Historia triste de la heroína en Malasaña a 20 años de la muerte de Enrique Urquijo
El 17 de noviembre de 1999 un vecino encontró muerto al músico Enrique Urquijo en el portal del número 23 de la calle Espíritu Santo. Hace ya 20 años. El líder de Los Secretos y Los Problemas tenía por aquel entonces 39 años y murió por sobredosis. Hoy se le hará un gran homenaje en el Wizink Center y, seguramente, habrá en prensa un buen número de elogios merecidos y sonarán en la radio Sobre un vidrio mojado o Déjame.
La muerte del cantante es también una especie de culminación de la historia triste de la heroína durante los años ochenta y noventa en España, que castigó con dureza los barrios más desfavorecidos y desempeñó también un papel destacable en el centro de Madrid. Hoy hemos querido mirar con respeto aquel tiempo de las heridas, aún algunas abiertas, causadas por la droga en Malasaña.
Las calles llenas de yonkis
Las calles llenas de yonkisyonkis
En la segunda mitad de los setenta Malasaña –en su tránsito de Maravillas a su nueva identidad– era territorio en conflicto. En las elecciones generales de junio de 1977, más de un 60% de los vecinos había votado a UCD y AP y, a la vez, el lugar se convirtió en epicentro de la Movida y de la contracultura, con una actividad política a la izquierda de la tendencia y un movimiento vecinal, crecido alrededor de la lucha contra el Plan Malasaña, que pretendía acabar con el barrio tal y como se conocía piqueta mediante.
A la vez, y tras la muerte del dictador, comenzó un fenómeno que ya no abandonaría Malasaña hasta hoy: a los vecinos que vivían en sus cuartos históricos habrá que sumar a los que llegaban a disfrutar de los locales de ocio por la noche, unos locales que, por aquel entonces, abrían pronto, en torno a las 19 horas.
Esta nueva idiosincrasia como territorio constantemente en mutación le dio a Malasaña halo, interés y abono cultural; también, era peaje, conflicto. Ya en los últimos setenta, parte del vecindario empezó a percibir un problema de inseguridad en sus calles, con quejas vehiculizadas por asociaciones como la Unión de Vecinos de Malasaña.
Comenzó entonces a haber redadas policiales propias de la España postfranquista, en las que las fuerzas del orden llegaban a la Plaza del Dos de Mayo y se llevaban a decenas de personas detenidas. Hoy resultan chocantes crónicas periodísticas (1980) que incluyan frases como la siguiente:
Vecinos de aquellos años recuerdan que el epicentro del tráfico de drogas se situaba en la plaza del Dos de Mayo y en la calle de San Vicente Ferrer, zonas cercanas pero controladas por diferentes grupos. Mientras la plaza era territorio de camellos nacionales que vendían hachís y que compartían espacio con argelinos que distribuían heroína, en San Vicente quienes vendían caballo eran marroquíes. En la calle San Andrés, donde se establecía la peligrosa frontera entre ambos grupos, se produjeron numerosas y sangrientas peleas por el territorio. Un habitual de las noches de aquella Malasaña, el fotógrafo Jesús Sebastián, quien recorría el barrio tomando instantáneas por pubs y restaurantes, cuenta que fácilmente se podía encontrar hasta un centenar de vendedores de droga entre ambas zonas.
Lo cierto es que los ochenta son recordados de muchas maneras –una efervescencia cultural característica, su impulso político inusitado hasta lo de la OTAN, desde la nostalgia pop…– pero ninguna de estas memorias puede escindirse de la huella social de la heroína, un convidado a la fiesta que nadie esperaba que saliera tan rana.
El camello y el drogadicto comenzaron a convertirse en personajes del teatro y el cine más social (de Alonso de Santos a Zulueta) y la prensa se acercó a conocerlos también. En una crónica de Antonio Rosas en El País de 1983, por poner un ejemplo, nos presentaban al Jimmy, “el más característico de los vendedores-consumidores de tripis del barrio”, que según el artículo, junto a sus colegas, estaba por esas fechas ya “hecho una paraguaya”; y al Chamberlain,Chamberlain al que tildaba del camello más veterano de Malasaña:
Un alijo incautado en Móstoles en septiembre de 1986 de brown sugar pakistaní constituyó un hito en la época: 800.000 dosis. El grupo que manejaba la mercancía la pasaba principalmente en Malasaña, y se había visto involucrado en un ajuste de cuentas dos años antes en la calle San Vicente Ferrer, que se había saldado con un muerto y cuatro heridos graves.
Las manifestaciones vecinales fueron una constante durante la siguiente década larga. En 1985 un grupo de vecinos se manifestó por las calles San Vicente y la Corredera Baja de San Pablo por el ruido de los bares nocturnos y los problemas que, según ellos, ocasionaban con las drogas. Algunas de aquellas manifestaciones, bajo el lema, “Malasaña, libre de ruidos, porros y jeringuillas”, acabaron con enfrentamientos y conatos de pelea entre vecinos.
El enfrentamiento entre algunos grupos de vecinos y establecimientos de ocio venía fraguándose desde hacía algunos años. En 1983 la Asociación de Comerciantes del Barrio de Malasaña denunciaba el uso del Reglamento sobre Actividades Molestas, Insalubres, Nocivas y Peligrosas contra sus establecimientos y el supuesto compadreo policial con confidentes y camellos de baja estofa en las calles del barrio, aunque en ese momento la relación con la asociación vecinal no era mala, y denunciaban “las manipulaciones de un colectivo de vecinos que existe en el barrio, cuyos miembros son conocidos ultraderechistas que pertenecían a Fuerza Nueva”. Sea como fuere, las relaciones entre los empresarios del ocio nocturno, los vecinos y los jóvenes de fiesta siempre será ya tan trabada como diversa, hasta el punto de que a veces una sola persona puede ser las tres cosas a la vez.
La litrona, el recuerdo de nuestra infancia equivalente al botellón en los noventa o a los lateros de hoy, también está asociado en el imaginario ochentero al ecosistema donde se clavaron las jeringas de heroína. En 1986 algunos vecinos empezaron a fotografiar o a grabar en vídeo los altercados ocasionados alrededor de La Ciudad de León, una mantequería de la calle Velarde que vendía litros hasta altas horas de la madrugada. De aquella, un grupo de vecinos llamado Colectivo de Vecinos del Barrio de Malasaña, envió las fotos al alcalde (que era entonces el socialista Juan Barranco), incluyendo las de los camellos. La táctica de hacer reporterismo vecinal de sus desvelos nocturnos nace entonces y se ha perpetuado hasta hoy en denuncias como las que lleva a cabo la plataforma SOS Malasaña.
El problema de la droga persistió muchos años aún, a la vez que aumentaban las muertes por sobredosis, caía encima el SIDA y se convivía con vecinos o familiares yonkis. La hemeroteca de El País, que estamos utilizando intensamente en este artículo, es testigo del rastro de la heroína en Malasaña: desde lo que llamaban el triángulo de la muerte madrileño (las calles de la Ballesta, Valverde y Barco), hasta las aceras de la calle Monteleón, donde decenas de adictos se congregaban para pincharse la vena. Lo contaba Javier Pérez de Andujar en un artículo de 1989 en el que añadía que las farmacias de la época vendían entre 50 y 90 jeringuillas diarias, 200 las de guardia:
Ni la llegada a la presidencia de Centro del polémico concejal Ángel Matanzo (PP), en 1989, y el comienzo de cuatro años de redadas de todo tipo y mano muy dura contra la venta y el consumo de drogas, entre otras cosas, en el distrito logró eliminar lo que se había convertido en un problema de grandes dimensiones y difícil solución.
Sin embargo, la década de los noventa, que moriría con el fallecimiento de Urquijo, fue un lento camino hacia una cruel normalización en la que, muertas o marginadas muchas víctimas de la heroína, su problema adquiriría menor relevancia social. En Centro, además, estuvo acompañado de una rehabilitación importante del caserío.
En 1991 Delegación de Gobierno cerraba el viejo y célebre quiosco Antonia, situado en la plaza del Dos de Mayo, por considerar que en el mismo se vendía droga; en 1993 seguían convocándose manifestaciones vecinales por el aumento de la droga en el barrio, los altercados relacionados con la misma continuarían durante toda la década –en el 92 dos camellos habituales fueron secuestrados en la propia del Dos de Mayo y aparecieron muertos– y brotaron patrullas vecinales.
El menudeo discreto y un uso diferente de las drogas fueron cambiando las noches y las calles de Malasaña pero, pese a ello, el 17 de noviembre de 1999 en el entorno de la calle del Espíritu Santo aún había mucho trapicheo y mucha gente enganchada, como Enrique Urquijo. Eso sí, por aquel entonces hacía tiempo que la heroína había destapado todo su poder de destrucción y su consumo había caído en picado después de haberse llevado por delante a un significativo número de jóvenes.
Poco más tarde, los bajos del edificio del número 23 de Espíritu Santo -donde tal día como hoy de hace 20 años fue hallado muerto el cantante-, como si se tratara de una metáfora, permanecieron largo tiempo cerrados para ser totalmente reformados y cobrar nueva vida. Por su parte, la heroína pasó a ser historia del barrio, aunque de vez en cuando se empeñe en asomar puntualmente la cabeza para recordarnos que no hay que bajar la guardia y que tener memoria es un grado.
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