Hacia 1920 un tranvía chocó con un coche de caballos fúnebre, ocasionando varios heridos y una dantesca escena en la que los restos del difunto rodaron por la Glorieta de Bilbao. La gente que presenció el hecho empezó a protestar y a punto estuvieron de linchar al conductor, al que salvó la intervención de los guardias. El tranvía fue apedreado, hubo algún que otro disparo al aire y cargas de la autoridad ante el pequeño motín ocasionado por el accidente.
El martes 7 de octubre de 1924 el diario La Libertad daba la siguiente noticia: “en la calle de San Bernardo, el automóvil 11.659, guiado por Carmelo López, arrolló a las niñas Encarnación Casada, de cuatro años, y Cecilia Gómez, de diez, domiciliadas en la calle de la Flor Alta”.
Ese día, según contaba el mismo periódico, fueron también atropellados otro niño de seis años en la calle del Prado, una niña de tres años en Tetuán –ambos murieron-, otra niña en la Puerta del Sol, un hombre en la Red de San Luis y un adolescente en la calle Granada. El mismo martes, además, un automóvil “a gran velocidad” volcó en la carretera de la Dehesa de la Villa resultando heridas cinco personas, y aún habría que añadir el choque de un coche contra un tranvía.
Un paseo por la hemeroteca durante las tres primeras décadas del siglo XX nos devuelve muchos atropellos que se corresponden, en gran medida, con el proceso de transformación de la urbe, que daría como resultado la ciudad del automóvil que hoy conocemos y que empieza a ser puesta en cuestión en estos días. Los periódicos creaban pequeñas secciones sobre los atropellos del día -a cargo de carruajes, tranvías o automóviles-, a veces con títulos de sección tan descriptivos como Las víctimas del automovilismo (ejemplo real sacado de El siglo futuro en 1906). Los conatos de motín y las pedreas eran moneda corriente, y las víctimas resultaban ser, a menudo, los más pequeños y los ancianos.
Ya el tranvía había venido a imponer un camino de hierro en las calles, que se hacía fuerte como frontera interior y móvil en una vía en la que coches de caballos y peatones compartían espacio. Por supuesto, los conflictos y atropellos habían sido habituales desde mucho tiempo atrás por los coches de caballos (igual que la justicia popular encarnada en las piedras), pero sería durante las primeras décadas del siglo XX, y con la llegada del automóvil, cuando los peatones serían arrinconados a las aceras.
En Fighting Traffic: The Dawn of the Motor Age in the American City, el historiador Peter Norton relata cómo en Estados Unidos, la nación que más cosido tiene el coche a su idiosincrasia, el idilio entre el pueblo y el automóvil no prendió de buenas a primeras, por decirlo con palabras suaves. Antes de los años veinte, el espacio que hoy ocupan en exclusiva los coches era compartido por “peatones, vendedores ambulantes, coches de caballos, tranvías y niños jugando”, dice Norton. El número de muertes por atropello durante las primeras décadas del siglo XX se disparó, lo que conllevó un intenso debate social y el odio generalizado hacia el automóvil.
Sin embargo, a partir de 1923, se produjo un punto de inflexión en Estados Unidos. Ese año más de 40.000 habitantes de Cincinnati firmaron una petición para que los coches tuvieran un limitador de velocidad (a 25 millas por hora), lo que motivó la primera unión de fabricantes, vendedores y grupos de entusiastas del automóvil. A partir de ese momento, empezó una importante campaña a nivel nacional, en el transcurso de la cual la Cámara de Comercio Nacional del Automóvil estableció un servicio que enviaba artículos redactados sobre los incidentes de tráfico a los periódicos, se articularon campañas escolares (la génesis de esos grupos escolares que cruzan con un adulto que hemos visto en tantas películas), se hicieron concursos infantiles sobre seguridad vial…
La idea fuerza de la campaña fue la ridiculización y la marginación social de quienes no cruzaban por los pasos de peatones y la culpabilización de los atropellados. Nace entonces el término jaywalking (jay significa algo así como cateto).
En España y en Madrid también se llevó a la práctica la culpabilización del atropellado. Antes de la generalización del coche fue común hablar de los tranvías mataniños, y ya entonces apareció en prensa y en los debates políticos la idea de que la culpa de la gran cantidad de niños accidentados era de los padres descuidados.
Aunque las nuevas cotas de velocidad estaban en el origen de la mayoría de los accidentes ésta era, en realidad, intocable porque era el valor de distinción social de un vehículo que disfrutaban en ese momento las clases adineradas, y que tenía aún –y hasta la mejora de su mecánica y su popularización en la sociedad de consumo- un fin recreativo y elitista. El número de accidentes era desproporcionado en relación con el número de coches que circulaban, pero a los peatones de la época les era complicado calcular de forma inconsciente el tiempo que el automóvil tardaría en cruzarse en su trayectoria.
Con la culpabilización del peatón se obviaba que la gente, esa que frecuentemente se tachaba de ignorante e indisciplinada, no hacía nada más que el uso normal de la calle hasta el momento.
Ya en 1908 el Conde de Peñalver (alcalde de Madrid entonces) iniciaba un bando municipal diciendo: “El automóvil no debe circular por una población a velocidades excesivas, produciendo molestias y peligros al vecindario; pero éste, por su parte, no tiene tampoco derecho a disputar a los vehículos, la posesión y disfrute del centro de las calles y plazas”. Se trataba de un auténtico cambio de paradigma, y no resulta ocioso saber que, precisamente, este político fue el primer dueño de un coche en Madrid, ejemplificando a la perfección el hecho de que las élites sociales coincidían exactamente con el exiguo grupo de propietarios de automóviles (que no conductores, pues lo habitual era que el volante lo manejaran chóferes). En ello incide Nuria Rodríguez en su tesis doctoral La capital de un sueño: 1900-1936: La formación de una metrópili europea.
Sin embargo, en Estados Unidos, Henry Ford decidió democratizar el automóvil en 1913 con un coche, el Ford T, que nace con la intención de poder ser vendido a quienes lo ensamblaban. En España, tras la Primera Guerra Mundial, a raíz de la prosperidad que alcanzó a algunas capas por la neutralidad española y el aumento de los salarios fruto del asociacionismo, fueron apareciendo cada vez más coches en las calles, aunque aún tardaría mucho en ser el coche un vehículo popular.
La nueva realidad trajo consigo una nueva reglamentación que tenía tanto de necesidad real de ordenar la circulación como de cambio de hábitos radical y conflictivo. Las normas nos empujaron hacia las aceras, aparecieron los pasos de peatones, se prohibieron las aglomeraciones y llegó el primer semáforo, en la Gran Vía con Alcalá, en 1925.
El camino hacia la ciudad dominado por la ideología social del automóvil se había iniciado con una conflictividad social que hoy tenemos olvidada por completo. ¿Cómo será el camino hacia una nueva ciudad del peatón?