Y a la tercera, fue ella la vencedora. El desahucio de Josefa Santiago, Pepi para sus vecinos de Argumosa 11, ha quedado aplazado de forma indefinida después de una noche y una mañana de resistencia vecinal en torno al edificio, apoyada por los colectivos sociales que defienden el derecho a la vivienda y amparada incluso por una resolución de Naciones Unidas. Era el tercer intento en dos meses para echar a esta mujer de 65 años, viuda y con dos hijas, en un triunfo que supone también el de esa parte del barrio de Lavapiés, rebelado contra la deriva en que lo sume la conversión de pisos en viviendas turísticas.
“Me veía en la calle... Han sido muchos nervios, mucha incertidumbre”, comentaba Pepi desde el portal pasadas las diez de la mañana. El semblante de su rostro había viajado poco tiempo antes del desasosiego al alivio, cuando la Policía Nacional levantaba el amplio cordón dispuesto desde las siete de la mañana. A esa hora, seis furgonetas de agentes de la UIP tomaban posiciones en el cruce con la calle del Salitre, conteniendo a las cerca de 50 personas que acudían a primera hora al llamamiento para impedir el desahucio. Al otro lado del cordón policial, un centenar de personas se había anticipado al despliegue de agentes con una acampada de apoyo convencida de poder frenar el desalojo.
Las tiendas de campaña aún quedaban tendidas sobre la acera como un símbolo contra el destino que se quiere imponer a este bloque y a sus inquilinos. Son 20 familias afectadas por distintas órdenes de desalojo, después de que la empresa Inversión en Proindivisos adquiriese el inmueble para, según denuncian los vecinos, convertirlo en pisos turísticos y de alquiler de lujo.
“En enero empezaron a llegar los burofax. Nos ofrecieron 2.000 euros como compensación para que dejáramos el edificio vacío, sin que supiésemos que había sido vendido”, cuenta antes del amanecer Teresa Sarmiento, de 68 años y afincada en el 1º E durante los últimos 20. Su situación es similar a la de Pepi. Paga 355 euros de un alquiler de renta antigua con una pensión no contributiva que ronda los 400. La empresa que ha comprado el edificio les reclama un alquiler de 1.300 euros al mes, una subida del 300%, una cantidad inasumible por la mayoría de los vecinos que se mantienen en sus casas.
“Se han parado cuatro desahucios en el bloque, pero cinco familias fueron desahuciadas. Las puertas de sus hogares han sido tapiadas, con ladrillos, barrotes de hierro y una alarma”, explica. Verlas cada día es para ella una tortura, el recordatorio físico de una amenaza que pende sobre todo el bloque. “Es una pena, muy angustioso... tengo vecinos de 88 y de 90 años. ¿Qué salida queda para ellos?”, se pregunta, antes de desaparecer entre dos coches y vomitar atenazada por los nervios.
Las personas concentradas despertaban a voz en grito y golpes de cacerola al resto del barrio: “Vecina despierta, desahucian en tu puerta”, coreaban desde un lado y otro del cordón policial. El trasiego habitual de viandantes a esa hora -un cerrajero que se dirigía a abrir su negocio, un taxista que buscaba a su cliente, un joven que mete en los portales los cubos de basura, un vecino que paseaba a su perro, una mujer con su hijo rumbo al colegio- se veía obstaculizado por los agentes.
Sobre las 7.45 se vivió un momento de tensión entre policía y los concentrados que esperaban alcanzar el portal y que presionaban desde la lejanía, aunque la situación se relajó rápidamente. Mientras, en las escaleras del número 11 se sentaban varios miembros de distintas plataformas (la PAH, el Sindicato de Inquilinas, Lavapiés ¿dónde vas?...) que se despejaban con leche e infusiones en vasos de plástico mientras repetían sus consignas: “Este desahucio lo vamos a parar, ni casas sin gente ni gente sin casas”. Pepi lo seguía junto a sus hijas, de 20 y 25 años, asomándose intermitente por su balcón en el cuarto piso.
Sobre las ocho de la mañana, el grupo interpelaba al concejal del distrito Centro y delegado de Hacienda, Jorge García Castaño, que llegaba al escenario del anunciado desalojo. “Hay solución, expropiación”, reclamaban. “En los últimos seis meses el Ayuntamiento ha expropiado dos edificios por motivos culturales. Aquí también hay un buen motivo, hay que mandar un mensaje a los especuladores y hay que exigir una moratoria de un año hasta que se apruebe la Ley de Vivienda que se está tramitando en el Congreso, y con la que no sería posible desahuciar inquilinos sin alternativa habitacional o subir los alquileres un 300%”, explicaba a los congregados Javier Gil, portavoz del Sindicato de Inquilinas.
Después, Alejandra Jacinto, abogada de Pepi y de la PAH, relataba cómo habían hecho llegar a la jueza encargada del proceso la resolución del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas recibida por la letrada un día antes y en la que se instaba a la suspensión del desahucio hasta que se garantizase una solución habitacional. “La jueza dice que no le compete y no le atañe la resolución de Naciones Unidas y que su intención es ejecutar esta violación del derecho a la vivienda, con el poder judicial como cómplice”, informaba Jacinto, temiendo en ese momento el peor de los desenlaces.
Cuando se aproximaban las 8.30 horas de la mañana, tres agentes de la UIP se aproximaban al portal, y anunciaban a una de las coordinadoras que se levantaba el cordón policial. Los abrazos y las emociones de júbilo empezaban a desatarse con la retirada de los antidisturbios, que aún seguirían varias horas en las inmediaciones de la plaza de Lavapiés donde efectuaron algunas identificaciones de la gente que se iba descolgando del lugar de la protesta. Una vez desatado el cordón, los dos grupos hasta entonces separados confluyeron en el portal de Pepi. “Que Pepi se queda, que Pepi no se va”, coreaban. Se atisbaba la victoria, pero aún no era definitiva.
Sobre las 9.30 horas, hora prevista para el lanzamiento, dos agentes anunciaban a la abogada de Pepi la llegada de la comisión judicial con la que había que negociar la situación. Pepi salía por primera vez en la mañana de su casa, dejando en ella a sus hijas y la mayoría de sus cosas empaquetadas en cajas. Tras un breve intercambio alcanzaban una conclusión: el aplazamiento indefinido de su desalojo hasta que se ponga a su disposición una solución habitacional por parte de la Administración. “Tenía cara de amargura, ahora la tengo de felicidad”, decía Pepi en el portal, deshecha en agradecimientos a las organizaciones que le han apoyado y acompañado durante el proceso. “Esto no debería pasar ni en Madrid ni en España. Me siento muy afortunada por el apoyo”, comentaba antes de retirarse a su casa, por esas escaleras salpicadas de tapias de ladrillos que siguen suponiendo una advertencia para el resto de sus vecinos.