Hace ya bastantes meses, unos viejos vecinos del barrio entablaron conversación en nuestra página de Facebook y nos descubrieron un hecho que, pese a ser conocido, se nos había pasado. Hablaban de Julia Conesa, una de las 13 Rosas, cuya familia -y ella misma, aquí fue detenida- vivía en la calle Galería de Robles. En la misma calle (y resultó que en el mismo número) que nosotros trabajamos cada día. Desde entonces, le debíamos un artículo a su memoria y a la de Blanca Brisac, la otra rosa del barrio de Maravillas, ambas asesinadas el 5 de agosto de 1939.
La historia es bien conocida, se trata de un episodio cruel e icónico de la represión de la posguerra madrileña. Franco así lo quiso también: arrasando a la juventud que intentaba reorganizarse en las Juventudes Socialistas Unificadas apuntalaba la política del terror que se impuso tras la contienda. Ni piedra sobre piedra ni atisbo de atrevimiento opositor en aquel Madrid en el que tanto le había costado entrar.
43 hombres y 13 mujeres murieron entonces. La mitad de ellas era menor de edad, dato que la prensa ocultó, pese a lo cual, trascendió a la prensa internacional. A partir de entonces ya no se ejecutaría a más menores (ni darían noticia los periódicos de las ejecuciones).
Que el nombre de Julia Conesa no se borre de Galería de Robles
Cuenta su compañera de presidio, ex militante de las JSU y poeta Ángeles García-Madrid, que casi podría asegurar que fue Julia la primera que empezó a cantar La joven guardia, el himno de las JSU, cuando un camión, a la vista de sus compañeras presas, se las llevó camino de la muerte al Cementerio del Este. Ella arrancó y se fueron todas cantando.
El 5 de mayo de 1939 la policía interrumpió, aporreando la puerta, la costura de Dolores Conesa y su hija mayor, Trinidad, en el 5 de la calle Galería de Robles. Eran modistas. Preguntaban por su Julita, de 19 años, y se suponía que serían unas preguntas rutinarias, tras las cuales Julia podría regresar.
Pero Julia no volvía, y las visitas de su hermana a comisaría se hicieron rutina...hasta que Julia fue trasladada a la prisión de Ventas. Y las visitas también se trasladaron, con colas interminables de familiares que iban a visitar a las 4000 presas que se hacinaban en una prisión que se había construido para albergar a 450 reclusas.
Aquella era una casa de mujeres. Dolores era viuda. Trinidad se había casado con Antonio, al que había conocido bailando en el Círculo Socialista Norte de la vecina calle Monteleón, pero éste había marchado al frente y, al acabar la guerra, le habían llevado a un campo de concentración en Valladolid. Ángeles, la hermana mediana, perdió a su novio en el frente y cayó en una profunda depresión que acabó por matarla ese mismo año. El entierro fue la única ocasión en la que dejaron salir a Julia de la cárcel. Estuvieron solas las tres en la despedida, junto a los guardias que la custodiaban, porque en aquel Madrid nadie quería acercarse a la gente señalada. Por no quedar marcados.
A Julia le gustaba el deporte y esto la llevó a las JSU en 1937, por los cursos de gimnasia. Cuando, durante la guerra, el local de la asociación se convirtió en un improvisado hospital ella echó una mano en aquellas labores. Pronto tuvo que ponerse a trabajar y lo hizo, como muchas mujeres de aquellos años, como cobradora de tranvías. No es un dato casual: la sentencia que llevó al paredón a la muchacha le acusaba de haber sido “cobradora de tranvías durante la dominación marxista”.
Se supone que el origen de la detención fue la acusación de un chico de 16 años a un amigo militante, a partir de la cual la policía habría tirado del hilo de las JSU en la zona. Según él, las Juventudes se estaban reorganizando en el barrio. Empezaron las detenciones, entre ellas también la de Adelina García Casillas “la Mulata”, amiga de Julia y otra de las 13 Rosas. La familia de Julia sostiene, sin embargo, que la policía se incautó de un fichero de nombres del centro cultural de Modesto Lafuente donde se habían reunido durante la guerra, y se les colgó la autoría de un panfleto que había aparecido en las calles (“Menos Franco y más pan blanco”, rezaba).
Su madre se dedicó a recoger avales en el vecindario para demostrar la inocencia de su hija, aunque pocos – ni siquiera su novio – se atrevieron a significarse. Dolores y Julia se pasaban cartas que evitaban la censura carcelaria en los dobladillos que la ropa. Otras, que recibían por la vía oficial, debían cumplir con los formalismos, como acabar con un humillante “Arriba España”. Aún las conserva la familia. Dolores y Trinidad no se enteraron ni siquiera de la celebración del consejo de guerra. Cuando madre y hermana recibieron la carta de Julia Conesa explicando que había sido condenada, Dolores fue a prisión para enterarse de que ya había sido fusilada. En su carta de despedida, que llagaría más tarde, se puede leer su famosa frase “que mi nombre no se borre en la historia”.
Ya no se escuchó el piano de Blanca en la calle San Andrés
Blanca Brisac, de 29 años en el momento de su muerte, ni siquiera militaba. Se trata de la única de las trece que no pertenecía a las JSU. Era hija de un próspero empresario francés y – pese a sus ideales izquierdistas – un poco “beatona”. Blanca era música, como su marido, Enrique García Mazas – también ejecutado-. Ambos se habían conocido en la banda de música que tocaba a pie de pantalla en el cine Alcalá.
Enrique y Blanca fueron detenidos junto con Juan Canepa, músico y destacado militante que solía reunirse con el matrimonio, por el testimonio de Manuela de la Hera, cuñada de Canepa. Manuela, de 19 años, había acudido a comisaría con el convencimiento de que denunciando a su cuñado y a sus amigos libraría a su familia del terror franquista. Aseguró en comisaría que tenía conocimiento de unas reuniones de comunistas que se celebraban en el número 1 de la calle San Andrés, en casa de Enrique. El contubernio tendría como fin, nada menos, atentar contra Franco el día del Desfile de la Victoria.
Primero detuvieron a Enrique. A Blanca cuando fue a visitarle a comisaría al día siguiente. Canepa, según diligencias policiales “se suicidó en los calabozos de esta dependencia”.
Impresiona escuchar al hijo de Blanca, Enrique García Brisac, lamentarse en el documental Que mi nombre no se borre de la historia, preguntándose por qué mataron a sus padres. El novelista Jesús Ferrero novelaba así en Las trece rosas (2003) el momento en el que éste descubría, con 11 años, que habían asesinado a sus padres:
A la semana siguiente el hijo de Blanca pasó por la calle San Andrés y creyó oír el piano de su madre. Lleno de asombro, subió corriendo hasta su antigua casa, pensando que iba a encontrar a Blanca.
Llamó con desesperación a la puerta y abrió una mujer con aspecto de funcionaria.
-¿Qué quieres? -preguntó la mujer con voz neutra.
Quique la observó con los ojos muy abiertos, reventó en sollozos y huyó de allí, ante la mirada de desconcierto de la mujer.
Ya en la calle, Quique empezó a comprender la situación y decidió hacer pesquisas. Su familia no quería decirle que Blanca y Enrique estaban muertos, y como se había convertido en un niño muy decidido y quería saber la verdad, se presentó en el convento de las Salesas y preguntó por sus padres.
Un brigada de la Guardia Civil le contestó que habían sido fusilados. Luego añadió:
-Y si tú te has salvado es porque aún no tienes dieciséis años. Los males hay que extirparlos de raíz.
Quique salió del convento llorando y llorando se perdió al fondo de la calle.
A su hijo Enrique le dejó Blanca una carta en la que le decía “Voy a morir con la cabeza alta. Sólo por ser buena: tú mejor que nadie lo sabes, Quique mío ”