Gabriel Bertotti, escritor: “Los mitos siguen vivos en alguna parte de nuestra mente”
Gabriel Bertotti (Bahía Blanca, Argentina, 1963) ha reunido en “Historia de Los Ángeles” (Sloper) ocho cuentos y una novela corta que discurren entre lo poético y el homenaje mitómano al Hollywood dorado; entre el viaje y la aventura y la exploración de las posibilidades del lenguaje. Por sus relatos, a los que él mismo pone imágenes mediante fotografías y collages, vemos convertidos en personajes de ficción a Chandler, Faulkner, Dashiell Hammett o Scott Fitzgerald. En esta entrevista nos habla de unos cuentos donde a menudo lo mítico y lo cotidiano van de la mano.
El libro se compone de ocho relatos y una novela corta. ¿Están juntos por azar o forman parte de un proyecto común desde el principio?
En un principio fueron los relatos. O una primera versión de ellos. La gran mayoría para una maravillosa revista digital llamada “27”, algún otro para “Colofón”, otra revista digital que resiste con coraje crisis y terremotos argentos. Los protagonizados por Chandler y Faulkner no entraron en “Margen Cínico”, mi libro anterior, y fueron rescatados porque en este encajaban perfectamente. La novela corta fue escrita en jornadas febriles e ininterrumpidas durante un par de semanas. Mi futuro editor, Román Piña Valls, me había rechazado dos novelas cortas previas y mi ego estaba herido. Me propuse escribir algo que lo dejara atontado y balbuceante de amor por mí y que le generara un deseo irremediable de publicarme en su editorial. Las novelas rechazadas eran una especie de slaptick alucinado, su finalidad era dejarte sin aliento, como si las leyeras corriendo desaforado por los túneles del Metro. Román, que prefiere lo clásico, me pidió algo más relajado, algo que se pudiera leer tomando un whisky disimulado en una taza de té. Así surgió la novela corta. Todos esos hechos aislados terminaron convergiendo en el libro, porque tanto las versiones finales de los relatos como de la novela corta compartían una estructura secreta que me he comprometido a no develar.
Has dicho que algunos de los relatos nacen de una frase o apenas una palabra. ¿Cómo surgen un cuento como “La balada del vagabundo”, por ejemplo?
No lo sé. “La balada del vagabundo” fue escrita de un saque, en un estado alucinatorio. Puedo reconstruir la etapa de corrección y de “pulido”, pero no su escritura original, en bruto. Hay algunos relatos que surgen de una frase que aparece de pronto mientras estás haciendo otra cosa. O de una imagen, muchas veces. Pero otros siguen el proceso que tan bien describió Cortázar. Te sentás a escribir siendo otro, extrañado de ti mismo y de tus circunstancias, y en vez de escribir, vomitás el coágulo negro que ardía en tus intestinos quemándote vivo. Un proceso un poco sórdido, pero no exento de cierta belleza y exactitud.
Los relatos van acompañados de fotografías y collages obra tuya, además del de portada. ¿Es la imagen una manera de complementar tu escritura, o más bien un juego?
Las dos cosas. No intentan ser ni un reflejo ni una llamada de atención. En las fotos, lo mismo que en la escritura, trato de no meterle el dedo en el ojo al lector indicándole con demasiado énfasis hacia dónde tiene que mirar o fijar la atención. De pequeño me marcó para toda la vida el clásico koan zen del maestro que señala la luna con un dedo y del discípulo que se queda obsesionado con el dedo, ignorando la luna. También la manera transparente de narrar de John Ford o Howard Hawks, eludiendo el ego y una puesta en escena chirriante, una elegancia que te hacía entrar de lleno en la ficción, en tiempo real, como si estuviera sucediendo mientras se narraba.
Aunque en tus cuentos abundan los viajes y aventuras, hay un fuerte afán por explorar las posibilidades del lenguaje, por trabajar la palabra, adentrándote en lo poético.
“Lo poético” es una manera de mirar que paradójicamente intenta eludir lo subjetivo. Creo que existe una “objetividad” poética compartida por todos y que la “palabra” exacta o apropiada es la que intenta restaurar lo que sucede en la vigilia en la conciencia. Los mitos siguen vivos en alguna parte del cerebro, y no me refiero a “arquetipos” o cosas semejantes, me refiero al “tiempo y al espacio mítico” que otorgaba esa trascendencia a las peripecias de los cazadores que volvían “del otro lado” y las narraban junto a la fogata. Eso pretendo con mi literatura. Ser un cazador al que puede fallarle la memoria pero nunca la imaginación. Por cierto, el fuego siempre es verde.
Por el libro desfilan Hammett, Faulkner, Chandler, Scott Fitzgerald... ¿Te consideras un mitómano?
Sí, absolutamente, pero no en este ámbito. Mis mitos tienen que ver con el fútbol (siempre Maradona), con la política (Cristina, Perón) o con el cine (Paul Newman haciendo de Luke, negándose a la resignación del sudor; o con Michael Caine y Sean Connery decididos a conquistar lo imposible más allá de las montañas; o con Audrey Hepburn confesándole al moribundo y un poco destartalado Robin que lo ama más que a Dios). Mis mitomanías son populistas y de una belleza particular, iluminadas siempre por el fuego (verde) de una hoguera imaginaria. A Hammett, a Faulkner, a Chandler y a Fitzgerald los convoqué en mi libro y les escribí relatos y una pequeña novela porque los quiero. Porque siento por ellos un profundo aprecio comparable al que se siente por los viejos amigos de la infancia.
Abundan las referencias al cine. Alguna vez has comentado que ves el arte, sea literatura, cine, música u otro, como uno solo.
Me sorprendo cuando me recuerdan las cosas que he dicho. Y dudo incluso de haberlas dicho. Pero si dije algo así, pensándolo ahora, lo veo como muy posible. Los mecanismos pueden diferir, lo mismo que las estructuras narrativas, todas las artes que mencionas convergen en esa mirada poética de la que hablábamos antes. Todas buscan activarla y hacerte entrar a esa “gran mente del mundo” que permite que exista la actividad artística. Si no, no habría comunicación posible entre creadores y lectores o público o audiencia u oyentes. El cine, de todas ellas, tal vez sea la más completa, la que las incluye a todas. Mi máxima obra literaria podría ser hacer algún día una gran película.
¿Qué te cautiva del Hollywood dorado, al que homenajeas en “Historia de Los Ángeles”?
Me cautiva la posibilidad de vivir muy bien gracias a tu imaginación. Me hubiera encantado ser guionista de la época dorada, un guionista que tuviera en claro que sus ideas son productos básicos de una fábrica que las reelaborará hasta el infinito. Trabajar en un arte colectivo aportando un grano de arena muy bien pagado, ejercitando al mismo tiempo, la capacidad de controlar el ego, y aprovechando el tiempo libre para surfear las increíbles olas del Pacífico y para escribir en ese público anonimato la obra que justificará tus días en la tierra. Me gusta de esa época analizar cómo algunos pudieron superar esa dicotomía entre individualismo y trabajo en grupo y entre creación original y adaptación. Muchos naufragaron con elegancia, otros con mal gusto. Y otros, los que más me gustan de todos, como Billy Wilder, fueron felices.
A veces tus narradores no son fiables, a la manera de Conrad: dudan, mienten, se retractan, creando la sensación de lo relativo que es todo.
Más que “de lo relativo que es todo”, de lo relativo que es la estructura narrativa. Lo poco fiables que son los narradores, sean estos periodistas o embaucadores. Todo en lo narrativo es una mera puesta en escena. Desde un reality hasta un telediario. Cuando la palabra está de por medio no se debe confiar en nadie. Por otro lado provengo de la tradición narrativa argentina que desde un primer momento dependió de un narrador titubeante, lleno de dudas, con tantos baches en la historia que no tuvo más remedio que recurrir a las invenciones fantásticas para poder contentar a un auditorio siempre a la expectativa, necesitado de historias y de narraciones que le permitiera verse, sin darse cuenta, hechizado por los relatos, tal cual era. Lo cual es otra paradoja y acaso una manera de jugar con lo narrativo con la seriedad con la que juegan todos los niños.
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