Partimos de una postal que es una foto robada, bien distinta de los falsos posados playeros que, imagino, siguen siendo habituales en verano. Tres chicos conversan mirando al frente, poco antes del atardecer. Todo parece en obras a su alrededor y, resulta obvio, ese no era el emplazamiento original del banco. El famoso cielo de Madrid los envuelve, pero están muy lejos de los miradores y terrazas que aparecen en las guías turísticas sobre la capital.
El no-lugar del antropólogo Marc Augé –recientemente fallecido– se ha convertido casi en un concepto comodín con que salpicar textos sobre la ciudad. Ese espacio neutro, intercambiable en cualquier parte del mundo, que las personas no llegamos a hacer nuestros nunca, del aeropuerto al campo de refugiados. Me gusta pensar –y estoy seguro de que es así– que existen otros lugares intercambiables posibles en cualquier pedazo de tierra que son perfectos para que los hagamos nuestros y lo llenemos de identidad. Lugares esperanto.
En cualquier parte del mundo debe haber una escalera en cuyos escalones conversan cada mañana de verano un grupo de adolescentes. Se conocen tan bien que pueden permitirse mirar todos al frente, sonando desde diferentes alturas. Es esta una actitud, la de mirar hacia adelante mientras el tiempo rueda, que es muy de los adolescentes y muy de verano, cuando todo pasa aún lento y el tedio puede convertirse en material para el recuerdo.
Siempre, en cualquier sitio, hay un bordillo donde sentarse con una cerveza apoyada junto al cuerpo. En todo rincón con vida humana que se precie habrá, espero, un banco tan hecho a sus habitantes que podamos perdonar la falta de civismo de sentarse en el respaldo, con los pies sobre el asiento. Lo que es una costumbre odiosa en el metro pasa inadvertido cuando quienes están en ese banco siempre están allí. Los bancos desplazados para poder sentarse de frente, con los pies de tu partenaire entrelazados con los tuyos, apoyados en el tablón del asiento y entre tus piernas. Los bancos con tatuajes horadados en la madera. Esos son los bancos que diseñó el pueblo.
Estos espacios que usamos con partes del cuerpo disidentes podrían ser, precisamente, los que nos permiten decir “no” a un mundo que parece pensado para no parar nunca. Poner los pies donde tiene que ir el culo o poner el culo donde tienen que pasar los pies como forma de protesta y afirmación. O, simplemente, como manifestación de ser uno con tus colegas, en la calle.
Los chicos de la foto que encabeza el texto tienen a sus pies el parque Rodríguez Sahagún, al norte de Tetuán. Era principios de verano y el calor era ya soportable a esas horas. En el parque había vecinos jugando al ecuavóley, niños rodando ladera abajo, una familia repartiendose las Heraclio Fournier, un partido de baloncesto de la comunidad filipina y mogollón de pandillas con altavoces tomando sus bancos. Entre muchas otras cosas.
Era un ocaso de verano y los chicos del banco, en la foto, disfrutaban a los pies de las torres Skyline de unas vistas que se han convertido en el principal reclamo promocional de los rascacielos de lujo, que, en parte, son la causa de toda la remodelación de un barrio. Desde el banco ejecutan la venganza de disfrutar gratis del atardecer y debajo de ellos sucede lo mejor que le pasa a esta ciudad en las tardes de verano.