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'La virgen de agosto' o cuando todavía era posible enamorarse de la ciudad en verano

Agosto es genial para hacer cosas que en otros momentos no nos dejarían hacer

Quedarse en Madrid por voluntad propia durante unos veranos cada vez más calurosos, lejos de la costa y en una ciudad nada adaptada a la emergencia climática, puede parecer una locura. Seguramente lo sea, pero es también una oportunidad para redescubrir otra Madrid: más vacía, más despreocupada, más templada (en el carácter, claro está no en la temperatura). Esta decisión, que ante unos veranos cada vez más calurosos y peligrosos también tiene mucho de idealización y de privilegio (aunque la protagonista no tenga aire acondicionado en su piso), es la que toma Eva en La virgen de agosto (Jonás Trueba, 2019).

La historia de este personaje, interpretado por Itsaso Arana, va a ser el génesis de una colección de narraciones modernas sobre Madrid, un mapa con el que cartografiar la ciudad a través de la mirada de creadoras y creadores en el cine, la literatura, las series o el teatro.

No podía ser otro sino Jonás Trueba el autor con el que empezar la serie. Su filmografía recorre Madrid, sobre todo el centro en sus primeras películas pero otros lugares menos obvios conforme avanza*, como un turista pasmado. O más bien, por la manera en que su mirada ha ido evolucionando del ensimismamiento a la curiosidad, como un niño que va descubriendo las habitaciones de su nueva casa.

A Eva le dejan un piso durante su querido mes de agosto. Ese es el motivo, junto a la curiosidad por ver qué tal la experiencia, por el cual decide permanecer en Madrid. Diríase que está de vacaciones, aunque tampoco le convence definir su estancia como tal. No se queda por falta de recursos ni tiene ataduras laborales ni familiares. De hecho, no tiene muy claro con quién va a pasar el mes. Las compañías irán llegando poco a poco y casi sin querer.

Un Madrid excepcional

Hay muchas formas de experimentar el Madrid veraniego, pero aunque en la película no estén todas, si transmite una cierta sensación parecida a la que este deja. Una ligereza inusitada en la capital (desde la reducción del tráfico a la poca ropa) salpicada con momentos completamente asfixiantes en los que el calor y el sol pesan tanto como el metro a rebosar en noviembre.

Es curioso que un cineasta tan local como Trueba suela reservar un espacio en todas sus últimas películas a los viajes. Seguramente sea porque lejos del amparo de la ciudad en la que nos sentimos seguros somos más proclives a una cierta catarsis. Así le sucede a sus personajes y a las propias películas cuando toma estas distancias con Madrid, aunque al final siempre acabe retornando a ella.

Aunque hay una pequeña excursión, en La virgen de agosto esto no sucede tan así. Quizá porque Trueba concibe la película como una obra total sobre un espacio concreto: Madrid lo es todo en ella, así que también debe actuar como el catalizador de los sentimientos de los personajes. Pero es también una película que va muy mucho sobre un tiempo concreto: el verano. En particular el verano más verano, el verano no de los niños sino de los adultos, esas semanas de agosto a las que se reduce la estación cuando a la vuelta ya no esperan compañeros de clase.

Así, si Todas las canciones hablan de mí (2010) fue antes una película de personaje (casi del yo), La reconquista (2016) fue después una película sobre una conexión sentimental (del nosotros) y Quién lo impide (2021) será más tarde una película de retrato generacional colectivo (del vosotros), La virgen de agosto trata por encima de todo sobre habitar un lugar específico en un momento determinado (del aquí y el ahora). Es en la combinación de un tiempo y un espacio donde surge lo excepcional. Aunque más bien, dado el discurrir aparentemente pedestre de la historia, lo peculiar.

En La virgen de agosto están los días muertos de un Madrid sin vida y los días llenos en los que te cruzas otros tres amigos-supervivientes y se te juntan tres planes veraniegos para una misma tarde. Según avanza la película, Eva fortalece sus lazos con el (algo aleatorio) círculo de personas que la rodea, sale más y trasnocha. Por ello, las transiciones entre días (cada nueva fecha aparece con un cartelón que la anuncia) dejan de suponer una elipsis entre una secuencia y otra y empiezan a actuar como cortes dentro de una misma escena.

De pequeños e inteligentes detalles como este se sirve Trueba para filmar el sentir del Madrid veraniego, para captarlo en imágenes y sonidos. El encanto de las fiestas de San Cayetano, San Lorenzo y la Paloma, la cerveza fresquita, polos en Sabatini, los ratos a la sombra o pozas en las que darse un chapuzón campero. Y un apunte genial: las visitas a sitios a los que das por sentado que vas a acudir en algún punto y solo vas en momentos como este, donde no queda nada que hacer. En el caso de Eva, por ejemplo, se da un paseo por el Museo Arqueológico.

Madrid de encuentros casuales y milagros veraniegos que llegan, como las lágrimas de San Lorenzo, a mediados de agosto. De vistas y Vistillas en el viaducto de Segovia, el lugar perfecto para contemplar la ciudad cuando más se parece a sí misma y menos al paraíso turbocapitalista en el que algunos la quieren convertir (y lo están consiguiendo). Madrid durante este mes es otra cosa que quizá fue en el pasado y a lo mejor puede volver a ser. De momento, resiste en el cine de Trueba.

La virgen de agosto está disponible en HBO Max

* La última película del director, Tenéis que venir a verla (2022), es de hecho un retrato certerísimo de la visión de la periferia madrileña por parte de quienes solo conciben la ciudad y la región hasta la M-40 (cuando no hasta la M-30). Tanto la pareja que se muda a esa periferia como la que acude a visitarles hacen gala de lo que podríamos llamar provincianismo ilustrado o urbanita. Tenéis que venir a verla todavía puede verse en los nada periféricos cines Golem de Madrid.

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