Diego Casado

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Viernes, 13 de marzo de 2020, al mediodía. Un día antes de que el Gobierno decrete el estado de alarma en todo el país, la incertidumbre es absoluta en un pequeño estanco en el número 3 de la calle Blasco de Garay, en Chamberí. La Comunidad de Madrid acaba de anunciar el cierre de todas las actividades no esenciales en unas horas y decenas de fumadores empiezan a llegar en tromba para comprar tabaco, ante la posibilidad de no tener un cigarrillo que llevarse a la boca durante las próximas dos semanas de encierro en casa.

Dentro, Pepe Jimeno, el estanquero, intenta contener la avalancha de clientes que se le viene encima y piensa en la mejor forma de atenderlos a gran velocidad. Piden tres, cuatro paquetes y algunos se llevan varios cartones de golpe. “No tuvimos apenas tiempo de pensar, la gente acaparaba y se llevaba tabaco para un mes, nos dejaron el estanco casi vacío”, recuerda ahora, un año después de que la pandemia llegara a nuestras vidas. En apenas seis horas, Pepe vendió el mismo tabaco que despacha normalmente en seis días.

Sobre las ocho de la tarde, una circular confirmó que estos comercios podrían permanecer abiertos durante el confinamiento. Hasta ese momento todos los estanqueros de Madrid tenían la duda de si se consideraban una actividad esencial o no, pese al número de clientes que se agolpaban a sus puertas. Y desconocían si el 13 de marzo sería su último día de ventas en las duras semanas que estaban por llegar.

El bien esencial que despachan en La Expendeduría de Aguilera –ese es el nombre del local– era para muchos más preciado en aquellos momentos que el pan o el papel higiénico. La ansiedad que podía generar a un fumador un confinamiento sin tabaco solo la entienden los que han sufrido este síndrome de abstinencia. Pero pasada la avalancha del viernes, el sábado todo se quedó más tranquilo: la gente ya sabía que los estancos seguirían abiertos y no era necesario almacenar nada, porque todavía quedaban existencias. Por la tarde, Pedro Sánchez anunciaba el estado de alarma en todo el país y prohibía a la gente salir de casa.

El lunes Madrid era una ciudad fantasma. El silencio solo lo rompían las sirenas de policía y ambulancias

El primer día de la semana siguiente, todo era diferente: “Pasamos de un viernes de incertidumbre, miedo y estrés, a abrir el lunes en una ciudad fantasma, vacía. El silencio solo lo rompían las sirenas de policía y ambulancias”, relata Pepe en conversación con Somos Chamberí. Él llegaba en moto todos los días desde Aravaca, donde está su casa, a un escenario postapocalíptico, a veces como de película de cine fantástico, con calles desiertas, y otras con tintes tétricos, con hileras de coches fúnebres en la calle Santa Cruz de Marcenado.

Pepe recuerda las mañanas de olor a lejía y a amoníaco, que aplicaban para desinfectar todas sus instalaciones mientras saludaba de lejos al farmacéutico de al lado y a la veterinaria de enfrente, los únicos comercios abiertos de la calle. Al principio nadie sabía qué había que hacer para evitar caer enfermos por el virus: “No sabíamos qué distancia había que guardar, ni habíamos oído hablar del contagio por aerosoles. Las medidas de seguridad las improvisábamos nosotros, en medio de una falta total de materiales”, explica mientras recuerda haber pagado hasta tres euros por una mascarilla sanitaria que ahora cuesta diez céntimos. Las farmacias las despachaban racionándolas, a razón de solo una por persona.

El hedor a lejía acompañaba la soledad en la que se convirtieron las jornadas, con muchos ratos de local vacío y, de vez en cuando, algún cliente. “Cualquier persona que pasaba por el estanco se paraba a hablar conmigo cinco, diez y hasta veinte minutos”, cuenta. Acudían a comprar tabaco, pero sobre todo iban a socializar con alguien para salir física y mentalmente de su encierro. “El mostrador se convirtió en una especie de confesionario. Yo les hacía de psicólogo a mucha gente, pero a mí también me servía de desahogo”. Clientes anónimos, con los que llegó a compartir “vivencias personales y profundas, aunque no supiéramos cómo nos llamábamos”. Eso por la mañana, porque la tarde transcurría lenta, “con muchísimo aburrimiento y dándole vueltas a que aquello no estaba funcionando”. Algo que solo aguantaba “porque a las ocho llegaba el aplauso” y con él la alegría de ver que estaba rodeado de gente, batiendo sus manos por el esfuerzo colectivo.

A medida que iba pasando lo más duro del confinamiento y comenzaba la desescalada, los estancos también comprobaron que los hábitos de los fumadores estaban cambiando: a la tendencia a dejar de fumar en casa de los últimos años se le unió el pasar más horas en el domicilio por las restricciones a la movilidad y los vapeadores o el tabaco para calentar empezaron a tener más salida. “En general, he vendido más dispositivos sin combustión, que es lo más molesto dentro de la casa si convives con niños o con no fumadores”.

Con los paseos y el fin progresivo de las restricciones, llegó el buen tiempo y también mayor actividad al barrio, aunque sin parecerse al hervidero en el que se convertía esta zona de Chamberí durante otros años. Faltaban los estudiantes que daban vida al comercio en los finales de curso. Lo que sumado a la mala situación económica provocó que la actividad del estanco se redujera en verano, cuando parecía que ya era difícil que las ventas descendieran aún más. Julio y agosto son un erial en el centro de Madrid. 

En septiembre volvió parte de la normalidad, mermada. Los alumnos de las universidades –al lado del estanco está la sede principal del ICADE– regresaron, aunque con clases semipresenciales, dos días a la semana. Y el 26 de octubre la Comunidad de Madrid decretó por su alta tasa de contagios el confinamiento del área de salud de Guzmán el Bueno, donde se encuentra el estanco. Esta vez no fue un grave problema para el negocio: “A efectos de venta en el mostrador, la incidencia se notó muy poquito. No vino gente a acaparar. Lo que volvió fue la incertidumbre”, rememora Pepe, que se sabía –como el resto de vecinos– dónde se colocaban todos los días los escasos controles policiales: “Había uno en Santa Cruz de Marcenado, a la salida del túnel, todas las mañanas de 11.00 a 13.00. y otro en la calle Mártires de Alcalá, enfrente de la Escuela de Guerra, de 17.00 a 19.00. Solo paraban a los coches, nunca a las motos ni a los peatones. El barrio era tan permeable como lo era antes del cierre perimetral y la gente sabía que la medida no servía para nada”, asegura.

El confinamiento imaginario del barrio acabó el 3 de diciembre y llegó la ansiada Navidad, que tampoco salvó la maltrecha economía del estanco. “Vendí más sellos, se ve que la gente escribió más christmas”, dice Pepe sobre una actividad de su gremio que ya hace tiempo pasó a ser residual para el negocio. Fue lo único en lo que aumentó el negocio, porque los puros que otros años llevaban los familiares para las sobremesas o los compañeros de trabajo a las cenas de empresa se quedaron en sus cajas.

Pasado casi un año de pandemia, Pepe echa la vista atrás con cierto pesimismo y cree que la sociedad que le rodea ha cambiado mucho: “Para mí, que no he tenido problemas médico ni ningún allegado enfermo grave por esto, lo más triste ha sido ver cómo nos olvidamos de los aplausos, del esfuerzo colectivo y de la esencia del problema en sí, que era vencer al virus”, dice con desesperanza. “Fue como pulsar un interruptor, la gente empezó a mirar hacia fuera, a preocuparse por sus propios problemas, a buscar a los enemigos: los mayores señalando a los jóvenes como culpables, con sus fiestas. Los jóvenes pensaban que los problemas venían por las aglomeraciones del Metro…”

Un 70% menos de ventas

Pese a aquel 13 de marzo en el que batió récords, lo más duro el confinamiento supuso para el estanco de Blasco de Garay una caída de entre un 60% y el 70% en el valor de los tickets. Desaparecieron las compras de la gente de paso, como también las de los estudiantes, que no iban a acudir a una universidad cerrada. Solo podía vender a los vecinos del barrio que no se habían marchado. “Era paradójico, porque tenía la sensación de que mi negocio se acababa, que tendría que cerrar, y mientras los que venían a por su paquete me decía que tenía suerte, que era un privilegiado poder permanecer abierto, que la gente seguía fumando. No eran conscientes de la cantidad de clientes que habían desaparecido en el centro de la ciudad”.

Pepe suplió la falta de clientes con jornadas maratonianas y más de 60 horas semanales detrás del mostrador. “El negocio ha cambiado, ahora hay que estar más horas en el local, porque nunca sabes si el que entre va a comprar un papelillo de 0,80€ o viene a por cinco o seis cartones, se gasta 200€ y te ha salvado el día”. Solo cerró el local una semana, durante el verano. Le brillan los ojos al recordar los días que pasó hace unos meses al sol de Corcubión, en la Costa da Morte gallega, descansando y tocando música con sus amigos.

Pese a que los datos de Madrid a nivel general hablan de una caída del 4,65% en ventas en 2020 -cifras publicadas por la Mesa del Tabaco- a día de hoy Pepe arrastra todavía un 30% menos de facturación con respecto a las mismas fechas de 2020: “La normalidad del negocio aún no la hemos recuperado, mucha gente se ha ido del barrio por el teletrabajo, y los estudiantes tienen clases semipresenciales, solo vienen a la facultad menos de la mitad de los días”. El cierre parcial de la hostelería también hace disminuir las ventas, tanto las directas en las máquinas a las que también surte el estanco como las indirectas, por un mayor consumo de tabaco asociado al ocio y a la actividad social. “Cualquier restricción a la gente en la calle y en el ocio es una restricción al tabaco”, resume.

El futuro no es mucho más halagüeño para Pepe, porque antes de que vuelva el ocio le abrirán otro estanco más en la zona, más cerca de la facultad del ICADE que el suyo, que se podrá llevar buena parte de sus estudiantes habituales. Él confía en que sus antiguos clientes recuerden que su local estuvo abierto durante lo más duro de la pandemia: “Sería una gran alegría que valoraran mi trabajo de todos estos meses. El tiempo lo dirá, los nubarrones son negros, pero llevamos un año resistiendo y yo no me voy a rendir”.