Recuerdos de un viaje a Israel y Palestina
Las pantallas del avión de Pegasus con destino Tel Aviv informan durante todo el trayecto de la velocidad, altitud y trayectoria de la aeronave. El puntito amarillo sobre Estambul, lugar de origen del vuelo, queda cada vez más lejos. Volamos sobre Esparta, Antalia, Nicosia, y finalmente cruzamos el Mediterráneo. En las pantallas, enfrente de la figura que simula el Airbus que nos transporta, aparecen las costas de Siria y Líbano. Comenzamos entonces el descenso hasta el aeropuerto de Ben Gurion.
Lo primero que llama la atención es la iluminación de la capital israelí. Innumerables puntos de luz de la misma intensidad y tonalidad anaranjada distribuidos homogéneamente. Como si fuéramos a aterrizar en un paraje artificial con una planificación urbanística perfecta. Alrededor, sólo oscuridad.
Tomamos tierra minutos antes de la medianoche. “Tesekkürler. Enjoy your trip”, repite el personal de cabina a cada pasajero. Con esos buenos deseos y una curiosidad casi infantil descendemos por las escaleras acopladas al avión y nos subimos al autobús que nos llevará a la terminal. Una pantalla luminosa sobre la luna delantera nos da la bienvenida a Israel en inglés y hebreo. Mientras, en el asfalto, algunos operarios del aeropuerto esperan a ciertos pasajeros que algo me dice no recibieron una bienvenida tan calurosa.
“¡Pedazo de aeropuerto!” ó “¡Cómo se las gastan estos judíos!” son las primeras exclamaciones que intercambiamos en suelo israelí los diez amigos que viajamos juntos. En efecto, el mármol y los omnipresentes anuncios protagonizados por Bar Refaeli provocan en nosotros, visitantes primerizos, una cierta sensación de bienestar.
Es momento de pasar el control de pasaportes. En las colas para ciudadanos israelíes hay abrigos largos de color negro, kipás y sombreros. En las de ciudadanos extranjeros, mochilas y algo de expectación. Acostumbrados a la libre circulación europea, el trámite fronterizo es bastante fastidioso. Más aún cuando esperas ser sometido a un tercer grado acerca del motivo de tu viaje, qué sitios vas a visitar, quiénes te acompañan… Ah, y también tienes que pedirle al agente que, si es tan amable, no te selle el pasaporte para evitar problemas en caso de querer visitar países árabes. “Nunca lo sellamos”, me responde con una sonrisa mi interrogador particular. Muy considerado por su parte. “Vaya, se me ha colgado el ordenador… bueno, bienvenida a Israel”, dice mientras me devuelve el pasaporte y un permiso de entrada al país que protegeré como oro en paño.
Dejo atrás las casetas de revisión y me siento como un ganador del ‘Grand Prix’. He entrado en Israel. No ha sido para tanto. Primera etapa del viaje superada y tres días por delante para conocer lo que para unos es la Tierra Prometida y, para otros, la invasora.
TEL AVIV
Tel Aviv es tranquila. La Ciudad Vieja de Yafo recuerda al casco antiguo de una localidad mediterránea y portuaria, a medio camino entre la relevancia histórica de sus 3.000 años de antigüedad y el atractivo turístico de casas empedradas y callejones en claroscuro. La Jaffa palestina anterior a la Nakba daba de comer a sus 80.000 habitantes árabes mediante el cultivo de la naranja y el comercio marítimo. Su puerto, reconocido como uno de los más antiguos del mundo, vio partir en 1948 hacia Gaza y Líbano a cerca de 50.000 vecinos expropiados por la guerra. Ahora sitio para talleres y galerías de arte, parece que la Historia se diera la espalda a sí misma, convertida en plazas apacibles y paseos costeros con vistas a la prosperidad de los rascacielos telavivenses.
Como unos visitantes más, un grupo de chicos armados con fusiles consultan mapas y curiosean en los puestos de souvenirs. “Si os resulta chocante, ya podéis ir acostumbrándoos”, nos advierte nuestro guía, Ryan. “En Israel, cuando empiezas el servicio militar, tu arma se convierte en tu novia. Vas con ella a todas partes”.
El sherut jobá –‘servicio obligatorio’ en hebreo- exige que todo ciudadano israelí de entre 17 años y medio y 18 años declarado apto cumpla tres años de servicio militar, en el caso de los hombres, y dos años, en el caso de las mujeres. Es muy habitual ver a chicos y chicas portando armas y macutos, subiendo a autobuses, preparados para incorporarse a filas. Efectivamente, el verde camuflaje nos acompañó durante toda nuestra estancia. El kiosquero, la joven que merienda en el parque, el universitario que compra tabaco… el uso de armas no entiende de discriminaciones.
Gastamos lo que queda de la tarde caminando sin hacer caso de mapas, esta vez por la Tel Aviv moderna. Paseando en paralelo al mar, curioseando entre los puestos de algún mercado. Piezas de fruta de la pasión y guayaba, cerveza israelí a precio de oro, especias y vinilos de coleccionista. Una ciudad Bauhaus, en definitiva, sin más atractivo que el que forje el propio visitante al saberse en el ya histórico Estado de Israel. Al caer la noche, con las piernas y los ánimos cargados, cogemos un minibús; no sin antes interpretar el ritual del regateo con el chófer.
JERUSALÉN
Jerusalén es nuestro próximo destino. La Ciudad Sagrada. Tan sagrada para tanta gente que uno siente que en cierta manera ‘invade’ ese halo de fe. Casi como si estuvieras usurpando un trozo de su devoción con cada foto, como si fueras demasiado ajeno como para entenderla.
Por la mañana visitamos el barrio de judíos ultraortodoxos de Mea Shearim, al norte de la ciudad. La vida en sus calles no ha cambiado desde su fundación, a mediados del siglo XIX, y ningún visitante externo puede esperar ser bien recibido. Nos cruzamos incluso con algún cartel alertando de lo poco que les gustan los grupos numerosos o las indumentarias que se alejen de lo que consideran ‘recatado’. Gris y negro son los colores predominantes, casi los únicos, y la oración y el estudio de la Torá la base del día a día.
Adoptamos una actitud de ‘donde fueres haz lo que vieres’ y recorremos el barrio en silencio. Entre las callejuelas desordenadas, apenas se oyen los movimientos de nuestros anfitriones. Quien dijera que viajar al pasado es imposible, no había visitado Mea Sharim.
La Ciudad Vieja de Jerusalén, a la que entramos por la puerta de Jaffa, es todo lo contrario. La sensación de premura y el ajetreo, la diversidad de cultos y de razas, los grupos de turistas siguiendo dóciles las banderitas que agitan sus guías. A veces parece que estemos en un parque temático de la fe.
Almorzamos a contrarreloj pequeños hojaldres rellenos en una confitería que se prepara para el Shabbat. “Six sheckles! Thank you”. Los dependientes nos cobran presurosos, y desde la trastienda se percibe la premura que exige la llegada del día de descanso. Es viernes y sólo quedan unas horas para la puesta de sol, momento que marca el inicio de la jornada sagrada. La oración y el reposo son las únicas actividades permitidas, y en la zona judía de Jerusalén el tiempo se detiene.
Con el apetito saciado reemprendemos el camino, esta vez hacia el Muro de las Lamentaciones. Esta pared robusta de cuatro metros de altura es el único vestigio del Templo de Jerusalén, y representa para los judíos su eterna alianza con Dios, indestructible pese al devenir de los tiempos. Una verja separa la zona masculina de la femenina. Las mujeres rezan en el lado derecho del muro, bastante más pequeño que el lado izquierdo, en el que rezan los hombres.
Si bien la práctica de darse cabezazos contra piedras seculares puede carecer de sentido alguno para agnósticos y ateos, la energía de las plegarias se deja sentir para cualquiera. Aun a riesgo de pecar de incoherente, escribo un deseo improvisado en un trozo de papel y lo coloco a duras penas en las grietas del muro. Al fin y al cabo, la vida es demasiado corta como para mantener la coherencia.
Seguimos después la ruta de la Vía Dolorosa, el camino que recorrió Jesús portando la cruz tras ser condenado por Poncio Pilato. Las distintas estaciones del Vía Crucis están señaladas en las fachadas con numeración romana. A lo largo del trayecto sagrado de los cristianos, se disponen apiñados los puestos del barrio árabe.
Rosarios, cruces, surtidos de pequeñas botellas que prometen contener agua bendita del río Jordán y piedras de Tierra Santa. Al lado, postales y guías de turismo religioso. También kipás, estrellas de David y candelabros de siete brazos. Aquí no importa en lo que creas. Ni siquiera es necesario que creas en nada. En Jerusalén, los unos se adaptan a los otros. En medio de ese batiburrillo de religiones y formas de vivir, uno es más consciente de que los miedos y los anhelos son, al fin y al cabo, los mismos para todos.
La Basílica del Santo Sepulcro vive un trasiego constante de fieles que esperan el turno de su genuflexión. Seis comunidades cristianas celebran el culto entre sus muros. Franciscanos, griegos ortodoxos, armenios ortodoxos, coptos, sirio-ortodoxos y etíopes conviven en un espacio babélico en el que cada rincón es distinto a los demás.
Jerusalén. La bíblica, la mencionada en tantas clases de religión, en tantas misas obligadas de domingo. Jerusalén. Cuando empecé a recorrerte, empecé a anhelarte.
PALESTINA (BELÉN)
Esa noche, el sueño tarda en vencerme. Por culpa de la humedad de la habitación, del frío impertinente de marzo. Por culpa de la certeza de que ese día que acaba de terminar ha sido, con toda probabilidad, uno de los más interesantes de mi vida.
Durante el corto trayecto en autobús hasta el checkpoint de Belén, todos somos conscientes del sentido histórico de lo que estamos a punto de hacer. Quizá en unos años, muchos o pocos, los turistas se fotografíen con los restos de un muro semiderribado y compren sus pedacitos como recuerdo.
Llegamos al puesto de control en un momento de cierta tranquilidad. Desfilamos relajados por los pasillos estrechos, pasamos tornos y arcos de seguridad sin ver a ningún militar israelí y sin que se nos pida en ningún momento la documentación.
Una vez fuera, y algo asombrados por la aparente falta de control, lo primero que nos encontramos es un grupo de unos quince taxis aparcados al lado de la salida. Los taxistas esperan sentados y, al vernos, se apresuran a rodearnos. Extranjeros, jóvenes y nuevos en la zona. Tenemos todas las papeletas para ser objeto de codicia.
Discuten con nosotros, discuten entre ellos, y al cabo de unos 15 minutos irritantes nos metemos en el taxi de un joven palestino. Saca un folleto de Belén de la guantera y nos ofrece llevarnos de ruta por 150 sheckles. Pasa las páginas y describe los lugares que merece la pena visitar con un entusiasmo fruto de la mera necesidad. Lleva cerca de cinco días sin clientes y se esmera en la tarea de convencernos. Cansados de negociar con todo hijo de vecino, finalmente aceptamos la oferta.
Más allá de sus intentos por añadir más paradas a la ruta –con el consiguiente aumento de precio- nuestro chófer particular resulta ser bastante amigable y solícito. Con él visitamos el campo de refugiados de Aida, creado por la UNRWA (Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo) en 1950. El muro de Cisjordania es su único paisaje y, al igual que las paredes del campo, está atestado de grafitis reivindicativos. Se respira una quietud inquietante, fruto quizás de enfrentamientos pasados que prefieren mantener en ese tiempo verbal.
El resto de la ruta pasa por enclaves de importancia cristiana como la pequeña iglesia que conmemora el lugar donde se anunció a los pastores el advenimiento de Jesús y la Basílica de la Natividad. En una ciudad en la que el turismo representa el 65% de la economía, los betlemitas se aferran a los visitantes cristianos como a un clavo ardiendo.
Pero lo más interesante de ese día en Belén fueron las palabras de nuestro guía.
“No piso el asentamiento judío. ¿Para qué? Además, me matarían nada más verme”.
“Los judíos os dicen que no vengáis a Palestina, que es peligroso. Pero lo hacen para que nosotros no recibamos turistas. Aquí siempre seréis bienvenidos y no correréis peligro”.
“En Europa no conocéis la realidad. Muchos países occidentales ayudan a Israel, mientras que en Palestina hay toda esta pobreza”.
“Aquí no atacamos, no se lanzan cócteles ni nada parecido. Sólo los niños lanzan piedras a veces”.
Frases todas ellas que contrastan con el “¿Para qué habéis ido a Palestina? ¿Qué puede haber interesante allí? ¡No lo entiendo!” del taxista que, esa misma noche, nos lleva a la zona de copas de Tel Aviv. Y uno no puede sino pensar que todo –la miseria y la abundancia, el árabe y el hebreo- ocupa el mismo trozo de tierra. Y te sientes también algo hipócrita por estar ahí, sin más. Por ser un espectador que le contará a amigos y familia lo que vio esos días, y que se sentará en el sofá para ver el telediario y poder decir “¡ahí he estado yo!”.
Faltan minutos para que llegue el tren que nos llevará de vuelta al aeropuerto de Ben Gurion. En el andén compartimos espera con varios chicos en uniforme militar. Uno de ellos nos pregunta de dónde somos y para qué hemos ido a Israel. Nuestra respuesta le deja con la boca abierta. “¿Habéis venido de turismo a Israel? ¡Pero qué cojones! ¡Venir a un país en guerra con su vecino! ¿Me lo estáis diciendo en serio?” No sabemos muy bien qué responderle. Uno de nosotros le pregunta si le gusta el servicio militar. De nuevo una expresión sarcástica. “¿Si me gusta estar tres años en el servicio?”. “Pero, si recibís un ataque, tenéis que saber defender al país.” La respuesta del joven israelí no deja lugar a réplica. “That’s bullshit, man!”.
Y, en efecto, lo es. Cualquier opinión prefabricada que uno lleve en la maleta en su viaje a Israel y Palestina palidece y termina por evaporarse. Simplemente, no somos quiénes para juzgar. Recoges testimonios e imágenes y te das cuenta de que es más sensato ‘callarse la boca’. Con lo que uno se queda, después de todo, es con que el ser humano es su peor enemigo. Con que las ganas de separar terminan siendo más fuertes que las ganas de unir. Con que todo es bullshit, man.