Mi amigo Manolo dice conocer el futuro. No es que haya montado un chiringuito de adivino, quiromante o echador de cartas, porque él es un psiquiatra muy celoso de su pureza profesional, con diploma colgado en la pared. Y los psiquiatras, como los confesores, presumen de conocer las causas de nuestros males y las consecuencias previsibles de nuestros actos. Son expertos en nuestro futuro.
Pero mi amigo Manolo en este caso dice conocer el futuro no por análisis profesional, ni por el estudio detenido de las supuestas profecías de los Mayas o de la Biblia, sino porque el futuro ya lo ha vivido. Ya lo ha vivido él y toda la gente de mi generación, como en la película Atrapado en el tiempo, del día de la marmota. En principio pensé que mi amigo había caído víctima de contagio de tantos pacientes de atar como despacha a diario en su consulta. Porque presumo que la locura se contagia más que el Sida.
Pero no. Para conocer el futuro, me explicaba, basta con recordar, utilizar los mecanismos de la memoria al que tanto psiquiatras como confesores son tan aficionados, ir en definitiva de pesca al pasado, porque lo cierto es que están gobernando nuestras vidas los mismos que poblaron la España cutre que modeló nuestra juventud con sus sistemas educativos basados en una ideología política fascistoide, los exámenes estatales de reválida, la supremacía de las creencias religiosas sobre la ciencia, la discriminación por sexos, la justicia para quien se la pueda pagar, el desmontaje de una sanidad pública universal y gratuita...
No son los fantasmas del pasado los que vuelven. Es el mismísimo pasado convertido en futuro el que nos visita. Y trae con él la idea de que el Estado de bienestar no era una conquista social sino una ilusión óptica nociva y tramposa, en realidad la fuente de nuestros males presentes.
El gobierno proyecta suprimir la asignatura de Educación para la ciudadanía porque el estado nacionalcatólico de ese futuro que ya hemos padecido en el franquismo sabe que todo lo que los niños españoles necesitan conocer para su desarrollo intelectual está escrito en las delirantes historietas de la asignatura de Religión. Un gobierno de meapilas que no pacta sus leyes con sindicatos, ni con la judicatura, ni con la comunidad educativa ni sanitaria, que mantiene la asignación de 500 millones de euros para pagar a los profesores de religión, una materia acientífica, de pura propaganda para captar adeptos a una secta peligrosa, pero que recorta en 600 millones la asignación a Ciencia y Tecnología.
Instalados en este futuro ya vivido, nuestros niños volverán a aprender que la teoría de la evolución de las especies es una pamplina científica, porque el primer hombre y su sierva, la primera mujer, nacieron en un paraíso, producto del capricho de un dios que, aburrido en su eterna eternidad, se puso en un momento dado a jugar a las muñecas modelando con barro a Adán y Eva. Por desgracia, unos niños perderán el tiempo con asignaturas alternativas preparándose para futuros médicos, por ejemplo, mientras los de la clase de religión aprenden saberes fundamentales para el desarrollo humano, como por ejemplo que las enfermedades vienen porque dios lo quiere, para poner a prueba a los seres humanos, y que basta con rezar con fe intensa para que dios los cure, sin tanto antibiótico ni tanta cirugía ni tanta mandanga.
Los niños de los padres descreídos, por su parte, seguirán soñando inútilmente con ser ingenieros, arquitectos, economistas, informáticos o químicos que lograrán descubrimientos científicos cruciales para mejorar nuestra calidad de vida, mientras al lado, en la clase de religión, una legión de privilegiados niños, convenientemente separados de las niñas, aprenderán que el intento de transformar la sociedad es un pecado de soberbia inútil, porque el planeta es apenas un lugar de paso en el que no merece la pena invertir nuestros afanes.
Para justificar toda esta sinrazón, en este nuestro futuro pasado los gobernantes siguen manteniendo los mismos argumentos que en nuestro pasado futuro (¡vaya follón!): “el derecho de los padres a elegir la educación que reciben sus hijos”, tesis en la que coinciden al pie de la letra la vicepresidenta Soraya Sáenz Santamaría, el exvicepresidente Carrero Blanco desde las alturas y la Conferencia Episcopal.
Se empieza por ahí y se acaba, como en algunos estados de los Estados Unidos de América, con la introducción del creacionismo en las escuelas por imposición de las asociaciones de padres de alumnos. La verdad científica, establecida por el voto de una mayoría ignorante. Si llevamos al límite el derecho de los padres a elegir qué deben estudiar sus hijos, podríamos encontrarnos el día de mañana con cachondos y fumados movimientos de padres de alumnos que propugnan y consiguen por ley que se enseñe en la escuela que 5 por 8 son 97, que la fórmula del agua es NH3 o que el Quijote lo escribió Zorrilla, al tiempo que se concede rango de verdad científica a la existencia de tres dioses y la madre virgen de uno de ellos, a la historia del arca de Noé y a la infalibilidad del Papa.
El argumento del supuesto derecho de los padres a decidir qué materia es ciencia y cuál es catequesis atenta frontalmente a la esencia de la escuela, ese lugar concebido para el desarrollo intelectual de los niños y jóvenes en el que únicamente deberían estudiarse materias científicamente contrastadas. Aunque todo comenzó mucho antes, cuando a los padres se les dio carta blanca y seguridad jurídica para adoctrinar a sus hijos con creencias absurdas, aterrorizar sus sueños con las penas de los infiernos, con los poderes maléficos de los demonios, con alucinaciones de ángeles. Legislamos contra los abusos físicos por parte de los adultos en el seno familiar pero permitimos y subvencionamos la tortura psicológica contra sus hijos permitiendo que los padres los traumaticen con las historias truculentas de las religiones.
Las televisiones de hoy en poder de las mismas manos, las derechas, nos retrotraen a ese pasado en forma de futuro de aquella España de televisión única, de doctrina nacionalcatólica, con la vuelta de los toros y la santa misa de los domingos, y las sotanas mariposeando con su frufrú por las aulas de nuestros incautos hijos.
Solo faltaría que, siguiendo la lógica de la premonición de mi amigo psiquiatra, el próximo día 22 saliera el mismo número del gordo de la Lotería que el de la Navidad de 1955, 56 ó 57, por ejemplo. No es por enredar, pero yo de vosotros, en este día de la marmota, buscaría desesperadamente los números de la lotería agraciados en los años del apogeo de la España franquista. Es posible que alguno de ellos coincida como gota de agua al del próximo día 22. Porque la historia, como las pesadillas, se repite.
Yo no tengo tiempo ni ganas de retroceder al futuro, pero como acierte en mis predicciones, puede que del susto pase en un instante de amigo del psiquiatra a cliente, sin solución de continuidad.