Carlos Elordi es periodista. Trabajó en los semanarios Triunfo, La Calle y fue director del mensual Mayo. Fue corresponsal en España de La Repubblica, colaborador de El País y de la Cadena SER. Actualmente escribe en El Periódico de Catalunya.
¿Y si la hiperseguridad resulta tan mala como el terrorismo?
Era de prever algo así, pero la realidad puede superar cualquier hipótesis. Al calor de la conmoción popular que han provocado los atentados de París y aupados por el éxito de las manifestaciones francesas, varios Gobiernos europeos han tardado poco en anunciar, o empezar a poner en práctica, drásticas medidas destinadas en teoría a mejorar la eficacia de la lucha contra el terrorismo. Pero que en la práctica supondrán un formidable recorte de las libertades de los ciudadanos, sin que hayan sido consultados sobre si están dispuestos a ceder derechos a cambio de tener mayor seguridad… sobre el papel.
Una de las medidas anunciadas por el Gobierno francés es añadir 10.000 militares y 5.000 policías a los operativos actualmente desplegados para hacer frente a la amenaza terrorista. Que, por cierto, son formidables: basta llegar a un aeropuerto galo o darse una vuelta por el centro de París para comprobarlo. Y la iniciativa recuerda un debate que estuvo abierto en España durante los años más duros del activismo de ETA. En esa época, personajes destacados de la vida pública, y no todos de derechas, decían convencidos –por supuesto, casi siempre en privado– que el remedio frente a esas ofensivas era mandar los tanques a Euskadi. Como si a cañonazos o con un soldado en cada esquina, amedrentando a la gente corriente, se fueran a desactivar las redes clandestinas del terrorismo vasco.
El Gobierno belga también ha incluido la posibilidad de reforzar el despliegue de militares en la lista de acciones que está dispuesto a tomar. El alemán prevé la retirada del documento de identidad a los sospechosos de yihadismo para evitar que viajen a Oriente Próximo. ¿Será una norma aprobada por el Parlamento la que establecerá que alguien es sospechoso? No, será la policía. Que probablemente no dará muchas explicaciones si caen justos por pecadores.
Pero, sin olvidar los anuncios que ha hecho el ministro español de Interior, seguramente lo más grave es lo que acaba de proponer David Cameron: nada menos que revisar los protocolos de seguridad para vigilar sin límites todas las comunicaciones por internet. Dentro de ese paquete se obligará a las empresas del sector a guardar copias de los mensajes a fin de que los servicios de seguridad puedan estudiarlos sin límite de tiempo. Una iniciativa similar fue aprobada por el propio Cameron hace tres años. Los tribunales la tumbaron. Ahora vuelve a la carga.
Parece claro que unos y otros Gobiernos tienen un referente que quieren emular: el de la Patriot Act que George Bush aprobó tras los atentados del 11 de septiembre. Las barbaridades que se han cometido al amparo de esa ley han escandalizado a medio mundo. Y las revelaciones de Edward Snowden han permitido conocer hasta qué extremo los servicios de seguridad han invadido la vida privada de los norteamericanos gracias a esa norma. Europa, que parecía preservada de esa locura cromwelliana, no quiere ahora quedarse atrás.
Y no por principios, sino fundamentalmente por necesidades de la lucha política que están librando los partidos que sostienen a esos Gobiernos. En Francia, contra el Frente Nacional. En Gran Bretaña, contra la UKIP. En Alemania, contra los movimientos y partidos antiislámicos y antiinmigración. El objetivo es ofrecer a los electores una política tan dura, o casi, como la que exigen esas organizaciones. Y, en el caso francés, como en su momento también ocurrió en parte en el británico, también tratar de que la ciudadanía no tenga en cuenta los fallos de seguridad. Es decir, que no se reflexione sobre el hecho de que la ineficacia de ese sistema que ahora se pretende reforzar puede haber sido una causa importante de que los terroristas hayan podido alcanzar sus objetivos. En los atentados de París eso parece haber sido decisivo.
Pero de eso no se puede hablar. Es un terreno vedado para los ciudadanos y también, en la práctica, para los Parlamentos. Los servicios de seguridad son secretos e intocables y los fallos que puedan tener los arreglan ellos solos o con el Gobierno. Pero, si cada vez tienen más poder, ¿habrá alguien que pueda frenarlos?
Era de prever algo así, pero la realidad puede superar cualquier hipótesis. Al calor de la conmoción popular que han provocado los atentados de París y aupados por el éxito de las manifestaciones francesas, varios Gobiernos europeos han tardado poco en anunciar, o empezar a poner en práctica, drásticas medidas destinadas en teoría a mejorar la eficacia de la lucha contra el terrorismo. Pero que en la práctica supondrán un formidable recorte de las libertades de los ciudadanos, sin que hayan sido consultados sobre si están dispuestos a ceder derechos a cambio de tener mayor seguridad… sobre el papel.
Una de las medidas anunciadas por el Gobierno francés es añadir 10.000 militares y 5.000 policías a los operativos actualmente desplegados para hacer frente a la amenaza terrorista. Que, por cierto, son formidables: basta llegar a un aeropuerto galo o darse una vuelta por el centro de París para comprobarlo. Y la iniciativa recuerda un debate que estuvo abierto en España durante los años más duros del activismo de ETA. En esa época, personajes destacados de la vida pública, y no todos de derechas, decían convencidos –por supuesto, casi siempre en privado– que el remedio frente a esas ofensivas era mandar los tanques a Euskadi. Como si a cañonazos o con un soldado en cada esquina, amedrentando a la gente corriente, se fueran a desactivar las redes clandestinas del terrorismo vasco.