Y el cine llegó a Madrid. En el número 34 de la Carrera de San Jerónimo – una placa da hoy testimonio del día – Alexandre Promio, enviado desde Lyon por los hermanos Lumiere enseñó el artilugio a la sociedad madrileña de 1896. Antes ya se habían mostrado imágenes en movimiento en el Circo de Parish (en la Plaza del Rey, donde luego estuvo el Price) con el llamado Animatógrafo, un primo cercano del cinematógrafo de los célebres hermanos franceses. Aunque para la ocasión fue la gente bien la que se vistió de largo este primitivo cine pronto se convirtió en divertimento popular en frontones, salones de variedades o casas particulares, como una que se cuenta que ofrecía exhibiciones en la calle Carretas -o el llamado Cronomatógrafo en una casa de Montera-.
Enseguida empezaron las barracas, construidas con cuatro maderos y cubiertas por una lona, a salir de las ferias y a diseminarse por el centro de Madrid. También algunos teatros como el de la Zarzuela o el Actualidades de la calle de Alcalá quisieron probar el caramelo de la imagen en movimiento antes de que ésta se convirtiera en el nuevo espectáculo que lo heriría de muerte.
Hacia 1898 ya existían barracas en la calle Pez, en la calle Ancha de San Bernardo o en Alcalá. Uno de los más conocidos de la época fue el Salón Maravillas, entre Carranza y Manuela Malasaña, donde los Jimeno, padre e hijo, empezaron con un proyector y unas películas que compraron en París. Aprovecharon para ello el negocio que allí regentaban de figuras de cera. No les debió ir mal porque pronto abrieron otros barracones como el Palacio de Proyecciones en Fuencarral o el Cinematographe en Alcalá.
Con el cambio de siglo y la costumbre de ir a aquellas primeras sesiones de cine asentadas entre los noctámbulos madrileños, los barracones se fueron convirtiendo en edificios pensados específicamente como cines. Uno de los primeros, regentado también por los Jimeno, fue el Jimenographe, que era en realidad el Teatro Maravillas de la glorieta de Bilbao. Este duró poco tiempo por cuestiones de licencias y fue sustituido por el Palacio de Proyecciones Animadas.
Muy populares fueron también a principios del XX el de Pez esquina con San Roque, que se quemó como tantos otros, dando lugar a una mayor vigilancia de aquel material inestable que eran las películas de la época por parte de las autoridades; el de la calle Santiago esquina con Milaneses; el Coliseo de Noviciado en San Bernardo o el cine que había en Alcalá, lugar del actual
Casino de Madrid, donde se regalaba un juguete a cada uno de los asistentes.
Resulta curioso imaginar un cine de la época, con algunos aditamentos que hoy se nos antojan marcianos, tales como órganos en los que un autómata daba vueltas al ritmo de la música, un narrador chistosillo que contaba el argumento de la película (los llamados “explicadores” o “charlatanes”), u orquestas en los establecimientos de más nivel. Había en Montera 10 una vivienda donde por una peseta se proyectaban imágenes de Suiza y Rusia, o un cine entre la calle Luna y San Bernardo que simulaba los vagones de un tren – con su traqueteo y todo - por cuyas ventanas los pasajeros veían paisajes suizos.
Otros cines del centro, a caballo entre los dos siglos, fueron el Barracón Hispano-Francés de la calle Alcalá; el Cinematógrafo Franco-Español en San Bernardo 11; el Salón Moderno de Pintor Rosales; el Salón Regio en la Plaza de España o el Coliseo Ena Victoria en el siete de la calle Pez, que como hemos dicho se quemó en 1908, siendo detonante del endurecimiento de la vigilancia municipal sobre este tipo de establecimientos.
Con las remodelaciones del Madrid centro y el nacimiento de la Gran Vía en el siglo XX los cines fueron creciendo junto con el arte cinematográfico. El cine salió de los barracones y entro en los “Palacios de”.