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La Vía Láctea o el secreto para triunfar durante 40 años entre los veinteañeros

Hay bares que envejecen junto a su público: sus dueños los abrieron durante su juventud y consiguen mantener una parroquia fiel hasta que deciden echar el cierre por cansancio o jubilación. No es el caso de La Vía Láctea, que lleva llamando la atención de las nuevas generaciones desde 1979 y repite cada fin de semana una estampa que ya se ha convertido en tradicional en la calle Velarde: la de los jóvenes que hacen cola para entrar en uno de los templos musicales del barrio, esperando turno hasta que el puerta les da paso.

Con la excusa del 40 aniversario intentamos averiguar junto al encargado del local -David Krahe- y la hija mayor del que lo puso en marcha -Patricia López- cuál es el secreto para petarlo entre las hordas de veinteañeros que cada fin de semana acuden a Malasaña. “Esto no es como montar una franquicia, que con estudios de mercado ya sabes si va a funcionar o no antes de abrirla. Esto es distinto”, advierte el primero ante la pregunta, que no va a responder inmediatamente.

Para entender el fenómeno de La Vía Láctea hay que ir primero a la figura de su fundador, Marcos López Artiga (tío de David y padre de Patricia), el pequeño empresario hostelero que, llegado de provincias y con una enorme vena creativa, imaginó un bar vanguardista en lo que en los setenta era una tienda de corte de chapa, cuando en Malasaña no abundaban todavía los locales de copas y sí comercios industriales y pequeñas fábricas.

Todo comenzó en Sigüenza

Los primeros pasos de López Artiga en la hostelería se remontan a unos años antes de la apertura de La Vía, en un pueblo de Guadalajara llamado Sigüenza, donde entonces vivía. En 1968, cuando tenía 21 años, decidió poner en marcha El Molino, la primera discoteca-bar de la provincia, que rompía totalmente con lo existente hasta ese momento. “Lo montó muy joven, pero ya daba muestras de lo que iban a ser sus locales en el futuro”, cuenta Patricia.

En El Molino empezó a ensayar Marcos lo que luego desarrollaría plenamente en la calle Velarde: un lugar en el que la música era lo más importante, muchas veces pinchada con vinilos de importación, pero que también albergaba eventos culturales nada propios de la dictadura franquista del momento. Inmediatamente, El Molino se convirtió en un punto de reunión avanzado a su época, revolucionario y catalizador de otra forma de pensar. Allí acudía gente como el cantautor Alberto Pérez (La Mandrágora) y público yeyé que empezaban a cuestionar el orden establecido. “Fue una apertura muy escandalosa en el pueblo, que es muy conservador hoy en día y lo era ya entonces”, explica David. Tanto que hasta el obispo de la localidad “llamó a mi abuela al orden por el local que había abierto su hijo”, añade Patricia.

López Artiga, que había estudiado Arquitectura, se cogió la experiencia acumulada y llegó a Madrid con ganas de seguir con su modelo de locales de copas que mezclaran también buena música y una estética propia, heredada de sus abundantes viajes al extranjero y de su trabajo como decorador, que ejercía entonces. Después de varios proyectos encontró un local en el número 18 de la calle Velarde que había sido una carbonería y metalistería, y decidió ubicar allí un local con decoración futurista y galáctica, luces de neón, pirámides iluminadas y vanguardistas espejos. Le puso el nombre de un garito de Amsterdam que le encantaba (el Melkweg, Vía Láctea en neerlandés), contrató a Montxo Algora para que lo decorara con sus dibujos y abrió en julio de 1979 dispuesto a comerse el mundo.

La idea inicial era que La Vía acogiera a las estrellas del momento y para ello Marcos López encargó a las Costus que las pintaran en sus paredes, para que los clientes pudieran tomarse algo mientras estaban al lado de Ava Gardner, Lola Flores, Briggitte Bardot, Yul Brynner, Marlon Brandon o Jerry Lewis, representados en icónicos murales. Un detalle que muchos de los que conocen La Vía Láctea es que abrió como Music Bar Grill y en sus inicios daba también comidas (servía hamburguesas cuando casi nadie lo hacía), pero rápidamente viró hacia la noche, en una Malasaña muy diferente entonces a la actual, con muchos cafés de tertulia (el Parnasillo, el Foro, el Manuela) y pocos bares de copas con música, más allá de El Pentagrama, que llevaba dos años funcionando o el Elígeme (actual Taboo).

La cabina de La Vía

Además de la parte estética, lo que caracterizó a La Vía desde sus inicios fue la propuesta que salía de sus altavoces. “Es lo que marcó la diferencia, la gente venía aquí a escuchar música”, cuenta Patricia. Era un local que, aunque pinchaba grupos de La Movida, centraba su apuesta en sonidos anglosajones de mediados de los sesenta y de los setenta. Un tipo de música que no se escuchaba en ningún otro local de Madrid y que venía de la mano de los DJ del local, prescriptores de melodías gracias a su viajada maleta de vinilos: Pepe Ugena, Javier Bólido, Ángel Aparicio, Kike Túrmix, Ricardo Rodríguez, Diego Manrique, Juan de Pablos Beni son algunos de los nombres de los pinchadiscos de aquella primera época. Muchos aparecen retratados en el mural de estética pop con un coche como protagonista al fondo del local, que pintó entonces la artista Adela Caballeo y que ha quedado como un pequeño hall of fame de las personas relevantes en los inicios de La Vía.

David Krahe y Patricia López narran esta época a través de lo que les contaron a ellos, pues hasta casi los noventa no llegaron a ver en persona lo que se cocía cada noche en La Vía. El primero empezó a pinchar en su cabina allá por 1988, a los 17 años. Aunque cuando realmente se implicaron en el negocio fue con la reforma del local, después de sufrir un pequeño incendio en verano de aquel mismo año: “Mi padre me tuvo todo un verano empapelando las paredes y los techos con carteles, como castigo por haber suspendido en el colegio”, confiesa Patricia.

Estos carteles son hoy una de las señas de identidad de La Vía y obligan al que entra a mirar embobado hacia arriba, contemplando un trozo engomado de la historia de la música madrileña. La idea de colocarlos ahí fue también de Marcos López, al que se le ocurrió forrar todas las paredes de carteles de conciertos y puso a Patricia y a David a ejectutarlo. Lo hicieron por etapas, gracias en parte a las donaciones de carteles de Record Runner, la tienda de discos que Pepe Ugena tenía en San Bernardo y que organizaba conciertos y giras. Muchos de ellos son de grupos de los noventa, aunque hay alguna joya más antigua, como el mítico cartel tamaño sábana del primer concierto de Los Ramones en Vistalegre de 1980, que adorna las escaleras de subida al primer piso.

El 'do it yourself' de Malasaña

Pero volvamos a la pregunta clave: ¿Por qué triunfa La Vía? David y Patricia dan mucha importancia al lugar de Madrid en el que está ubicada, Malasaña. “Es un barrio hecho a sí mismo, sobre mil contradicciones, siempre al borde del abismo, que tiene la reivindicación y la lucha por bandera” explica Krahe. A su entender, este carácter hizo “inevitable que la gente que tiene inquietudes musicales se sienta atraída por este barrio”, añade López mientras pone ejemplos de bandas que han pululado por sus garitos: hace décadas eran los Burning, los Pleasure Fuckers, los Siniestro Total o incluso el mismísimo Joe Strummer; hoy son las Hinds, los Wallace, los Parrots... grupos alternativos que buscan locales que se identifican con sus señas de identidad.

“Poco a poco se va formando una escena que se renueva generacionalmente, en la que la esencia de Malasaña tiene mucho que ver”, dice David Krahe  que forma parte de este mundillo musical con su grupo, Los Coronas, y con sus colaboraciones con otros tótems del barrio como Josele Santiago. Patricia López también acabó dentro de esta pequeña gran familia de la música malasañera y acabó casándose con el cantante de Sex Museum, Miguel Pardo. La fiesta de la boda fue en La Vía Láctea.

Toda esa generación alternativa se movía y se mueve por locales del barrio, pero los lugares que eligen son difíciles de preveer. “Es todo muy espontáneo”, reconoce David, que además de la música, la estética y de haberse convertido en un lugar de encuentro, da mucha importancia a que “se trata de un proyecto familiar”, como muchos negocios de ocio nocturno en el barrio. “Sabemos cómo funciona y cómo quería mi padre que funcionara”, le apostilla Patricia, que utiliza cada día consejos de su padre grabados en la memoria sobre cómo llevar bien el negocio.

Hay otro factor clave en todo esto, que David Krahe destaca por encima del resto como “lo más complicado” a la hora de llevar un local así: “La energía, que es lo que antes se desgasta. Si no tienes una vida equilibrada, el negocio te consume muy rápido”, advierte. Esta energía -entendemos la propia de los encargados y la del público que por allí fluye cada fin de semana- tiene que mantenerse de alguna forma para perdurar: “Si con el paso del tiempo tienes la habilidad y la suerte de encontrar a la gente con la energía necesaria para dar el impulso cuando las fórmulas se van agotando por una cuestión generacional, casi todo el trabajo está hecho”, añade.

Parte de esa energía la ha transmitido a la familia Amparo Fernández, esposa de Marcos López y actual dueña del negocio al frente del negocio desde que murió su marido en el año 2003, aunque siempre desde un segundo plano. Con ella son tres las generaciones implicadas en el local, después de que la hija de David, Sarah Krahe, empezara a pinchar en la cabina y otros familiares a trabajar en la barra. Ella o Fran de los Nastys siguen la senda de DJs reconocidos del lugar como Manolo Calderón, Luis Mario Quintana, Olga, Guille Martín y Oky Von Stoky. ¿Seguirán triunfando otros 40 años más? “Bueno, vamos poco a poco”, dicen prudentes David y Patricia. “Nosotros tenemos mucha energía”.