Punta Brava: el edificio cuya historia congrega a Blasco Ibáñez, conflictos de inquilinos, o el Nebraska de Cuatro Caminos

En 1905 Vicente Blasco Ibáñez escribió La Horda, una de las grandes novelas del Madrid popular de principios del siglo XX. En su conocidísimo comienzo, cuenta cómo se despereza el populoso barrio obrero de los Cuatro Caminos, mientras que los carros de traperos y comerciantes entran en la ciudad a través de la Carretera de Francia (Bravo Murillo).

“Una turba de peatones invadió el camino. Eran los vecinos de la barriada, obreros que marchaban hacia Madrid. Salían de las calles inmediatas al Estrecho y a Punta Brava, de todos los lados de los Cuatro Caminos, de las casuchas de vecindad con sus corredores lóbregos y sus puertas numeradas, míseros avisperos de la pobreza”. Ni Estrecho ni Punta Brava eran nombres oficiales, pero sí topónimos conocidos por el vecindario que el escritor valenciano había recogido en el relato. Hoy, tenemos más o menos claros los límites de Estrecho, que según una vieja versión era “lo que había que cruzar para llegar a Tetuán”, pero, ¿qué era Punta Brava?

Un poco más adelante, el escritor describirá de nuevo la intensa actividad comercial del lugar:

“En las aceras de Punta Brava se habían establecido ya los puestos del mercadillo de los Cuatro Caminos. Los cortantes colgaban de unas vigas negras los cuartos de res desollada. Un perfume agrio de escabeche y verduras mustias impregnaba el ambiente. El grupo de chiquillos que acosaba al trapero se dispersó al verle bien acompañado, ocultándose tras los primeros tranvías”. Y aún volvería a aparecer el escenario en una tercera ocasión. En “los puestos inmediatos a Punta Brava” comían gallinejas Maltrana (el protagonista de la novela) y su padrastro.

Desconocemos si el nombre hace honor a otros topónimos (cartagenero, canario o habanero) o a la conocida condición pendenciera de algunos vecinos del extrarradio, pero podemos localizar Punta Brava a la altura del actual 109 de la calle Bravo Murillo, junto a la plaza sin nombre de las antiguas cocheras de la EMT (y antes del tranvía). Allí, aún subsiste un viejo edificio construido, el del antiguo Nebraska (hoy está el VIPS de Cuatro Caminos) que sería conocido durante años con el mismo apelativo.

La primera noticia de Punta Brava que he encontrado es de finales del siglo XIX. Entonces, existía en el lugar (que se correspondía con el número 77 de la calle) una tienda de comestibles llamada así, propiedad de Lucas Fernández. Por la descripción hecha poco después por Blasco Ibáñez, Punta Brava debía ser más que un simple establecimiento. Además, el propio Fernández tenía una segunda tienda, llamado Las Carolinas, situada en la esquina de Bravo Murillo con dicha calle, lo que refuerza la idea de que sus negocios recogieran el nombre de los lugares y no al revés.

Aunque en aquellos tiempos los negocios del extrarradio no acostumbraban a aparecer en los medios, Punta Brava y otras tiendas de Cuatro Caminos y Bellas Vistas salieron en los papeles con motivo de una huelga contra el arriendo del impuesto de consumos que se produjo en el extrarradio en 1897.

En el contexto de esta privatización del cobro del impuesto de entrada y salida de mercancías a la ciudad, que amenazaba con recrudecer el trato vejatorio que los vecinos ya venían recibiendo por parte de los guardas del fielato (una suerte de frontera fiscal que había en Cuatro Caminos y otras entradas a la ciudad), debemos saber que existía un pequeño grupo de comerciantes con cierta ascendencia social sobre el vecindario. Entre ellos, estaban el republicano radical Canuto González, cuyo establecimiento estaba muy cerca de Punta Brava, o el propio Lucas Fernández. Algunos de ellos habían accedido a negociar con el Ayuntamiento una subida del concierto recaudatorio anual del extrarradio, que los industriales (empresarios) llamados concertados recaudaban anticipadamente a cambio de encarecer el precio final de sus productos. La barriada respondió con piedras sobre sus tiendas de comestibles, teas ardiendo y coplillas jocosas. Los hechos están profusamente contados en ¡Fuego al fielato! Ira frente a la frontera y construcción de la cultura del suburbio a través del motín

A partir de este momento, el nombre de Punta Brava aparece en las fuentes relacionado con el gran edificio del número 107 de Bravo Murillo, que data de 1902, aunque su revoco, entre amarillo y verdoso, lo hace parecer un poco más joven. Su presencia maciza a pie de la calle, con cierto aire de trasatlántico, queda un tanto diluida entre otros grandes edificios del entorno y poco se sabe de su historia.

En junio de 1920 el periódico La Libertad contaba el conflicto ocurrido entre los inquilinos y el casero de Punta Brava. Con este motivo, el diario se refería al edificio como el “que alberga en su interior un mayor número de inquilinos de todas las casas que forman la populosa barriada de Cuatro Caminos”, cifrando en unos 90 el número de cuartos y en 500 o 600 las almas que lo habitaban. “Todos ellos se hayan alquilados por modestos empleados y humildes obreros que pagan un alquiler de 25, 35, 40 y 60 pesetas mensuales”, concretaban. Según explicaba el periódico esos días, el casero aprovechó la pavimentación de la zona y la instalación de aceras para subir los alquileres entre un 20 y un 30% a los inquilinos, sin haber hecho mejora alguna en el inmueble. La casa solo contaba con una puerta de entrada y una escalera estrecha, y La Libertad se preguntaba qué sucedería en caso de producirse un incendio en aquella colmena. Cuando el cobrador llegó con la noticia a principios de mes, la noticia debió incendiar los pisos de Punta Brava.

Aunque no es fácil encontrar detalles sobre el transcurso del conflicto, parece que un mes después se había resuelto favorablemente para los vecinos, pues el mismo periódico da noticia de que estos estaban agradecidos al abogado de la Asociación de Vecinos de Madrid José Llinás “por la ayuda que desinteresadamente les ha prestado en la lucha sostenida con el casero”, y le ofrecieron un banquete en un establecimiento de Cuatro Caminos llamado La Playa. Solo tres meses antes, esta asociación había organizado un gran mitin en el Teatro de la Zarzuela contra los abusos en los alquileres y al año siguiente convocaría una manifestación por el abaratamiento de las subsistencias. La Asociación de Vecinos de Madrid había nacido en 1919 y estaba impulsada por miembros de las clases medias (abogados o periodistas, sobre todo).

El edificio seguirá apareciendo mucho en prensa con el apelativo de Punta Brava durante la década de los veinte, con menciones comerciales que renuevan la impresión de que el rincón junto a las cocheras del tranvía era un bullicioso centro comercial. El extrarradio ha crecido en importancia relativa respecto a la ciudad –sobre todo en el entorno de la glorieta y la calle Bravo Murillo–y se refleja en anuncios que pasan de difundir la vieja tienda de comestibles al estilo de la primigenia Punta Brava (en la década de los diez estuvieron la de Tomás Moreno y la de José de la Torre, además de una tahona o una barbería) a establecimientos más modernos y lujosos. Uno de los más anunciados fue La Salmantina, carnicería y salchichería que se vendía como de calidad y que decía no tener que envidiar a los establecimientos del centro. También ocuparon sus bajos la sastrería Hermanos Lozano, Valentín Criado (“gran pescadería moderna”) o Rosalino Alonso de Riba, de aguardientes, vinos y licores. Sabemos también que en 1927 había un puesto de turrón y castañas por la noticia de un robo de 8 kilos de turrón y 5 de castañas (además del martillo para abrirlas, decía no sin sorna el redactor de la nota).

A principios de la década siguiente encontramos en el edificio, que ya no parece conocerse como Punta Brava, el Ateneo Republicano de Divulgación y Cultura, una institución de la que no sabemos mucho más que debía ser educativa y que sus alumnos elaboraban un periódico escolar. Habría que hacer otro artículo que recogiera la vida del gran edificio desde el olvido del nombre hasta hoy.

Actualmente, el distrito se debate entre nombrar dos plazas sin nombre –esta o la de la calle Hierbabuena– con el nombre de María Moliner, que escribió su célebre diccionario en un piso de los Cuatro Caminos. En el caso de que, finalmente, la hoy llamada Plaza de las Cocheras o Plaza Nueva siguiera sin nombre oficial, quizá los rectores del Ayuntamiento podrían valorar recuperar el topónimo histórico Punta Brava.