Unos días antes de comenzar la legislatura como alcalde de Alberto Ruiz Gallardón, en junio de 2003, se inauguró en la Plaza de Antón Martín El abrazo, de Juan Genovés, a iniciativa de CCOO y en memoria de los abogados laboralistas asesinados en su despacho de la calle Atocha en 1977.
Con este gran monumento sobre la memoria de la Transición a la democracia como punto de partida, las legislaturas de Alberto Ruiz Gallardón no hicieron honor en política estatuaria a su sobrenombre popular de El Faraón –por su ambición en lo tocante a grandes obras públicas–. Fueron, las estatuas nuevas, elementos de pequeño tamaño como Tras Julia, muchacha apoyada en la calle del Pez que continúa corrientes costumbristas que venían de poco tiempo atrás (como el barrendero de la plaza de Jacinto Benavente y otras) o el busto dedicado a Clara Campoamor, frente al Conde Duque.
El gran motivo memorístico de la etapa fue, sin duda, el relativo al homenaje de las víctimas del atentado del 11-M. A ellas se dedicó la instalación de la Estación de Atocha, el Bosque del Recuerdo (ahora en El Retiro), diversas placas conmemorativas y esculturas (en Atocha, El Pozo o Santa Eugenia)
Amén de unas pocas estatuas religiosas en iglesias o en la Catedral de la Almudena, sin mucha relevancia, y alguna aportación solitaria con autor de renombre para embellecer obras públicas, como Día y Noche, de Antonio López (las enormes cabezas de bebé de la remodelada Estación de Atocha), las cada vez menos erecciones monumentales no parecen obedecer a una política muy definida. Además, aún se dejaban notar las modas estéticas que habían venido con fuerza en los años anteriores en relación a la huida de lo figurativo, como sucede con el Monumento a las víctimas del holocausto ,colocada en el Parque Juan Carlos I en 2007.
A la vista de la actual política nacionalista, que podría mover las últimas estatuas y monumentos colocados por el Ayuntamiento del Partido Popular, llama la atención que durante el mandato de Ruiz Gallardón se instalaron diversos elementos que celebraban los lazos con ex colonias a través de su independencia de España, normalmente fruto de regalos de delegaciones de dichos países en nuestra ciudad. Así, se colocaron las estatuas dedicadas a Eugenio de Santa Cruz y Espejo y al General Bernardo O´Higgins en el Parque del Oeste, que recuerdan respectivamente a personajes clave en la independencia de Ecuador y Chile; o la dedicada a Juan Pablo Duarte y Díez, considerado uno de los padres de la patria de la República Dominicana, muy cerca de las anteriores.
La cosa no cambió en el tono general con Ana Botella como alcaldesa. Apenas se inauguraron grupos escultóricos durante su mandato, en realidad, y hasta la donación al Ayuntamiento de la estatua del papa Juan Pablo II que Julio Ariza, factótum de Intereconomía, había colocado en su sede de la Castellana, pasó sin pena ni gloria. El grupo escultórico, hecho por Juan de Ávalos (el del Valle de los Caídos), acabó en el Parque Juan Carlos I (distrito de Hortaleza) tras haber sido desahuciado el Grupo Interconomía de su sede. Su colocación apenas se aireó.
Sin embargo, sí encontramos durante el mandato de Ana Botella la primera piedra en el camino de la política de memoria pública erigida en piedra que hoy vive su apogeo en Madrid. En noviembre de 2014 se inauguró en la plaza de Colón la estatua del almirante Blas de Lezo: 7 metros de altura y 35.000 kilos de peso, en bronce y sobre un pedestal de granito de Quintana de la Serena. Llegaba para dar a conocer el realismo militar-nacionalista en el espacio público de la derecha madrileña.
Cabe señalar que esta política de historia pública con intención del PP hay que entenderla como un movimiento de abajo a arriba, que venía a incidir en una línea propagandística a la que el partido no había hecho demasiado caso hasta el momento, como hemos visto. Como sucederá con otros monumentos similares del escultor Salvador Amaya, este fue iniciativa de una plataforma popular (Asociación Pro-Monumento a Blas de Lezo). La figura homenajeada, por otra parte, era un personaje que había merecido escasa atención hasta que, hace unos años, se empezó a reivindicar popularmente, siendo hoy sencillo encontrar multitud de cuentas patrióticas en las redes sociales con su nombre o avatar.
El escenario donde se situó la estatua tampoco es casual: la plaza de Colón, lugar de los grandes actos de la derecha en los últimos años, con la bandera de España más grande ondeando desde 2002.
Podríamos decir que es durante estos años cuando los estrategas de partidos políticos de distinto signo y, también, algunos agentes de la sociedad civil, empiezan a hacer suya la idea de la guerra cultural, una batalla por lo simbólico que, sin ser nueva, entra fuerte en el repertorio de la disputa política.
Este mismo año Juventud Sin Futuro había hecho un cambio simbólico de nombre a la recién inaugurada plaza de Margaret Thatcher (al principio de la calle de Goya) , que fue bautizada durante unas horas como de la Juventud Exiliada. La guerrilla de comunicación callejera tenía una gran tradición en el activismo. En 2010, por poner otro ejemplo, un colectivo que firmaba como Ana Botella Crew había tuneado con caretas de la alcaldesa diversas estatuas madrileñas en protesta por el endurecimiento de la política de multas del Ayuntamiento contra los graffiteros.
Pero, claro, las tradiciones de la plasmación ideológica de los discursos del poder en piedra tienen un recorrido aún mayor, solo empatado con las pulsiones iconoclastas que en la historia han sido, y era cuestión de tiempo que las élites volvieran la mirada de nuevo hacia el poder de monumentalizar.
Los años de Ahora Madrid en el Consistorio continuaron siendo de preeminencia de la batalla por lo simbólico, aunque las estatuas no fueron demasiado protagonistas. La gran lucha por la memoria en el espacio público fue la del cambio de una parte de nombres franquistas en las calles, que aún colea judicialmente. Podríamos recordar también la guerra establecida entre Ayuntamiento y Comunidad de Madrid a propósito de la placa dedicada al 15M (ya saben, la reedición institucional del Dormíamos, despertamos) en la Puerta del Sol.
En el capítulo de las estatuas, se podría señalar que se levantó en Vallecas una al alcalde socialista asesinado Amós Acero (por iniciativa del PSOE), que Rosendo Mercado rechazó públicamente la propuesta de Ahora Madrid para inmortalizarlo en Carabanchel y que en 2016 se aprobó, en plena polémica por el cartel que rezaba Refugees Welcome en el Ayuntamiento, levantar un monumento a los refugiados del artista brasileño Bel Borba, que se instalaría en 2019 en el Paseo de Recoletos.
Tras el paréntesis de Ahora Madrid, pero con el objetivo de disputar la visibilidad en el espacio público en un momento álgido, el PP ha podido reemprender su empresa nacionalizadora, ahora con un programa claro. Al proceso de renacionalización que tomó forma en el Madrid de las banderas en los balcones (que brotaron en 2017 al socaire del procés), o a los montones de libros sobre la leyenda negra en supermercados, les acompañan en la calle una colección de banderas de España mastodónticas (en Chamberí o en Montecarmelo) y estatuas, que no se instalan precisamente en medio de un parque, sino en lugares centrales de la ciudad, y se inauguran con boato y atención mediática.
Llegaron entonces el Monumento a Los últimos de Filipinas en Chamberí, pistola en mano, compuesta por Salvador Amaya a partir de un boceto del pintor Augusto Ferrer-Dalmau, al igual que la de Blas de Lezo en Colón y la que próximamente se instalará en la Plaza de Oriente con un legionario armado y vestido con uniforme de 1921.
Una de las imágenes más repetidas, una y otra vez, en 2020 fue el derribo de estatuas en Estados Unidos y otros lugares del mundo tras las protestas ocasionadas por la muerte de George Floyd. Lo que la ola de iconoclastia muestra es un momento histórico cuyos actores han decidido que la representación monumental en el espacio público importa mucho. En otro espacio cabría hablar de la iconoclastia institucional también, por cierto, que recientemente nos ha dejado el sonido de martillazos contra la placa de Largo Caballero en Chamberí o del Memorial de La Almudena. Erigiendo o destruyendo, desde arriba o desde abajo, quienes derribaban estatuas de Colón y quienes reeditan en piedra los hitos de la historiografía nacionalista en España, acaso en la plaza del mismo nombre, están hablando en un lenguaje que podría antojarse viejo pero que también parece ser de esta época.