Desde el pasado 17 de julio, y hasta el mes de diciembre, podemos contemplar en el Museo del Romanticismo la exposición La Gloriosa. La revolución que no fue. El subtítulo da para todo un debate historiográfico que no tiene cabida en estas líneas, pero lo cierto es que el museo se adelantó con buen tino a la celebración este mes de septiembre de la revolución de 1868, conocida como Septembrina o La Gloriosa, que cumple siglo y medio de historia.
De estos días de septiembre, hace ahora 150 años, nace el periodo de la Historia de España que estudiamos en el colegio con el nombre de Sexenio Democrático o Revolucionario, que llegará a su fin con el pronunciamiento de Martínez Campos en diciembre de 1874 y la Restauración borbónica. Por el camino, las Juntas, la Monarquía Parlamantaria de Amadeo de Saboya, la Primera República…muchos artículos de historia pendientes para este periódico. También comenzó un periodo de intensa actividad política en las calles que trascendía con mucho a las élites, de la que el viajero italiano Edmondo de Amicis se sorprendería tres años después: “Hallábase en todas [las posadas] o un huésped o un parroquiano que leía un periódico, y en torno un corro de campesinos que escuchaban. De cuando en cuando se interrumpía la lectura, y encendíase alguna discusión”.
En lo que hoy conocemos por Malasaña la politización debió ser también una atmósfera densa que todo lo inundaba. En las calles de Maravillas habitaba una gran politización popular en el siglo XIX y, sin duda, sus vecinos participaron en las barricadas y algaradas producidas en Madrid entre el 19 y el 29 de septiembre.
Por la ubicación de la Universidad Central en San Bernardo, estas calles eran coto de unos estudiantes que sólo tres años atrás habían demostrado capacidad para salir a la calle e inclinaciones anti isabelinas. El curso académico 1868-69 se inaugurará ya con un discurso de tintes demócratas a cargo del nuevo rector, Fernando de Castro, en pos de la independencia de la enseñanza respecto de la Iglesia y el Gobierno. Los nuevos vientos pedagógicos ya soplaban en el barrio antes de la Septembrina, y no sólo en las aulas de la Central o del Instituto Cardenal Cisneros, donde se impartieron clases nocturnas. Nicolás Salmerón había fundado en el número 21 de la Corredera Baja de San Pablo en 1866 El Internacional, laboratorio de lo que pronto será la Institución Libre de Enseñanza.
Sin embargo, uno de los aspectos que más cambiaría La Gloriosa para el barrio que hoy conocemos como Malasaña es su propia fisonomía, y no hablamos del cambio temporal de calles, como la del Pez, que pasó a llamarse de Moriones.
La llegada de los revolucionarios supuso un revulsivo urbanístico para la ciudad de Madrid. En 1868 podemos fijar el momento en el que se tiran las vallas fiscales que constreñían la ciudad y se pone en marcha el Ensanche, aunque el Plan Castro se hubiera aprobado años atrás. Entre el legado de los revolucionarios podemos contar, por ejemplo, la apertura de El Retiro al pueblo de Madrid o la creación de la Plaza del Dos de Mayo y el barrio que lo circunda, que es de lo que hemos venido a hablar hoy.
El nuevo ayuntamiento se había propuesta llevar a cabo una serie de reformas urbanísticas de gran calado que no se llevaron a cabo más que en una pequeña parte y que, de haberse realizado, habrían cambiado para siempre la ciudad. Un buen ejemplo del proyecto de Madrid moderno, ideado por Ángel Fernández de los Ríos (concejal de obras), podría ser la nonata Plaza de Europa, que iba a medir medio kilómetro de longitud y 250 metros de ancho, y habría llegado desde la portada misma del Hospicio en la calle Fuencarral -que desaparecería- hasta la actual calle Luchana. En el centro, presidiría la plaza una columna que recordase la abolición de la Inquisición, construida con el metal de las campanas de los conventos que habrían de destruirse para llevar a cabo la reforma de Madrid.
La revolución de 1868 viene a coincidir con el momento en el que se está planteando el cambio urbanístico de la zona donde, en ruinas, subsisten los restos del viejo cuartel de Monteleón. El Consistorio revolucionario quiso adquirir los restos para conservarlos por el gran contenido simbólico de los hechos del Dos de Mayo, aunque el tozudo estado de ruina del complejo evitó su conservación. De todos modos, la puesta en valor del arco de acceso y la apertura de una plaza para disfrute de los madrileños se convirtió entonces en un objetivo urbanístico cargado de gran carga ideológica para los nuevos rectores de la ciudad.
Desaparecieron el convento de las Maravillas, que había sido reconstruido por Fernando VII tras los destrozos de 1808, los restos del palacio-cuartel y… el muro. A principios de 1869 se produjeron ya las obras de demolición y limpieza, se prolongaron calles, como Divino Pastor, hasta San Bernardo, y nació un barrio alrededor con calles nuevas: Monteleón, Teniente Ruiz, Manuela Malasaña o Galería de Robles. Como no hay muchas intervenciones urbanísticas que no dejen secuelas a las partes de la ciudad más vetustas, la piqueta también se llevó por delante gran parte del caserío de la zona, en las calles Dos de Mayo y San Andrés.
La Revolución de 1868 suele considerarse bisagra en las articulaciones históricas en que hemos convenido separar los años de nuestra Historia. Es también un momento en el que Europa mira a la península -esto se ve muy bien en la penetración del movimieno obrero internacional en España a partir de estos años-, pero, desde la mirada corta y densa de la historia hiperlocal, es también el momento en el que nace la Malasaña planificada alrededor de la Plaza del Dos de Mayo.