En pleno debate sobre la evolución de la Gran Vía, cuando se pretende devolver la gran avenida madrileña al peatón, se hace difícil imaginar que hace pocas décadas hubiera planes urbanísticos que, en nombre de facilitar el tránsito rodado, estuvieran a punto de acabar con gran parte del centro. Es el caso de las no natas Gran Vía Diagonal, cuya idea va pergeñándose ya en los de los cincuenta, y el Plan Malasaña, mutación del anterior que a punto estuvo de llevarse a cabo a finales de los setenta.
La revista La Actualidad Española (al precio de 6 pesetas españolas o 7 pesos argentinos) publicaba el 21 de enero de 1960 un amplio artículo sobre el plan de la Gran Vía Diagonal, con el subtítulo Madrid se prepara para el año 2000. El reportaje se abría con un gráfico primoroso a doble página que, a modo de desgarro, dibujaba sobre el plano el trayecto de la Diagonal -de Plaza de España a Colón- sobre el caserío a extirpar. En palabras de un joven Jesús Hermida (que firmaba el artículo):
Las previsiones de cambio del barrio a lo largo de aquella avenida de más de kilómetro y medio eran vertiginosas. Hoy queremos sacar coches del centro y entonces preferían meterlos (la futura avenida tendría capacidad de aparcamiento para 3930 coches, por los 859 que tenía la Gran Vía) ; el número de habitantes se triplicaría, pasando de treinta a noventa mil. Un proyecto faraónico que, en consonancia con su arrogancia, iba casi desde los monumentos de Miguel de Cervantes al de Cristobal Colón.
Hermida escribe imaginándose dentro de una maqueta que muestra el trazado rectilíneo de la reforma interior y sus edificios “como cajas de zapatos”. Pero las intenciones eran bien reales y apelaban al discurso de la modernidad y la higienización urbana. El periodista entrevista a un representante “de la empresa que lo ha estudiado”, que reflexiona sobre las soluciones urbanas de grandes ciudades europeas, llegando a comparar la vida desgastada del caserío de Universidad con paisajes bélicos: “Algunas de estas ciudades han tenido la circunstancia, en cierto modo favorables, de contar con zonas bombardeadas”.
El reportaje venía acompañado por una serie de entrevistas breves a comerciantes de la zona hechas por la periodista Marichu de la Mora, que mostraban su preocupación ante la gran avenida que, literalmente, se les venía encima a los dos millares de comerciantes afectados por el proyecto.
Uno a uno, los comerciantes van expresando su asombro: la regente de la papelería, el sombrerero que llevaba desde 1923 en el barrio, una carbonera, un carnicero, un huevero, un sastre…Tenderos de guardapolvo azul en locales abigarrados, con la solera de haber pasado a ellos a través de sus padres. Sólo conocían del plan lo que la prensa había publicado y temían que aquellas maquetas “modernas” hubieran venido para acabar con el barrio de siempre, el que ellos representaban.
“Un negocio es cosa de muchos años. No se hace una clientela así como así. Yo ya soy viejo para empezar”, contestaba el carnicero a la periodista. “¿Y por qué no hacer otro proyecto, un nuevo poblado para la gente nueva?” Se cuestionaba con mucha lógica una vecina, que veía peligrar pequeña fábrica, tienda y vivienda. “Como se atrevan a hacer algo nos echamos todas las mujeres a la calle”, interrumpía una clienta de la huevería.
Muchas de estas tiendas acabarían cerrando por distintos avatares, las jubilaciones sin continuidad familiar o cambios incontestables, como el que extinguiría las carbonerías dejando sus bonitos letreros sobre nuevos establecimientos aquí y allá. Pero de esta se salvaron.
El plan, que a la altura del 60 parecía inminente, no se llegaría a realizar, y el proyecto fue variando con los años, salvándose mediante alegaciones edificios que en principio iban a desaparecer, como el Paraninfo de la Universidad Central o el Ministerio de Justicia o la Iglesia de San Ildefonso, aunque otros monumentos, sin protección integral, siguieron amenazados por la sombra de la piqueta: la Iglesia de Santo Justo y Pastor, las Comendadoras de Santiago, el Teatro Lara o la Academia de Ciencias Exactas.
Pasito a pasito, el proyecto se convirtió en el conocido Plan Malasaña, aprobado por el ayuntamiento a principios de 1977 y que, de haberse llevado a cabo, habría supuesto el desplazamiento de 30.000 vecinos en un plazo de cinco años.
En estos tiempos no existía una conciencia de conservación del centro urbano -lo que ocasionó daños irreparables- y se aplicaba con ligereza la lógica del buldócer. En el distrito de Tetuán, por ejemplo, sendos planes casi acaban con la mitad del vecindario para abrir nuevas avenidas. Los planes, -menos mal- acabaron en la carpeta de los proyectos desechados gracias a la lucha vecinal y a la llegada de los ayuntamientos democráticos.