El artista no se vale de esos puntos de enfoque en los que de forma obvia podría encontrar la luz, como son los cielos abiertos o el gran astro modulando el día y la noche, sino que para hallarla mira lo cercano, lo inmediato; con un peculiar lenguaje en el que los horizontes son solo anécdotas de la irradiación del acoplamiento del acimut.
En lugar de recurrir al discurso que proporcionan esos azules acariciados o amenazados por una nubosidad consabida, y en consecuencia a las emociones intencionalmente aludidas, en lugar de modelar la evidencia de la polarización más nativa, el pintor coloca al espectador ante las escenas constructivistas de sus propios impulsos; y ahí también hay luces y sombras, hay contrastes, ¡y cuántos!, hay tensiones, ¡y muchas!
La representación de una escueta rama descarnada y seca sobrevolando el agua estancada nos anuncia ya una enormidad luminosa, y es suficiente para extraer y mostrarnos la vida esencial de entornos objetivamente encalmados, pero pletóricos de vida. A partir de ahí, ya desde el primer paso de ese shock cromático, el artista hace despertar en sus lienzos toda una gran escala de tonalidades que nos llaman poderosamente la atención.
Los impulsos miméticos quedan superados por la fantasía creativa del autor, quien aviva los más ínfimos detalles de la Naturaleza dotándolos de luminiscencias que los hacen emerger orgullosos de superar sus apariencias. Las luces aprovechan sus propias sombras para reafirmarse en sus contrarios y ratificar la esencia movediza de las aguas, la esencia del amparo de la vegetación. Manuel Pérez logra que las características bioesféricas formales discutan entre su estática y su dinámica, entre la identidad y la deriva propias y a las que las ha conducido como creador. Nos pide entonces que soslayemos el lenguaje convencional para captar la genialidad de esa lucha.
Desde perspectivas cenitales, con aproximaciones intimistas, la obra de arte se va configurando mediante la expresión sincera de cada uno de los elementos creados por la propia la subjetividad del creador, que los enfrenta en precisos encuadres en los que un componente más supondría la saturación del conjunto, la extenuación del cuadro.
Tal vez sea por ello que la presencia humana es poco menos que anecdótica en los lienzos que nos presenta el artista, pues posiblemente pondría la obra al borde del precipicio y envenenaría la inmensa soledad espiritual que evoca cada cuadro, en los que el autor permanece equidistante para mirar, tal vez sosegadamente, tal vez frenéticamente, estos universos.
En efecto, podemos ver que solo unos pocos e insignificantes reductos constructivos salpican este universo de luz, alejando la sensación de presencia personal. Respecto a la voluntad de enajenarse de su obra, no podemos sino especular si el autor es consciente de que se oculta para evitar que sus contenidos pictóricos sean profanados o para afirmar la esencia de su soledad, plena de esperanzada y codiciada luz.
Es el espectador quien tiene que dilucidar entre la obra realizada y su génesis; el autor ha hecho ya su parte desde el mismo momento en que ha pintado lo que veía y pensaba. Él ha añadido, para nuestro regocijo, su sentido de la estética trasladando su visión y estado anímico a la obra, pero nos corresponde a nosotros disfrutarla.
El autor, descubriendo sus cuadros, se somete públicamente al significado de su propia obra mediante la dramatización escénica de los significantes que ha creado y la relativa distancia que guardan con sus correspondientes significados. La armonía simétrica de esas dimensiones está garantizada objetivamente por el maravilloso shock que producen las luces referidas por el artista. El resultado es toda una poética de los sentidos, el imperativo estético del que depende una obra de arte.