En 1930 Josef von Sternberg nos presenta la película que hará que sepamos que Marlene Dietrich es gigantesca en la gran pantalla: 'El ángel azul', inspirada en una novela de Heinrich Mann. Marlene Dietrich es Lola en la película de Sternberg como son Lolas también Anouk Aimée y Barbara Sukowa en las películas de Jacques Demy (1968) y Reiner Fassbinder (1981) respectivamente; éstas ya no basadas en la novela original, pero sí con ecos de la Lola que interpretó la Dietrich. Las tres son personajes femeninos centrales en la trama, las tres son cabareteras, es decir, las tres son mujeres que forman parte del mundo del espectáculo y las tres «sirven» de entretenimiento a un público predominantemente masculino. Podríamos decir que las tres configuran su personalidad interpretando (literalmente, puesto que son actrices profesionales) su feminidad en sus trabajos y en sus vidas personales y afectivas, lo cual nos brinda la oportunidad de reflexionar sobre la feminidad en este juego de múltiples espejos donde las mujeres-no-actrices-profesionales performamos nuestro rol de género: los papeles femeninos guionados que representamos todas fuera de las pantallas.
La extraordinaria Lola de Marlene Dietrich es una mujer que «actúa» sin coquetería, que toma la iniciativa, que no teme a los hombres. No tenemos la sensación de que los necesite como soporte económico-emocional y tampoco se responsabiliza de cómo los hace sentir («Si ellos se queman, nada puedo hacer»), si bien la mirada masculina («Usted seduce a mis alumnos») se empeña en verla como agente activo unidireccional en el juego erótico de la atracción. Pese a ser una mujer que se sabe observada por hombres, Marlene performa una feminidad muy masculina sumamente jugosa con una gestualidad y movimientos inesperadamente toscos. Imposible no acordarse de la especialista en teoría queer y estudios de género Judith Halberstam y sus masculinidades femeninas (Judith, no te mueras nunca, necesitamos seguir leyéndote pensar); efectivamente, hay algo poderoso, hipnótico y carismático en Marlene: la libertad de entender que la masculinidad y la feminidad no son compartimentos estancos ni excluyentes: ni la masculinidad es exclusiva del hombre, ni la feminidad de la mujer.
Por la Lola del bodrio francés dirigido por Jacques Demy se hace necesario pasar de largo para ahorrarnos el dolor de recordar frases vomitivas de la protagonista como «Hay que gustar siempre, es mi regla. A mí me gusta gustar» o «Cuando era pequeña soñaba con ser guapa», dichas por una actriz de dicción afectadita que parece hablar haciendo pucheros y necesitar inhalador después de cada frase. Esta Lola de coquetería cansina y melindrosa remata una historia insoportable (que incluye para más tortura un final rescatador), cursi y soporífera que gira en bucle alrededor de la ficción del primer amor, ese que es uno y que cuando se va nunca vuelve, por mucho que esperes convertida en eterna Penélope. La ausencia del hombre-primer-amor/padre no pasa ninguna factura pues al parecer su abandono deja los afectos intactos; esto es, además de un intento lamentable de librar al macho de toda responsabilidad familiar y afectiva, una fantasía de lo más absurda que sólo podría sustentarse bajo los pilares igualmente disparatados del amor romántico. Un filme que deja claro, sirviéndose de Lola y del resto de personajes femeninos satélites, que ‘sola’ tiene la lapidaria traducción de ‘sin macho’.
Lola en la posguerra alemana
Reiner Fassbinder sitúa su Lola en el contexto de la posguerra alemana y teje su entramado poniendo el foco en la lucha de clases y su inevitable clasismo. Lola se nos presenta aquí, venciendo la lógica del macho aristotélico, como una mujer más racional que emocional («Mi mente sabe más que mi alma»), una mujer atrevida que seduce con su misterio y profundidad. De las tres Lolas, la de Fassbinder es la que más explícitamente se nos muestra como trabajadora sexual, lo cual da pie, por un lado, a las narrativas que presentan a la mujer como capricho y perdición de los hombres y, por otro, a cosificarla como objeto de puja («Quiero comprar su puta»). La pelea por «poseer» a la mujer se desplaza al conflicto de intereses por los planes de urbanismo. Como resultado del estigma que afecta a las putas, los hombres se insultan entre ellos para vengar su virilidad y orgullo heridos con la necesaria humillación que se canaliza a través de ella («Aniquilarlo y destruirlo a usted y a su puta»).
Como bien saben Fassbinder (que no ha leído una línea sobre el movimiento pro-derechos) y el movimiento abolicionista (que no ha entendido una línea de lo que van los feminismos), está asentado social y culturalmente en el imaginario colectivo que una vez que pagas, la mujer deviene sólo un cuerpo-cosa al que puedes hacerle lo que quieras («Cójala, tírela en la cama, quítele la ropa, hágale lo que quiera, es una puta»): porque ya la has comprado, esa mujer es «tuya». Los personajes masculinos representan masculinidades bien diferenciadas: Esslin es lo más cercano que puede tener a un amigo (aunque también es amante/cliente y está visiblemente enamorado de ella), Schuckert tipifica al hombre violento que lee a las mujeres como propiedades y el señor Bohm es el galán enamorado, arquetipo de crisálida en metamorfosis que tendrá que salir del capullo de sus propios prejuicios y celos de hombre-gusano si quiere acabar transformándose en hombre-mariposa.
Cabe recordar aquí, muy brevemente y a modo de apunte y conclusión, que la masculinidad también se performa y que cuanto más monolíticas resulten ambas categorías de género, más previsibles y aburrides seremos todes, más esclaves de la representación de ese guión que nos hace menos auténticxs y más falsos (artificial, artificio y arte comparten raíz etimológica y lógicas incluidas en los discursos políticos feministas), y, consecuentemente, menos libres a la hora de vivir la una y la otra o ninguna o las dos, seamos del género que seamos.