Ya antes de la pandemia el problema de las terrazas, por extensión el uso privado del espacio público, tenía tendencia entrópica al desorden. Un desorden incluso amistoso aceptado como una contribución a la paz vecinal. Alguna que otra llamada a la policía o algún que otro invento como el de las cruces en azul o verde que señalaban los límites de cada negocio que propulsó por primera vez en la ciudad el concejal Jorge García Castaño en Chamberí. Pero con la entrada en la famosa nueva normalidad nos hemos instalado directamente en un nuevo orden basado en la excepcionalidad.
La hostelería se ha convertido en el enfermo protegido y prioritario de nuestra economía urbana y a su cura y restablecimiento se han subordinado todas las demás variables del entorno. Sacar la actividad del interior al exterior. Era el lema, el mandato sanitario. Si para ello se debían incrementar los metros cuadrados de empleo de las aceras, ningún problema. No se han hecho las terrazas para el hombre y la mujer sino los hombres y las mujeres para las terrazas. Item más: como existe una corriente de fondo que reclama más aceras y menos coches aparcados, una corriente de fondo que dicho sea de paso había sido considerada como una catástrofe por la derecha municipal como demostraron el alcalde Almeida y la vicealcaldesa Villacís en la calle Galileo, pues cambiemos coches por terrazas. La tontería más grande de la historia municipal madrileña. Un coche aparcado no contamina ni hace ruido. Una terraza en la calzada emite carbono por un tubo y expulsa ruidos superiores al mismo tráfico.
Pero mientras todo esto giraba, el toque de queda a las once o las doce nos libraba del gran enemigo del descanso vecinal: el botellón. Nos dábamos por satisfechos. Las terrazas cerraban más o menos religiosamente y los últimos clientes remoloneaban en las cercanías mientras negociaban la marcha a algún domicilio particular. El caso es que ese tiempo benéfico ha terminado. Ahora tenemos terrazas ampliadas en las aceras, terrazas en la calzada, muchas de ellas clandestinas, veladores a modo de puntos de fumadores en las mismas puertas de los establecimientos y grupos humanos en espera de mesas a los que añadir el incremento del público en el interior de los locales ya que los aforos limitados subirán espectacularmente, de hecho en muchos sitios ni se cumplen. Más la fauna humana asociada regularmente a los grandes grupos: músicos callejeros, mendicidad profesional y amigos de lo ajeno que esa es otra. Cualquiera se lo puede imaginar pero solo una parte de los vecinos sufren. En barrios concretos de Chamberí como en la famosa calle Ponzano o los de Trafalgar la situación bordea lo indescriptible.
Los afectados se sienten incomprendidos. Sus reclamaciones por ruido ante las autoridades no son atendidas. A los clientes de esos establecimientos, la mayoría de las veces no son vecinos de proximidad, los problemas de los vecinos les resbalan, no tienen conciencia de los desmanes. Los propietarios van a lo suyo e incluso se sienten amenazados por los protestantes y hasta alguno de ellos ha creído oportuno utilizar el lenguaje de los puños para enfrentarlos. Te llaman gruñón, amargado o de ahí para arriba. Hemos conocido casos de vecinos que han llevado sus protestas a los medios de comunicación y que han recibido mensajes de amenaza por pronunciarse.
Esta circunstancia diaria, la lucha por el aparcamiento, el sortear la barrera humana desprovista de mascarillas, el aguante de los ruidos, de los humos, de los gritos, de las celebraciones, se convierte en una tortura. La acumulación de sesiones de tortura te puede conducir a un grado de depresión o de ira. Al puro deterioro mental. No tenemos conciencia del grado de empeoramiento de la salud psicológica de la población madrileña y en qué medida viene inducida por el drama del desorden de la hostelería callejera.
Con la extensión de los horarios de apertura y cierre hasta la una o las dos de la noche y la desaparición del toque de queda está cantado el escenario que nos va a tocar vivir en los meses de verano.
Y lo malo es que somos muchos los que creemos que no existe una conciencia mayoritaria, ni siquiera a veces en las zonas afectadas, de la gravedad del problema. Por evitar enfrentamientos entre vecinos, por encontrar alternativas personales tales como desaparecer en verano para marchar a nuestras segundas residencias ya que muchos somos jubilados. Otros por tener estilos de vida muy nocturnos y la mayoría por puro convencimiento de que no sirve para nada, nos callamos ante este estado de cosas y procuramos vivir la vida al margen. Pues bien haremos en evitar la desidia.
Pues por detrás de todo esto hay algo que se está quebrando en la vida vecinal. La sensación de desaparición del barrio como espacio de convivencia. La emergencia del negocio de unos y el ocio de otros como el motor económico y vital de nuestras calles. Calles valoradas en función del dinero que mueva la actividad nocturna y hostelera. El viejo modelo del tabernero bonachón, cómplice y amigo de los vecinos está siendo sustituido por el grupo inversor de turno, por el especulador de la noche, por el que busca sus plusvalías más allá del margen empresarial de los servicios de hostelería tradicionales. Por la creación de marcas, la conexión con mundos como los de la moda y la imagen en procura de beneficios extraordinarios, por el pelotazo. Los bares de la ciudad y los restaurantes gobernados por las ideas especuladoras típicas de los negocios de playa. Ese es el modelo que nos viene. Y el que no quiera verlo es por ceguera. Son innumerables los nuevos operadores del negocio hostelero venidos desde áreas ajenas a sus tradiciones. Desde la actividad inmobiliaria, desde la inversión extranjera. Y a veces controlados por grupos interesados en ámbitos como la seguridad y otros más inconfesables. Esos negocios van a intentar controlar a los operadores tradicionales. Y con la desaparición de estos los vecinos perderán la misma capacidad de intervenir en defensa de sus derechos. Hoy es vital que los vecinos sean capaces de crear consenso con la gente de nuestros bares y restaurantes de barrio. Y con sus trabajadores. Estamos en el límite de hacer eso posible.
En cuanto a nuestras autoridades. Simplemente les pedimos que estudien bien sus movimientos. Que no se hagan cómplices de un proceso de deterioro a instancias de los nuevos bárbaros de empresa. Que recuperen en primera instancia la normativa prepandemia. Y que abran iniciativas de diálogo social y ciudadano. Todavía estamos a tiempo.
Ese diálogo debe versar sobre el modelo de ciudad que queremos, el grado y las variantes de uso que deseamos para el espacio público. Los negocios que albergamos. La movilidad. La paz vecinal. La calidad de aire y de vida. El problema no son las terrazas. El problema es la defensa de la ciudad.