El pasado domingo 29 de septiembre se clausuraba la 50 edición del Festival Internacional de Teatro de Molina de Segura con el espectáculo `Celebraré mi muerte´, uno de los platos fuertes del festival a cargo de Teatro del Barrio y, en concreto, producido por Alberto San Juan y Jordi Évole e interpretado por Marcos Hourmann, el único médico en España condenado por practicar la eutanasia.
La premisa de la puesta en escena es clara y así la presentan. Acompañado de ocho espectadores sobre el escenario que harán de jurado popular, el doctor Hourmann, reconstruye los hechos, antecedentes y consecuencias, de suministrar 75 ml de cloruro potásico a Carmen, una mujer anciana con una enfermedad terminal. Para la reconstrucción de los acontecimientos cuenta con su propio testimonio, convertido a veces en interrogatorio, y un cuidado trabajo audiovisual con numerosos documentos, imágenes y recreaciones de algunos hechos.
Marcos Hourmann fue acusado de homicidio y le impusieron una condena de diez años de cárcel. Un acuerdo con la fiscalía, previo al juicio, rebajó la pena a un año de cárcel y la no inhabilitación profesional.
Los juicios han sido siempre fuente de documentación y material literario para puestas en escena del teatro documento. Desde un referente como Peter Weiss, polifacético artista alemán, que en 1965 escribió `La indagación´, una narración del primer juicio organizado por el gobierno alemán contra los criminales nazi, sin otro argumento que el desarrollo cronológico, del viaje hacia el exterminio de millones de seres humanos. Hasta la reciente obra dirigida por Miguel del Arco, `Jauría´, en la que se denuncia una “cultura de la violación” en la que todas las frases pronunciadas por los actores son transcripciones literales del conocido juicio a La Manada.
Lo primero que llama la atención de `Celebraré mi muerte´ es que vamos a presenciar un juicio que no se celebró. El doctor Hourmann aceptó una llamativa reducción de la condena a cambio de poder ejercer su derecho a una defensa. Por no entrar en la cárcel y seguir ejerciendo la medicina aceptó su culpabilidad, homicida. Esta recreación de un juicio que no existió permite además otras licencias dramáticas. La muerte se presenta desde diferentes ópticas relacionadas con el protagonista. En el terreno científico médico, el doctor que atiende el deseo de una mujer terminal (con el consentimiento de su hija) y practica la eutanasia en un país donde está prohibida. En un ámbito personal, conocemos al hijo que fue Hourmann y cómo afrontó la muerte de sus padres. Y por último, la traca final, ¿cómo celebraré mi muerte? algo que responde el propio médico que parece tenerlo muy claro. A lo largo del desarrollo de la obra conocemos las motivaciones y contradicciones del médico y también de la persona detrás de la bata blanca, elementos que se entremezclan con el motivo del pretendido juicio.
Hourmann no es actor, aunque lo parece. A la salida del teatro a algún espectador le costaba creer que el protagonista no era un actor, sino él, el `Killer doctor´ (así titularon la noticia en Inglaterra cuando descubrieron a Hourmann, que en ese momento trabajaba en el país anglosajón, había sido condenado en España por practicar la eutanasia).
Cuando una persona que no es actor sube a un escenario y, sobre todo, practica un ejercicio de autoficción, tiene, por su propia naturaleza, una valiosa y deseada cercanía a la verdad. Esta verdad es un material frágil sobre el escenario ya que, además, debe resultar verosímil, y esto no sucede sin más. En este punto, actores y personas ajenas a la profesión se igualan sobre el escenario. No estamos tomando un café con Hourmann en el bar de la esquina, estamos en el Teatro Villa de Molina con todo el artefacto artístico-técnico desplegado. En numerosas ocasiones Hourmann rompe el relato para señalar alguna imposición del propio texto dramático o del director de escena. Una práctica metateatral que, en este caso, refuerza la intuición de que el artificio dramático construido le cae como un corsé, con el que puede moverse pero no termina de estar cómodo.
Esta dicotomía entre el médico Hourmann y el actor sobre el escenario se resuelve positivamente en otros momentos en los que, alejado de la mera narración de los hechos, rememora algún episodio de la adolescencia o habla de cosas que le gustan o de su mal carácter. Momentos en los que aparece con una gran fuerza expresiva y reconoces a una persona extravagante e incluso grotesca, pero también pequeña y vulnerable. Es precisamente ese “mal carácter” que el propio protagonista se encarga de remarcar lo que consigue un acertado `efecto de distanciamiento´. El gran anhelo de Bertolt Brecht por el que una obra debía centrarse en las ideas y decisiones, no sumergir al público en un mundo ilusorio donde predomine la emoción.
Y, efectivamente, con el doctor Hourmann no te vas de catarsis. Esos destellos inesperados y bienvenidos de una personalidad excesiva permite la distancia emocional necesaria para juzgar, a palo seco, la inocencia o culpabilidad del médico que escuchó el deseo de Carmen de no seguir viviendo y lo llevó a cabo. Lo podían haber puesto más fácil, piensas mientras se acerca el momento en el que como espectador debes tomar una decisión, una sensación incómoda que se agradece. Sales del teatro confuso, ¿qué habrías decidido, como jurado popular, de haberse celebrado el juicio? Y lo que es peor, te pone frente al espejo de tu propia muerte y la de tus familiares y seres queridos. Si Hourmann es inocente, hay que celebrar la muerte. Pero, ¿cómo celebrarías tu propia muerte si te la anticiparan, aunque solo fuera unos días?