El año 1895 el Presidente del Consejo de Ministros despidió el año con uvas y champán. Según la prensa del momento, se trataba de una costumbre francesa, y debía estar siendo adquirida por la gente acomodada como si de un baile de moda a la europea se tratara. Sin embargo, un conserje de la Facultad de Medicina, en la calle de San Bernardo, me contó otra cosa respecto de cómo se extendió en el pueblo la costubre de comer las uvas… *
El año 1875 moría en la calle San Bernardo y Cosme lo observaba con las manos dentro de los bolsillos de su gabán raído. Como de costumbre, la calle ancha bailaba con la insolencia, entre resabiada y púber, de los estudiantes de la Universidad Central y el Cardenal Cisneros. Una tuna rondaba a las costureras y se oía algarabía en el despacho de bacalao de la esquina con la Palma. Eran días raros, en los que se mezclaban promiscuamente el sentimiento religioso y la risotada dionisiaca ¿Ir a El Martín a ver La degollación de los inocentes para, a continuación, salir a incordiar borrachos a los serenos?
Había pasado poco tiempo desde las barricadas y las carreras delante de los guardias en la Corredera, solo algunos meses desde que volviera la monarquía, días desde que el rey fuera vitoreado en la apertura del curso académicos por algunos compañeros a los que les había bajado, repentinamente, la fiebre jacobina que exhibían en los cafés poco tiempo atrás.
A Cosme, abstraido en sus pensamientos, casi se le cae el libro de gramática de las manos al oír llegar vibrando aquella voz grave por la espalda.
– ¿Qué haces aquí muchacho, con esa carilla larga de examen suspenso? – Nada en particular, las clases han terminado y no me apetece rondar, beber ni reír. Pensaba un poco antes de echar andar hacia la pensión.
Conocía al Doctor Velasco de círculos republicanos y, aunque Cosme era hombre de letras, habían hecho buenas migas durante algunos paseos nocturnos, en los que los profesores hablaban, calle arriba, calle abajo, de biología, vida y res pública. Los estudiantes escuchaban al principio, tomaban la palabra tras el tercer vino y, todos juntos, cantaban La Marsellesa, voz en cuello, al doblar la esquina. Aquellos paseos se habían acabado ya, pero algunos de la cuadrilla, los que no vitorearon el otro día al rey, se seguían viendo en la rebotica de un profesor de Farmacia.
A Cosme la restauración borbónica le tenía amargado, y el doctor no era el mismo desde la muerte de su hija, la pequeña Conchita. El anatomista había embalsamado a la niña de quince años, como hacía con otros cadáveres en el laboratorio de la universidad y, poco tiempo atrás, la había exhumado para que su cuerpo descansara en la capilla que le ha construido en su palacete, frente al Hospital San Carlos, donde vive y guarda su colección antropológica. Lo que a algunos compañeros y discípulos les parecía una chaladura, a Cosme, simplemente, se le antojaba una extravagante muestra de amor. Entrañable. Uno y otro eran rehuídos por los compañeros últimamente por sus amarguras y, en ocasiones, se encontraban para caminar juntos a la vuelta de las clases, compartiendo soledades.
– Es pronto para ir a casa, acompáñame a visitar al joven Agustín, – dijo el doctor mutando el tono a serio – . Me temo que puede ser la última vez que le veamos con vida.
Agustín Luengo Capilla, el gigante extremeño. El doctor Pedro Velasco había sabido de su existencia por la prensa cuando, el pasado 3 de octubre, había sido recibido por el rey. Sólo dos días después del paseo del monarca Alfonso por el paraninfo, que tan consumido tenía a Cosme. Velasco se había interesado en su peculiar anatomía por razones de índole científica y había conseguido contactar con su madre. Cosme había acompañado un par de veces al doctor a visitarlo a la pensión de la calle Toledo donde malvivía junto a ella.
–Es posible que el pobre no viva mucho más allá de este año, mi joven amigo, su salud se deteriora rápidamente – había dicho en su anterior visita Velasco – Sus articulaciones apenas pueden ya sostener sus más de ocho arrobas de peso erguido. Agustín sufre acromegalia, una enfermedad de la hipófisis que hace que su crecimiento no se detenga. Un hombretón de 26 años y dos metros y treinta centímetros con el desarrolllo de un chico de 13 o 14. Si te
fijas, se puede observar la ausencia de vello en el cuerpo, y el tamaño de sus genitales también lo revela. Un raro caso de estudio para mí, la condena en vida para su pobre madre viuda.
En sus primeras visitas, el doctor había tratado de examinarle, pero…sentía que era un cuerpo que se le moría entre las manos, lo que lo hacía sentir mal, como si estuviera practicándole una autopsia antes de tiempo. A partir de la segunda visita le llevaba, eso sí, un remedio calmante del que le había provisto un compañero de la Central.
Aquella noche, en la que se moría el año, Velasco había tenido noticias del deterioro físico definitivo del gigante, y se dirigía hacia allá.
– Es curioso doctor –comentó Cosme al paso– se escuchan en los cafés rumores acerca del pobre Agustín. Desde que salió la noticia de la visita al rey se ha ha convertido en personaje de la noche madrileña. No son pocos los que aseguran que va con una mujerzuela bebiendo y buscando pleitos por las tabernas de las calles más oscuras de Tudescos. Lo último que escuché: enloquecido y poseído por no se sabe bien qué pasión de otro mundo corría desnudo por la Puerta del Sol.
– Pobre Josefa, menos mal que esa madre sabe mejor que nadie que el pobre niño grande lleva meses en cama, prácticamente desde que llegaron a Madrid en busca de cura.
La última vez que habían llevado el calmante a la madre de Agustín, habían tenido un encuentro con un guarda que había reconocido a Cosme de una noche de algarada estudiantil. Aunque, probablemente, el frasco era la última preocupación del policía, el doctor, que conocía la composición del brebaje, había sentido miedo.
– Mira, dijo Velasco a Cosme abriendo una bolsa de tela y enseñándole en su interior un racimo de uvas y una frasca, he inyectado la medicina en fruta para evitar sustos. Es ver el sable colgando de la cintura del guarda y empezar a cederme las rodillas. La botella de orujo es por si la madre necesita consuelo.
Al llegar al cuartucho de la calle Toledo encontraron a Agustín postrado en su camastro, con la mitad de las piernas fuera del colchón, apoyadas en una mesa baja situada a los pies en forma de contrafuerte ruinoso. La negrura de sus rizos contrastaba con el color en fuga de su tez, y la imponente estructura ósea de su rostro parecía haberse rendido en la tarea de rasgar la piel de la cara. Posiblemente, entraron en el momento de la última exhalación.
Cosme quedó mirando largo rato el corpachón sin vida. Mientras, Velasco hablaba con Josefa al otro lado de la puerta. Al rato, sin mediar palabra, el doctor entró en la habitación, llevaba puesta la bata de facultativo y el gesto con el que los profesores acuden a la cátedra. La figura del doctor se aparecía altiva, sin rastro del compañero de paseos y melopeas. Abrió su maletín y comenzó a disponer en perfecto orden, de mayor a menor, una serie de instrumentos metálicos.
Sin más sonido que el llanto de la madre de Agustín en el pasillo, Cosme abandonó la escena. Bajó las escaleras y comenzó a caminar hasta que, al pasar por la Puerta del Sol, una campanada de reloj, como un aldabonazo, hizo volver a Cosme a la realidad. Entre las manos, tenía la bolsa de tela que el doctor Velasco le había confiado. Parado, en medio de la explanada, sacó una uva y la llevo a la boca. Luego otra, y otra, acompañadas de tragos de orujo. Unos compañeros que salían del Café Imperial reconocieron el gabán de Cosme y se acercaron a saludarle. Éste, sin mediar palabra, les ofreció uvas y zarzaparrilla.
Aquella noche, me contó un viejo bedel de la universidad, un grupo de estudiantes con los ojos inyectados en furia acabaron el El Saladero por jugar a la revolución por las calles de Maravillas. Desde ese año, cada 31 de diciembre algunos estudiantes, los de la rebotica, vuelven a la Puerta del Sol con uvas y alcohol. Gritan, brindan por un tal Agustín, por la República y, a veces, corren delante de los guardias.
* Para saber más sobre Agustín Luengo y el doctor Velasco desde una perspectiva científica recomiendo leer los trabajos de Luis Ángel Sánchez Gómez. A Agustín (su esqueleto y el vaciado de su cuerpo), se le puede ver aún hoy en el Museo Nacional de Antropología. De Cosme sólo sé lo que un bedel le contó a alguien hace ya muchos años.