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Eusebio Lázaro: “Estamos volviendo a un estado primitivo en que la ideología persigue a las ideas”

Eusebio Lázaro, autor del libro de relatos 'Aquello bien podía ser México' /  Ouka Leele

José Miguel Vilar-Bou

14 de febrero de 2021 06:00 h

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Tras toda una vida dedicada al teatro, el cine y la escritura, el actor, director y traductor Eusebio Lázaro (Cartagena, 1942) ha dado rienda suelta a una vocación literaria largamente pospuesta con “Aquello bien podía ser México” (Sitara), libro que sigue a sus recientes memorias “Fiebre alta”. Se trata de una heterogénea colección de 16 relatos, la primera que publica, a la que emergen las grandes pasiones del polifacético artista: la historia, el conocimiento, el viaje, los sueños y, por supuesto, Shakespeare, cuyas obras ha traducido, dirigido e interpretado. “Aquello bien podía ser México” es un libro vivo y variopinto, donde el relato gótico convive con el histórico y lo grave con lo irónico. “Lo que quiero es que mis cuentos procuren alegría y pasar un buen rato”, afirma el autor.

“Aquello bien podía ser México” reúne dieciséis cuentos muy diversos, tanto por temática como por estilo. ¿Son producto de un momento concreto o los has ido escribiendo a lo largo de los años?

Se escribieron bastante seguidos. Lo que pasa es que anteriormente, a lo largo de mi vida, he hecho teatro, guiones traducciones… pero narrativa no, y el cuento es un género muy difícil. Es posible que por ello haya varias tentativas en cuanto a estilo. Y luego, el tema del relato te lleva al propio estilo: “La aventura española de Jonathan Rowly”, que narra el asalto a Cádiz por los ingleses, no puede contarse como “La hija de Rappaccini” que tiene reminiscencias más góticas, por ejemplo.

En el libro abundan las referencias culturales. Se siente el amor a la cultura, tras toda una vida dedicada a ella.

No me gusta la narrativa erudita. Soy más bien partidario de la socarronería cervantina cuando excusaba Cervantes el no hacer prólogos llenos de citas latinas pedantes. Pero sí: La mía es una vida muy llena de cultura vivida de una manera viva, valga la redundancia. Y la referencia cultural, si se aborda con humor, está bien traída.

En “El dedo de John Lennon” te acercas al mundo literario desde una visión crítica: Lo pintas como un lugar endogámico, cerrado, vanidoso, donde la envidia abunda…

No se trata de una crítica acerba, porque el mundo editorial y literario, por lo que conozco, no es más tremendo ni está más lleno de pasiones negativas que otros mundos artísticos. Todos tienen su lado heroico y su lado villano. Sin embargo, sí es posible que el cuento refleje ese universo de competitividad y egos. Mi intención era meramente narrar el fracaso de un individuo, desde la ironía antes que desde el humor.

Aunque siempre has escrito, debutas en la ficción a una edad en que muchos están ya retirados. ¿Qué te lleva a publicar ahora tus cuentos?

Tiene que ver con un conjunto de circunstancias entre las que está la edad: Con el paso de los años uno va perdiendo impulso. Siempre he sido una persona reflexiva, pero a la vez de acción: De continuo me he implicado en proyectos que requerían una energía enorme: Crear una compañía de teatro para representar Shakespeare, poner en pie obras de treinta personajes, producir, dirigir… Y aunque desde joven he tenido una vocación de escritura, lo iba posponiendo en favor de otras aventuras. Pero ahora por fin me va quedando tiempo para sentarme a la mesa del estudio y me he dicho: Hora es ya. Acabo de terminar una novela y estoy trabajando en otra. Al final estoy haciendo lo que siempre quise pero la vida no me había permitido. 

Encontramos términos como “exornada”, “facones”, “azogue”… Se siente un amor profundo por las palabras y el lenguaje, también por las particularidades del castellano en América Latina o los localismos, como en el cuento “Los eidos”, que se desarrolla en Galicia. 

Casi toda literatura que se precie un poco busca elevar el lenguaje. La moda de escribir como se habla en la calle puede tener sentido a veces, pero no veo el porqué de dejar el idioma en los huesos. Un lenguaje llano y natural, que sí es difícil de conseguir, no es necesariamente bajuno. En ese aspecto, los escritores latinoamericanos tienen una riqueza infinitamente mayor que muchos escritores de la península, porque ellos han profundizado en los clásicos españoles, Cervantes sobre todo. En España, durante el franquismo, tuvimos una cierta renuencia a nuestros propios clásicos: Nos sonaban a franquistas, nacionalistas e imperiales. Había como un empalago y se los leía con ese prejuicio que los latinos no tenían. El realismo mágico le debe mucho a Cervantes. El propio Alejo Carpentier lo confesaba.

El viaje es otro elemento clave del libro. No podía ser de otra manera en un viajero vocacional como tú.

Desde que tengo recuerdos de infancia, ha habido en mí siempre un deseo de marcharme, de viajar. A los trece años empecé a escaparme de casa y casi siempre, no sé por qué, terminaba en Valencia. Cada primavera me vienen unos deseos incontenibles de irme a cualquier lugar.

En el relato que da título al libro el narrador afirma que en México se tiene la sensación de que todo puede pasar en cualquier momento: lo bueno y lo malo.

Es una sensación que he experimentado allí, cuando he estado de rodaje, o viajando, y que me daba una enorme energía. México es un país de una fuerza impresionante, donde la rutina es impensable: La vida se inaugura cada mañana. Es una nación joven, con muchísimo por hacer. Amo México profundamente y lo echo de menos. 

En “Cómo conocí a MB” fantaseas sobre cómo pudo ser un actor de leyenda como Marlon Brando fuera de la pantalla.

Es el actor de mi niñez. Crecimos viendo películas de Gary Cooper, Clark Gable… Personajes más o menos felices que surgían de aquel mundo fantasioso y adelantado de Hollywood. Pero de pronto aparece esa generación de actores -Montgomery Clift, James Dean, Marlon Brando…-, gente  que trae un conflicto interior en sí, en sus personas. Y no pueden evitar que ese algo trágico traspase los personajes a los que interpretan. De Brando me llamaba la atención que nunca sabías si era un tipo palurdo y bruto o una inteligencia sofisticada. Si hacía de sí mismo o interpretaba los papeles. No cabe duda de que era una especie de agujero negro, con una energía muy especial. Hiciera de japonés o de mexicano, como en “Viva zapata”, siempre era Marlon Brando. 

Shakespeare es un nombre clave en tu carrera: Lo has dirigido, interpretado, traducido… No podía faltar  en tu libro, apareciendo incluso como personaje. ¿De dónde nace esta fascinación?

Shakespeare, como era un gran poeta, no es que lo supiera todo, pero sí lo entendía todo. Se adelanta a su época y vislumbra la nuestra. En casi toda su obra, pese al envoltorio histórico de la trama, llega un momento en que el personaje ya es un ser humano totalmente desnudo de la carcasa histórica: Macbeth empieza como una historia medieval, con caballos, con batallas. Pero, cuando Macbeth va a cometer el crimen y está en un pasillo con apenas luz y hace su monólogo sobre si adentrarse en el asesinato, ya no nos habla un rey medieval, sino un ser humano intemporal. Lo mismo le ocurre a “El Rey Lear”: Lo que dice está fuera del tiempo, y eso es apasionante. Desde los griegos no hay un autor que consiga semejante proeza.

Tanto a españoles como anglosajones nos gusta comparar a Shakespeare y Cervantes.

Porque Cervantes también supo descarnar sus personajes del tiempo. También era un hombre que, sin saberlo todo, lo entendía todo. Tanto él como Shakespeare fueron cuestionados por no proceder de la elite universitaria. Shakespeare no venía de Oxford y Cambridge, como Ben Jonson y otros, y de ahí nace la leyenda de que era únicamente actor y que no pudo escribir esas obras sutiles, por carecer de la formación necesaria. Y lo mismo le sucede a Cervantes, a quien le niegan el pan y la sal, sobre todo en España. No viene de la elite de Salamanca o Alcalá de Henares. Él era un soldado de fortuna. Y entonces es despreciado. A Cervantes a menudo lo han entendido mejor en Inglaterra o Alemania que aquí.

 En “Cuento judío” te acercas al increíble y trágico viaje de los sefardíes tras su expulsión de España en 1492. Cómo llegaron incluso hasta la India, adonde llevaron consigo un gran tesoro: su idioma.

Lo judío siempre me ha producido una emoción, en especial el tema de los sefardíes: El hecho de que hayan mantenido durante más de 500 años la lengua. Escucharles hablar hoy español como se hacía en el 1500 es emocionante. Quizá tenga que ver la creencia de que alguna parte sefardí podía haber en mí, por el apellido Lázaro. En París compré un libro, el “Romancero judío-español”, recogido por un tal Samuel Eleazar, que es el mismo que los sefardíes se llevaron a Bosnia y que consiguieron conservar en la Biblioteca de Sarajevo, incluso durante la ocupación nazi. Sin embargo, se destruyó en la guerra de los noventa, en el bombardeo. Y, efectivamente, en la India hay una sinagoga fundada por sefardíes [sinagoga Paradesi, en Cochín]. De ahí me vino la idea de escribir el cuento. Fue un mal negocio la expulsión de los judíos de España.

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En tus cuentos está muy presente el mundo onírico, como en “Los sueños de marzo”, donde aparecen dos amigos tuyos: el pintor Antonio Saura y el actor y director de teatro Adolfo Marsillach.

De manera renuente se me aparecían en sueños. Con ambos tuve amistad, pero también proyectos que no llegamos a realizar: Con Saura sí dirigí una función a la que él hizo la escenografía, pero teníamos en perspectiva crear juntos un espectáculo sobre el barroco que su muerte impidió; y con Adolfo tuve otro proyecto en ciernes que tampoco se materializó. Creo que por eso soñaba con ellos: Venían “de permiso” del otro mundo, como personas vivas, de manera muy natural, no como fantasmas. Pero era un permiso corto, tenían que marcharse enseguida y no les daba tiempo a ponerse a trabajar. Y ese fue el origen del cuento. Tuve una época de joven en que me encantaba leer a Freud, sobre todo “La interpretación de los sueños”, y eso me dio la afición de desentrañar su significado oculto: Cada mañana apuntaba lo que había soñaba por la noche. Aunque no creo en el mundo freudiano, éste me parecía muy atractivo, incluso literariamente.

Naciste en una dictadura y viste nacer la democracia española. ¿Cómo vives acontecimientos como el auge de la extrema derecha o el asalto al Capitolio?

Lo vivo con tristeza. Con el final del franquismo tuvimos la ilusión de ir hacia un mundo mejor. De alcanzar una convivencia democrática donde no estuviera penado el pensar de manera distinta. Sin embargo, ahora hay una vuelta al odio a quien no piensa como tú. A levantar una bandera y al que no siga esa bandera mejor eliminarlo. Es un poco triste ver que, después de tantos años, se vuelve a un estado más simple y primitivo, en que la ideología persigue a las ideas. Posiblemente es una cosa cíclica, una condena de la humanidad. Estamos viviendo en España, Estados Unidos y otras partes del mundo la peligrosa práctica del odio, la intolerancia. Eso no lleva a ningún camino.

En un mundo así, ¿cuál es el poder de la palabra escrita?

Creo que es un poder individual: Si un libro que merece la pena cae en manos que merecen la pena, eso es una bendición. En general la literatura es un compromiso con uno mismo. Por mi parte, lo que quiero es que mis cuentos procuren alegría y pasar un buen rato.

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