Contra el rey y contra el gobierno, –clap, clap, clon, clon– con gritos que subrayan una sinfonía disonante, eslóganes o bocinazos, todo al servicio de una cadencia imprevista que hemos vuelto a escuchar estos días con el regreso de la cacerolada a nuestras vidas confinadas.
El sonido de la cacharrería tiene algo hipnótico. Hagan la siguiente prueba: escuchen el programa del podcast self/noise titulado Rough Music. Pasado, presente y futuro de la cacerolada (2013). La emisión comienza con la grabación de una cacerolada del ciclo 15M que se prolonga por más de diez minutos. Ninguna incomodidad, ninguna tentación de quitarlo o pasarlo rápido.
Por cierto, ¿rough music?, ¿de qué estamos hablando? Charivari, rough music, skimmingtin ride, cencerrada, riding the stang, katzenmusik o scampanate, son manifestaciones parecidas que se dieron en la edad moderna en distintos países. Armados de instrumentos de la vida corriente (el nombre cencerrada es muy clarificador de su origen rural en el caso español) la gente del pueblo dirigía el señalamiento sonoro hacia algún miembro de la comunidad que entendían había roto las reglas tradicionales de la moral popular.
En 2018 la editorial Libros Corrientes publicó algunos artículos clásicos de la historia social sobre el tema escritos por Natalie Zemon Davis y Edward Palmer Thompson, así como la interesante correspondencia que ambos autores mantuvieron sobre el asunto a principios de los setenta. En opinión de los editores del libro, existe un hilo que une las caceroladas (y los escraches) de hoy con aquellas manifestaciones sonoras de la cultura popular y por eso titularon el volumen La formación histórica de la cacerolada, en clara referencia al clásico de la historiografía marxista La formación de la clase obrera en Inglaterra, del propio E.P Thomson.
Aunque Natalie Zemon Davis alertaba acerca de la tentación de “dejarse evadir por la ilusión de una excesiva familiaridad; el peligro de creerse demasiado cerca del pasado”, lo cierto es que ella misma desentrañaba, en su estudio de 1971 sobre el charivari francés, el camino que recorrieron estos rituales burlescos hacia formas de protesta desde el siglo XVI, que en este caso se habría producido al pasar de entornos rurales a urbanos.
En España el fenómeno se ha conocido de diferentes maneras, como pandorga, mojingas, rondas de mozos o matracas, aunque seguramente la denominación más conocida es la de cencerrada. El señalamiento se producía para sancionar colectivamente normas morales del comportamiento sexual o matrimonial. El golpeo de utensilios de cocina u otro tipo de objetos cotidianos, normalmente por parte de los jóvenes de la localidad, solía ir acompañado de coplillas, y se dirigía hacia viudos o viudas que, por ejemplo, volvían a casarse con alguien que se estimaba demasiado joven para ellos. En otras ocasiones el castigo tenía que ver con haber pegado a la esposa y, a veces, la razón era tan prosaica como no haber celebrado un convite por el enlace y se podía resolver pagando a los ruidosos.
more
En Madrid las cencerradas fueron objeto de la ordenanza municipal. Las de 1847 decían de forma explícita: “se prohíbe absolutamente el abuso de dar cencerradas bajo cualquier pretesto, así como también juntarse en pandillas para dar músicas o turbar el reposo en las horas altas de la noche”
Este tipo de rituales burlescos, que se han relacionado con el carnaval, fueron utilizados para la protesta popular, seguramente porque presentaban la posibilidad de establecer una confrontación sin tener que llegar al enfrentamiento directo. Sobre esta y otras formas populares enfocadas hacia la protesta han investigado en España historiadores como Víctor Lucea o Carlos Gil Andrés. El siguiente párrafo, de este último autor, es esclarecedor:
En Francia, el ruido del tradicional charivari ya se había generalizado como forma de mostrar desaprobación hacia 1830 y en la Gazeta de Madrid daban noticia de ello traduciéndolo con el término local: “Una de esas escenas ruidosas conocidas con el nombre de cencerrada, cuyo medio se haya hoy adaptado por el público para manifestar en general su desaprobación en cualquier acto”. En España encontrar la tradición de la cencerrada-matraca muy presente durante el Trienio Liberal (1820-23), cuando se generaliza la costumbre de dar la noche a políticos moderados y militares bajo su ventana, con cantos como el Trágala. En Portugal, por su parte, durante el último tercio del siglo XX fue frecuente que se organizaran cencerradas para atemorizar a los votantes de los partidos rivales durante los procesos electorales.
Curioso es el paso intermedio que podemos rastrear en El Motín y otros periódicos satíricos y anticlericales, a caballo entre los siglos XIX y XX. En la publicación dirigida por José Nakens se recogen numerosas noticias de curas que fueron víctimas de cencerradas por parte de sus feligreses, acaso por vulnerar la moral imperante, pero probablemente también en un caso de protesta ante una autoridad de la comunidad.
Pondremos un ejemplo de esto último. En octubre de 1888, El Motín contaba que un cura llamado Camacho, que vivía en el arrabal de Chamartín de la Rosa conocido como Tetuán, cambió a su ama de años por otra mucho más joven, lo que provocó el cuchicheo y la indignación del vecindario. La pareja hubo de aguantar una monumental cencerrada nocturna de la gente del incipiente núcleo arrabalero, a golpe de lata de petroleo, sartén y cornetín.
En opinión del historiador Carlos Hernández Quero, que ha estudiado el suceso – y con quien hemos hablado para redactar el artículo – , es muy posible que la fuente directa con la redacción de El Motín fuera el núcleo de librepensadores que residía en la barriada, republicanos, con la participación de algún elemento anarquista y con un nutrido historial de conflictos con el clero local. Probablemente, debieron participar de la cencerrada que, según el cura Camacho, había trascendido el castigo simbólico pues los vecinos la tomaron con su propia casa.
De la cencerrada a la cacerolada
Hemos visto como, en opinión de los historiadores, una tradición burlesca comunitaria que albergaba en su propia naturaleza la semilla del control moral fue convirtiéndose en diferentes partes del mundo en forma de protesta, coexistiendo ambas maneras de hacer ruido durante bastante tiempo.
Es francamente difícil establecer hilos de continuidad histórica directa entre las cencerradas y las caceroladas actuales. Por ejemplo, en Madrid se produjo una gran cacerolada en la Puerta del Sol el 15 de mayo de 2012 (primer aniversario del 15M, podéis escucharlo en el podcast de self/noise) que, a buen seguro, bebía directamente de los cacerolazos producidos en el continente latinoamericano desde principios de la década de 2000 y de sus ecos en otras partes de España, como en la Barcelona del ¡NO A LA GUERRA!
También resulta peligroso acercarse a la actualidad con patrones interpretativos de otras épocas, con los ecos thomsonianos relativos a una economía moral de la multitud, por ejemplo. Sin embargo, en el otro extremo de la mirada histórica también nos esperan peligros. De poco nos sirve la historiografía si aislamos cada lugar y su tiempo del resto, y las reacciones políticas de unos sujetos de las de sus semejantes en parecidas circunstancias. Deslumbrados por las formas de movilización políticas más decididamente propias del siglo XX (el partido, el sindicato, la huelga, acaso la revolución), queda aún camino por recorrer en la investigación de las forma de movilización popular durante este siglo.
Tras la Segunda Guerra Mundial, encontramos la aparición de cencerradas en el contexto de la descolonización. En 1961 Argelia vivió las noches de las cacerolas (por parte de partidarios de una Argelia francesa) y a principios de los setenta las cacerolas resonaron en los barrios acomodados de Santiago de Chile, en protesta por el desabastecimiento en tiempos de Salvador Allende. Este antecedente histórico nos pone en alerta contra la tentación de pensar que este tipo de protesta está inequívocamente ligada a la izquierda política y nos ayuda a no acercarnos a las caceroladas contra el gobierno PSOE-Podemos como si de una marcianada se trataran.
El cacerolazo (así se llama allí) ha ido y venido con frecuencia desde entonces por el continente sudamericano, donde la metáfora del cachivache de cocina ha resultado perfecta para situaciones de escasez e inflacionismo en la región. Fue también en Chile donde se volvió a utilizar en los ochenta, esta vez contra Augusto Pinochet, y los hemos visto (perdón, escuchado) en otros países como Venezuela y, sobre todo, Argentina, cuyos cacerolazos durante el corralito financiero de 2001 fueron centrales en las protestas que acabarían con el gobierno de Fernández de la Rúa.
En 2012, la historiadora Natalie Zemon Davis, a la que aludíamos al principio, trazaba en un artículo escrito junto con el investigador del sonido Jonathan Sterne, la línea entre la tradición francófona del charivari canadiense y las caceroladas que se estaban produciendo en apoyo a los estudiantes en huelga y contra la prohibición del derecho de reunión durante su protesta, que ellos asimilan a la quiebra de las normas comunitarias detrás de los antiguos charivaris. Y aún escucharíamos los cacharos tañer durante la crisis bancaria de Islandia en 2008, donde sin duda se dio un quebranto súbito de la normalidad sistémica.
La cacerolada en su forma actual está hermanada con la tan contemporánea forma manifestación pero guarda también semejanzas con las formas populares de fiesta y protesta, tras las que muchas veces es difícil trazar una organización formal. Esto, que seguramente podríamos extender a nuestros aplausos colectivos tan trufados de los elementos festivos– el griterío, la risa, el uso de coplas populares – no quiere decir que, como aquellas manifestaciones populares, no tenga lógicas internas, ni que los actores de los partidos políticos estén ausentes de las caceroladas, pero es claro que no discurren detrás de una pancarta de lema acordado, por un itinerario prefijado; que el boca a boca y el pasquín de ayer tienen correlatos fáciles en el planeta whatssupp y que, seguramente, hay algo en el ruido compartido como forma de expresión que ha conseguido atravesar mapas y calendarios.
La cencerrada no es una animal de la protesta que evolucionó en la cacerolada, no debemos engañarnos, pero sí parece haber espacio para que, considerándolo como un antecedente histórico, sigamos las pistas de la movilización popular desencuadrada que sobrevió al siglo XX y se deja ver especialmente en momentos de desarticulación súbita del consenso social.