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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

La vida en El Pardo, un “oasis” verde, militarizado y envejecido en pleno epicentro de la pandemia

Un “oasis” en medio de la polución, un pueblo conectado a la urbe donde “nunca pasa nada”, ni siquiera el coronavirus. El Pardo es una de las tres áreas sanitarias de la Comunidad de Madrid que están por debajo de los 200 casos por 100.000 habitantes, una cifra que preocupa a los epidemiólogos pero que dista de la del resto de distritos y municipios. Es también el “punto limpio” más cercano al epicentro de la pandemia, lo que inquieta a sus vecinos.

“Los fines de semana se llena de familias y domingueros, así que nunca se sabe cuánto va a durar la tranquilidad”, dice una mujer de 74 años a la salida de la farmacia. Se ha enterado por las noticias de la buena salud de El Pardo, que suma tan solo 29 casos por cada 100.000 habitantes en las dos últimas semanas, pero admite no entender qué protege a este reducto verde y antiguo albergue franquista del azote del virus . “Aquí solo quedamos viejos”, apunta. ¿Cuál es su secreto?

A pesar de que un tercio de la población supera los 65 años, la realidad es que la baja densidad de la zona es su mejor escudo contra la COVID-19. De sus 16.000 hectáreas, más de 14.500 permanecen cerradas como “zona de reserva” y, en las restantes, apenas conviven 10 habitantes por kilómetro cuadrado (la media del distrito). Por otro lado, de las 3.327 personas censadas en enero de este año, en torno a 1.500 residen en los acuartelamientos del Ejército y de la Guardia Real, cuyas bases flanquean la carretera de entrada con inmensas inscripciones que proclaman: “Todo por la patria”.

El Pardo posee el máximo grado de protección medioambiental para preservar su bosque, pero también su suelo. No se puede construir vivienda nueva así que, entre los cuarteles y los edificios franquistas, la imagen de este Real Sitio parece llevar décadas congelada en el tiempo.

Aunque son pocos y se muestran reacios a las grabadoras, los vecinos están acostumbrados a las cámaras y a los periodistas. Su palacio ha recibido desde hace 600 años un vaivén de personalidades de la realeza, nobles y, en última instancia, asociados al régimen de Franco, que convirtió el monte en un refugio hasta su muerte. El cuerpo del dictador regresó hace un año a Mingorrubio, una manzana dentro de El Pardo que construyó para los militares y sus familias, y a cuyo cementerio fueron trasladados sus restos recién exhumados desde el Valle de los Caídos.

“Si con Franco había militares, ahora hay el doble”, dice Consuelo (nombre ficticio), hija, madre y abuela de pardeños. “No entiendo por qué no dan sus números de contagios igual que dan los de los sanitarios o policías”, se lamenta esta cabeza de familia, que también trabaja como personal de limpieza en un colegio de Móstoles. Para ella, eso es más preocupante que la incursión de madrileños visitantes los fines de semana. “Nosotros también nos movemos y yo no he dejado de trabajar”, aclara. “Se tiene la imagen de que los que vivimos en El Pardo somos todos unos fachas, lo primero, y que tenemos todas las facilidades, pero no es así”.

Consuelo se refiere a la situación de su centro de salud, que solo atiende citas telefónicas, o de la oficina municipal de atención al ciudadano de El Pardo, cerrada desde el estado de alarma y trasladada al Barrio del Pilar. “No vivimos en ninguna burbuja porque estamos obligados a coger el transporte público y a ir continuamente a zonas que están mucho peor”, se queja. Y es que las áreas sanitarias de Mirasierra, Peñagrande, Montecarmelo, Fuencarral o Aravaca, ahora mismo, cuadruplican sus cifras de contagios. “Tampoco tenemos pediatra”, se incorpora su hija, madre de tres niños que no alcanzan los diez años. “Antes del coronavirus solo venía los martes, pero ya ni eso. Si surgiera una urgencia o necesitase una PCR para ellos, tendría que ir a Madrid”, abunda.

De momento, el único colegio de la zona no ha reportado casos, lo que para las familias es una tranquilidad ante la falta de especialistas. “No es todo tan bonito”, resumen. En el ambulatorio se niegan a responder preguntas, pero a primera vista no parecen enfrentarse a la saturación que viven los centros de salud madrileños. El teléfono suena a lo lejos, mientras que el interior muestra una calma envidiable en plena segunda ola de coronavirus. Pero esta realidad no ha sido siempre tan optimista. “Las noticias nos pintan como un milagro, pero aquí también ha habido muertos y estamos padeciendo la crisis económica”, recuerda Paz, dueña de la pollería que fundó su padre hace 50 años.

Temor a otro tipo de aislamiento

Aunque El Pardo se pueda librar de las nuevas restricciones que impondrá el Gobierno de Isabel Díaz Ayuso este viernes, sus consecuencias les afectarían tanto o más que si decretasen un confinamiento. Paz, de la pollería, vive en el Barrio del Pilar: “Necesito que me dejen venir a trabajar, pero también tener clientes”. La propietaria reconoce que el barrio “está mermado” porque “hay muy pocas personas empadronadas y quedamos cuatro comercios”. Recuerda cuando la calle bullía de gente y negocios, y ahora apenas resisten la panadería, un par de tiendas de ultramarinos, esta carnicería de 1963 y una peluquería renovada.

En la puerta, Emmanuelle mira la calle vacía mientras se retoca su pelo bicolor: rosa y verde. “Me dicen que no le pego al barrio”, se ríe este joven peluquero italiano. “También vienen chavales jóvenes que quieren que les haga cosas atrevidas, pero sobre todo personas mayores”, termina por reconocer. Él perdió su trabajo en los primeros meses de pandemia en una peluquería de Salamanca, pero al tiempo vio que se buscaban profesionales en El Pardo. Como Paz, tampoco vive aquí. ¿Y si le confinan? “No lo he hablado con mis jefes, pero lloraríamos todos”, concluye. El miedo a que se corte la movilidad entre El Pardo y el resto de Madrid existe y puede poner en peligro muchas economías.

En menor medida, curiosamente, se resiente la hostelería, que un martes a la hora del aperitivo comienza a bullir. Quizá no tenga biblioteca, pediatra o servicio de urgencias, pero El Pardo no está falto de bares. Una veintena, casi todos especializados en menús de caza y cuyas parroquias están formadas por la misma gente desde hace seis décadas.

Entre ellos, la pareja de Paula y Florentino, ambos de 82 años, para quienes El Pardo es su “oasis de libertad”. “Yo veo cómo está la gente de nuestra edad en el centro, con miedo a salir o encerrados, y me entra la angustia”, admite ella. En este “pueblo”, en cambio, se siente segura frente al virus y “otras cosas de las grandes ciudades que son igual de malas”.