En las stories de Instagram leo una reflexión de la editora de esta sección de elDiario.es, Ana Requena, que cuenta cómo un entrevistado, en mitad de la conversación, de repente se dirige a ella con el apelativo “cariño”. Ella protesta, hablan, resuelven el conflicto y aun así ella se sigue sintiendo incómoda. Le escribo diciendo que eso me suena y de nuestra interacción llegamos a este texto.
Situación 1: era (o parecía) pequeña y me inventé un truco
Esto me ha pasado no una ni dos, sino decenas de veces. Soy una periodista joven y estoy entrevistando a un científico para un reportaje. Comienzo por presentarme y explicarle lo que quiero escribir para después empezar con mis preguntas acerca del tema sobre el que es experto. Noto en sus respuestas una condescendencia extraña, un tono paternalista. Me dice cosas como “esto es bastante complejo porque me imagino que no sabes nada de antes”, “a ver cómo te lo explico para que TÚ lo entiendas”. Le pido que confíe en mi profesionalidad, le aclaro que siempre me documento antes para que la entrevista vaya bien; que le repreguntaré si algo no me queda claro y que, después, una buena parte de mi trabajo consistirá en contárselo a los lectores para que tengan ganas de conocer su investigación aun sin saber nada del tema, pero no parece servirle.
Entonces activo el protocolo de emergencia: en mi siguiente pregunta, me apaño con cualquier excusa para decirle que soy física teórica de carrera antes de haberme formado en periodismo. Acto seguido, ya me habla como a un ser cognoscente que puede comprenderle y que sabrá preguntarle por lo que no entienda. Es un truco que he aprendido: si veo que no me toman en serio y que me tratan como a la chiquita periodista que no se va a enterar de nada, saco la carta de la física. Odio utilizarlo porque es tramposo. El título no me hace más lista —al contrario de lo que mucha gente cree, quienes hemos estudiado Física somos tan tarugos o tan brillantes como cualquiera, y sobre esto sí que tengo datos—, tampoco me hace más capaz de entender temas tan alejados como la neurociencia o la ingeniería de materiales sin haberme empollado antes una pila de estudios; y ni por asomo me hace mejor periodista. Sin embargo, siempre funciona, aunque sea por las razones equivocadas. Y yo lo que necesito es que funcione, que me tomen en serio de antemano porque, con mi aspecto y mi voz de chica, este es mi trabajo y sé cómo hacerlo.
Hace mucho tiempo que esto ya no me pasa porque no soy una joven periodista ni lo parezco: tengo unas canas estupendas. Por supuesto, también influirá el hecho de que yo ahora hablo con más seguridad en mí misma que hace veinte años. El problema es que la actitud de respeto profesional del interlocutor no debería depender de eso.
Situación 2: lo veo desde fuera y me dan los siete males
Soy jefa. Una periodista muy joven a mi cargo está haciendo una entrevista telefónica y desde mi mesa puedo oír cómo titubea, se pone cada vez más nerviosa, se siente apabullada, la persona al otro lado no la está dejando hablar. Me acerco y con gestos le pregunto si necesita ayuda. Me mira agobiada, tapa el auricular y me dice que el señor entrevistado la está tratando con desprecio, incluso le está dictando instrucciones sobre su trabajo como periodista y ella no sabe qué hacer para reconducirlo educadamente. Después de que haya lidiado con el marrón, hablo con ella: “Nunca dejes que te trate así una fuente, me da igual que sea el catedrático con mayor prestigio de este país, el director de la NASA o dios bendito; tú eres una profesional y te deben respeto”.
Al verlo desde fuera, recuerdo las veces que a mí me pasó lo mismo y me doy cuenta de que siempre le he quitado importancia, como si fuese algo que sucede sin más, gajes del oficio, una molestia inevitable de la vida profesional que se va suavizando solo con los años y la experiencia. He comentado las dos situaciones con otras compañeras y a todas les ha pasado algo similar. Mis compañeros varones también se han cruzado con gente desagradable que te trata como si fueras un poco lerdo, pero creo que no tanto ni de la misma manera; no con esa condescendencia. Y no debería ser así.
Insisto en que estas situaciones no son las más frecuentes, pero existen y hacen mella. Las cosas han cambiado en los últimos años y, aunque solo sea porque está mal visto, creo que estas actitudes cada vez son menos explícitas. A mí me gustaría animar a las profesionales a que detecten la condescendencia y digan “no” sin temer que por eso las vayan a tachar de bordes. Las generaciones jóvenes tienen esto más claro que la mía y me alegro mucho por ello.
He pensado mucho sobre mi respuesta a la joven periodista: “Nunca dejes que te traten así”. Saber reaccionar cuando la actitud de una fuente es complicada, resolver ese tipo de conflictos, forma parte del trabajo de los periodistas, tanto hombres como mujeres, y se aprende con los años. ¿Pero le hice sentir que era ella la responsable? Creo que no, que entendió que era algo que yo también había vivido, que a ella le iba a pasar más veces y debía tener una respuesta preparada para sentirse mejor consigo misma, o eso espero. Y, por cierto, ahora aquella chica es una jefaza.
Puedes compartir tu historia de machismo cotidiano escribiéndonos a micromachismos@eldiario.es.