Este film del año 1961 vio la luz en Hollywood tan sólo un año después de que se estrenara ‘Psicosis’, obra magna del cine de suspense que marcó un antes y un después en las posibilidades cinematográficas de los trastornos de personalidad para crear guiones altamente perturbadores. Junto con el estreno en 1964 de ‘El caso de Lucy Harbin’, liderada por la interpretación de una Joan Crawford que, una vez más, se come la pantalla, (‘Straitjacket’ en su título original y también del director que hoy nos ocupa, el grandísimo William Castle) estas tres películas son clave para reflexionar sobre qué entramados y narrativas patriarcales puede haber detrás de la enfermedad mental. En los tres largometrajes, el matrimonio, la familia, los traumas infantiles y las herencias van a tener un papel central y serán el hilo conductor de todas las tramas.
Los primeros cuarenta y cinco segundos son de lo más friki: vemos al director, William Castle, vestido de traje y corbata, sentado en un setting de lo más hogareño, de espaldas a una chimenea bordando aguja en mano mientras se fuma un puro. De fondo suena esa clásica música instrumental de cuando Hollywood quiere evocar lo doméstico. William comienza a hablar a cámara dirigiéndose directamente a nosotres, les espectadores, sonriendo ligeramente mientras abre un campo semántico en torno a las narrativas de lo sobrenatural. Mientras la aguja sube y baja perforando el telar, William nos pasea por sus películas anteriores (‘La mansión de los horrores’ y ‘Escalofrío’ de 1959 y ‘Los trece fantasmas’ de 1960), para acabar, cómicamente y con un aire de entrañable abuelo cuentacuentos, presentando este film.
La película se ubica un par de años antes de que se inaugure la década de los 50 en Solvang, un pueblo de California fundado por daneses a principios del siglo XX; un detalle geográfico nada gratuito teniendo en cuenta que Helga, testigo mudo durante toda la película, es oriunda de Dinamarca y es allí donde inexplicablemente lleva al recién nacido Warren tras la muerte de sus padres y donde va a conocer a la inquietante Emily. La película comienza donde empiezan todos los traumas infantiles: en la casa paterna, más concretamente, en el cuarto de juegos donde vemos en un breve flashback a les hermanes Warren y Miriam Webster.
El entrenamiento en la masculinidad y en la feminidad hegemónicas se va a ver ejemplificado en los personajes de Warren y Miriam: dos hermanes del mismo padre, pero de distinta made, de quienes se esperan cosas muy diferentes en la vida porque así lo ha querido el destino que viene determinado por la entrepierna. En los regímenes patrilineales la herencia y la entrepierna guardan una estrecha relación.
Las estructuras que se activan en las escuelas de la masculinidad y la feminidad son de dominación y subordinación respectivamente y operan en el afuera y en el adentro en dos niveles diferentes: el afuera sería el discurso social concretado en la educación físicoemocional (en este film la institutriz Helga, siguiendo las órdenes del pater familias, alecciona a Warren para que ‘sea un hombre’). En el régimen heterosexual, este comportarse ‘como un hombre’ (en inglés se expresa con el elocuente y visual verbo “man up”) comporta no sólo el cuerpo (gestos, maneras de estar en el mundo) sino también el carácter: la hombría es hábitat natural de la seriedad, la disciplina, el ceño fruncido y estar a la altura de una herencia de diez millones de dólares exige una masculinidad bien concreta, una que sea consciente de su poder y estatus de autoridad. Quebradizo hilo patrilineal que puede romperse en el momento en el que Warren, como vemos al comienzo del film, le quita la muñeca a su hermana para jugar con ella. ¿Cómo interviene la escuela de la masculinidad con Warren? Fácil: a base de palos; es así como se hace (que no nace) un hombre.
Por otro lado, la hermana se ajusta perfectamente al canon femenino: es dulce, naive, amorosa, sonríe constantemente y es infinitamente comprensiva. Miriam (Patricia Breslin) es infantilizada y apartada de las decisiones de hasta su propio negocio (ya deciden por ella su hermano o su futuro marido). Ella es un personaje condescendiente, blandito, asustadizo y obediente. La feminidad buena, la que no desafía al statu quo en el régimen patriarcal.
El contrapunto a esta feminidad lo va a proporcionar el personaje de Emily (Joan Marshall), una danesa fría de expresión seria y mandibulosa que encarna la otra. Es cruel y villana, la feminidad mala, la vagina dentata, la que finge amar por interés, la que quiere el poder que ambiciona y sin embargo no le corresponde por haber nacido con vulva. Pero Emily va mucho más allá de la simple y estereotipada femme fatale: el entramado psicoemocional que despliega vendrá a complejizar su personaje hasta límites insospechados.
Por último, la tercera mujer en torno a la cual gira la trama es la misteriosa Helga (Eugenie Leontovich), una mujer que se nos presenta simbólica y literalmente atrapada (va en silla de ruedas) entre el pasado y el presente y cuya imponente figura conservaremos para siempre grabada a fuego en nuestra memoria descendiendo sobre una plataforma por esas escaleras a medida que se va acercando a su cuidadora, la sádica Emily. Aunque inválida en su silla de ruedas e incapaz de articular palabra por un ictus que sufrió hace años, su rostro impasible, su rigidez corporal y su fuerte y altiva mirada hablan más de su carácter que de su condición física; estamos ante lo opuesto a una persona desvalida: su atroz participación en aquello que no se nos revelará hasta el final de la película, cuando finalmente abrimos los ojos a toda la historia, no nos deja espacio para sentir compasión por ella.
Finalmente, un desenlace apoteósico (con otra cómica incursión del director en un momento de máxima tensión) consigue que caigan las máscaras al mismo tiempo que se nos descuelga la mandíbula. La revelación de la trama haría que le creciera el pelo de espanto al mismísimo Hitchcock. De esos finales que te obligan a ir para atrás a reconstruir toda la película. Sorpresivo y paralizante, un relato de más de 60 años de total actualidad y vigencia que cobra valor ante los inexplicablemente remasterizados discursos esencialistas sobre el género. Una película para pensar sobre la educación, la identidad y los traumas que derivan de experiencias vividas en el núcleo familiar que pueden resultar altamente violentas, como violento es, sin ninguna duda, que no te dejen ser quien eres.