participó directamente en el golpe de Estado (opinión que no comparten numerosos historiadores). Son muchas las voces, entre las que podríamos nombrar la de la Fundación Ángel Llorca, que han puesto el grito en el cielo por la desaparición de la calle dedicada a la maestra Freire, pionera de la escuela pública más moderna de nuestro país y represaliada por el Franquismo después de la guerra.
Justa Freire, junto al maestro Ángel Llorca, desarrollaron gran parte de su carrera docente en un centro escolar muy especial, el más que centenario colegio Cervantes de la glorieta de los Cuatro Caminos. Merece la pena hablar de aquel colegio pionero y de estos dos pedagogos para pensar como sociedad qué nombres merecen, y cuales no, nombrar las calles de nuestra ciudad.
La calle del Maestro Ángel Llorca, que sustituyó a la del General Rodrigo en Chamberí, consiguió salvarse del revisionismo judicial que siguió al cambio de nombres de calles franquistas llevado en Madrid la pasada legislatura, por cierto.
Centro Escolar Cervantes, centro experimental y hogar de los niños de la barriada
Cuando el colegio abrió sus puertas, el 15 de enero de 1918, la barriada de los Cuatro Caminos estaba despegando y contaba aún con pocas infraestructuras y servicios públicos. La glorieta era una puerta de doble dirección entre el Ensanche norte (Chamberí) y el extrarradio obrero (Cuatro Caminos y Bellas Vistas), aunque en la práctica los Cuatro Caminos eran una sola cosa y sus nudos sociales se construían del lado chamberilano: la primera biblioteca popular (hoy conocida como Ruiz Egea), la Casa de Socorro, la Iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles o el primer mercado cubierto (el de San Antonio). El colegio llegó como el maná a un extrarradio huérfano de escuelas, más allá de algunos pequeños centros llevados por maestros en casas y colegios patrocinados por la iglesia católica.
El Cervantes se concibió desde el principio como un centro educativo pionero. A partir de 1921 se definieron sus principios como escuela oficial de ensayos pedagógicos dependiente del Ministerio de Instrucción Pública. Los 324 alumnos que acudían al centro disponían de una escuela abierta de nueve de la mañana a nueve de la noche con comedor, proyecciones de cine, una biblioteca circulante, talleres, actividades extraescolares, otras destinadas a antiguos alumnos, entre otras cosas novedosas en la escuela pública de la época. Sus maestros, una docena de funcionarios propuestos por la propia escuela, participaban en congresos internacionales e hicieron estancias grupales en el extranjero.
El proyecto fue encargado por el pedagogo Manuel Bartolomé Cossío al arquitecto Antonio Flórez Urdapilleta, cuya familia estaba relacionada con la Institución Libre de Enseñanza. Su construcción en ladrillo se aparece aún hoy en la glorieta perfectamente integrada con el caserío histórico del extrarradio, un neomudéjar popular sobrio que, aunque hoy está en retroceso, identifica el Madrid popular que estaba desarrollándose entonces. El edificio se pensó, pues, desde la perspectiva de educadores, lo que se ve en los espacios para que los niños tomaran baños de sol, en los talleres (de carpintería, de encuadernación o de metalistería artística) o en la pionera presencia de una pequeña piscina.
La educación del centro se desarrolló sobre los raíles de las últimas ideas educativas del momento y la participación constante de los alumnos. A partir de 1925, los alumnos de 12 a 14 años empezaron a hacer un grupo autónomo, no guiado por el profesor. Santiago Carrillo, antiguo alumno de la escuela, recuerda haber participado de este grupo, que se desarrollaba con la presencia de Llorca desde la salida de clase hasta el cierre del centro, a las nueve de la noche. Durante estas horas de libertad educativa los chicos leían o escribían sus textos a máquina. “Nos hubiéramos quedado a dormir si hubiéramos tenido cama”, decía el viejo político comunista en el documental Ángel Llorca. El último ensayo.
Las escuelas las hacen sus maestros y maestras
Ángel Llorca fue el primer director del Grupo Escolar Cervantes y seleccionó un equipo pionero de siete profesores que no se conocían entre sí. Llega a Madrid en 1913 y se instala en la Residencia de Estudiantes, donde vivirá hasta 1936. Durante estos años, terminaría de llegar al convencimiento del lugar central que debía tener en la sociedad la educación popular. Fue a través de su experiencia en círculos republicanos, su contacto con la Institución Libre de Enseñanza, su propia experiencia previa en aulas unitarias o el conocimiento de otras experiencias europeas –como las Escuelas Nuevas– durante sus viajes becados por la Junta de Ampliación de Estudios.
Con la llegada de la Segunda República y el impulso consciente a la escuela pública operado durante estos años, Llorca es nombrado vocal del Patronato de Misiones Pedagógicas. Su gran idea siempre había sido apoyar a los maestros rurales y llevar la mejor ilustración a las aldeas de España, y ahora el signo de los tiempos le acompañaba.
Una de las maestras del cuerpo de profesionales diseñado por Llorca, acaso la más recordada hoy, fue Justa Freire. Bregada en la escuela rural en su Zamora natal, fue en el Cervantes donde se desarrolló como maestra y pedagoga desde 1921.
Allí tuvo a su cargo la acción social, que incluía las actividades extraescolares, la relación con las familias o el comedor, entre otros asuntos que le conferían una especial cercanía con los alumnos. Carrillo la recordaba, con gran afecto, a cargo de los talleres a los que asistía. Además, era el pilar fundamental de algunos de los ensayos pedagógicos más ambiciosos del centro, como la escuela maternal o la formación de maestros.
Durante la República aprobaría las oposiciones a directora de escuelas graduadas, siendo nombrada directora del centro escolar Alfredo Calderón (hoy Padre Poveda), convirtiéndose así en una de las primera mujeres al frente de un equipo de hombres en una escuela. Durante los años republicanos participó en las Misiones Pedagógicas y publicó textos sobre pedagogía .
Al acabar la guerra, Justa Freire cumplió condena en la cárcel de Ventas –Causa Criminal 16.536– tras ser acusada por un antiguo compañero de haber llevado a sus aulas prácticas laicistas y “haber cantado con sus alumnos una canción con letra rusa en una ocasión”. Durante los dos años que permaneció presa se hizo cargo, junto a otras maestras represaliadas como María Sánchez Arbós, de la escuela de adultas. Es por esto que en alguna ocasión se las ha nombrado como las maestras de las Trece Rosas.
Durante los primeros momentos de la guerra, y pese a estar recién jubilado, Llorca permaneció al frente del colegio y, posteriormente, salió evacuado hacia levante. En diciembre del 36 se ocupa de organizar en el Perelló, junto a su antigua colaboradora, una colonia escolar con niños evacuados del propio Cervantes y del colegio Alfredo Calderón, que esta dirigía.
Tanto Llorca como Freire fueron depurados por el régimen franquista, al igual que otros miles de maestros republicanos. Ella, como hemos dicho, cumplió condena de cárcel y, al salir, se vio abocada a subsistir dando clases particulares hasta que pudo entrar a trabajar en el Colegio Británico con contrato de secretaria, a mediados de los cincuenta. Poco después pudo recuperar su carrera como docente de la escuela pública, despojada de su cargo de directora, de su antigüedad y castigada a trabajar fuera de Madrid hasta el final de su carrera. Ahora también ha perdido la calle que llevaba su nombre desde el año 2018.